Cuando falta el respeto, desaparece el amorSé que Dios mira mi vida con infinito respeto. Me ve batallando en medio de la vida, en mi bosque, en mi montaña. Me ve luchando por tocar la meta. Me ve dándolo todo y respeta mis tiempos, mi camino, mis decisiones. No me juzga, no me condena.
Creo en el poder sagrado que tiene el respeto en mí, en cada persona. Lo noto. Ese respeto de Dios al crearme. Ese respeto que me pide que tenga yo mismo ante la originalidad de los otros, ante sus tiempos, ante su vida. Ese mismo respeto que Dios me tiene a mí cuando me ve cansado, o descansado. Respeta mi libertad como el don más sagrado que me ha confiado.
Una persona me decía: “El respeto a la libertad individual es un arma muy poderosa de atracción y conversión. Mientras que las normas, los ritos, los corsés, siempre me han parecido límites y frenos”.
Me ha hecho libre, me quiere libre. Pero a veces me ato, me esclavizo en corsés. ¿Cómo puedo hacer para distinguir bien el límite? ¿Hasta dónde ha de llegar mi respeto? ¿Hasta dónde tiene que cambiar el otro para que yo lo siga respetando?
Tal vez prefiero pecar por exceso que por defecto en mi respeto a los demás. Ser más respetuoso que entrometido. Liberar más que esclavizar. Quiero observar la vida y esperar. No atarme a los moldes.
Pero, ¡cuánto me cuesta la espera paciente! A veces veo el rumbo que alguien sigue y me turbo. Y me asustan sus pasos en el bosque. Veo las posibles consecuencias de sus decisiones. Tal vez veo el bosque completo, o aplico mi experiencia pasada.
Y me da miedo no intervenir como un padre prudente ante la decisión errada de su hijo. Quiero detener el curso de los acontecimientos y evitar el desastre. No quiero que sufran los que yo amo. No quiero el escándalo de los que educo. No quiero el pecado del que guardo en mi alma.
Y vivo convencido de que yo sé lo que pasa cuando se hacen ciertas cosas. Y entonces no respeto y quiero intervenir. Otras veces quiero que una persona viva con intensidad lo que yo he tardado años en comprender. Y exijo lo que yo mismo a veces ni siquiera hago.
No respeto los tiempos, ni las formas. No sé educar como Dios me educa a mí, respetando con mucho amor mis errores y decisiones.
Muchas veces me gustan más los moldes que el respeto. También conmigo mismo. Cuando me impongo moldes a mi vida, por miedo a equivocarme. Porque el molde me da seguridad. Y el riesgo me asusta. Quiero el resultado inmediato antes que la espera paciente. En mi vida, en la de los otros.
El padre José Kentenich decía al hablar del respeto: “Respeto ante toda vida. Nunca debemos ahogar la vida. Sólo quien tenga respeto por el ser espiritual de los demás podrá significar algo para ellos. Tenemos que cuidarnos del verdadero enemigo mortal del respeto. Es el molde. Donde impera el molde tenemos la muerte de la originalidad, la muerte de la individualidad y del verdadero respeto”[1].
El amor y el respeto van unidos. Cuando falta el respeto, desaparece el amor. Cuando mi amor pasa la barrera del respeto y exige, y pide más de lo que el otro me puede dar, todo se rompe.
No puedo olvidarme del respeto ante la vida sagrada que se me confía. La de aquellos que me aman. La de aquellos a los que educo. La de aquellos a los que amo. Mi propia vida. El respeto ante lo que es diferente. El respeto ante las distintas formas de entender la vida. El respeto ante la originalidad de cada uno, sin caer en la tentación del molde. El respeto a aquellos que tienen posiciones diferentes en su forma de vivir.
¡Cuánto me cuesta detenerme y no imponer! Respetar los caminos diferentes y verlos como sagrados. Respetar distintas formas de hacer las cosas, sin molestarme por ello.
Yo siempre quiero que me respeten. Se lo exijo a Dios, se lo exijo a los hombres. Pero luego yo mismo dejo de respetar a otros cuando me conviene. Dejo de respetar cuando impongo, cuando no respeto los tiempos ni los procesos personales. Cuando sólo exijo resultados y no me pienso en lo que está viviendo el otro.
Miro a Dios y su respeto. Dios me mira así, con misericordia, y espera.
[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos