Amar desde la verdad y el divino arte de sacar algo de la nada
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Quiero empezar de nuevo a componer una melodía con mi vida en la que el amor sea la nota dominante. Con la música nueva o con la música de siempre. Repitiendo esquemas de antes o inventando unos nuevos. Quiero aprender a amar de verdad. Asumiendo mis límites y respetando los límites que tienen los otros. Con humildad. Desde lo que soy.
Y tratando de vencer siempre ese egoísmo mío que me hace vivir encerrado en lo que yo necesito, en lo que me hace falta, en lo que sería bueno para mi vida.
El que sólo piensa en sí mismo no sabe amar bien, es un egocéntrico. Pero también tiene que aprender a amar con madurez quien sólo sabe buscar el bien del otro. Tiene el peligro de quebrarse si no toma en serio su propia sed.
Una mujer me decía el otro día: “En ocasiones tengo la sensación de que no sé amar bien. Siempre pongo los intereses de mi marido por delante. Los de mis hijos. Los de los demás. Y no soy capaz de escuchar lo que yo necesito, lo que quiero, lo que a mí me hace falta. Tal vez tenga Dios que enseñarme a tomarme más en serio. Para que no llegue un momento en que me quiebre y ya no pueda seguir amando”.
Quiero escuchar lo que dice mi corazón. Quiero aprender a amar. Con generosidad, pero sin negarme. Pensar en mi bien, en mi felicidad, no es necesariamente un pecado de egoísmo. Los extremos no son buenos.
Dios me pide que sea generoso con mi vida, que arriesgue, que entregue. Pero desde lo que soy, desde mi vocación, desde el camino sagrado por el que Dios me llama. Quiero decirle que sí a Dios.
Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: “No tengáis miedo de decirle ‘sí’ con toda la fuerza del corazón, de responder con generosidad, de seguirlo. No os dejéis anestesiar el alma, sino aspirad a la meta del amor hermoso, que exige también renuncia, y un ‘no’ fuerte al doping del éxito a cualquier precio y a la droga de pensar sólo en sí mismo y en la propia comodidad”.
La santidad consiste en aprender a vivir descentrado. Y centrado en Jesús que conduce mi vida. Centrado en el que me necesita. Pero siempre desde mi verdad.
¿Qué me conviene elegir hoy? ¿En qué debo sacrificarme y en qué no es necesario que lo haga? Quiero aprender a decidir, a optar por el mejor camino, por la forma concreta de mi entrega.
Me toca encontrarme con muchas personas que no saben elegir. No son capaces de tomar decisiones. ¡Cuánto cuesta tomar decisiones! Decía el padre José Kentenich: “¡Cuántos hombres hay, aún en nuestras filas, que no toman ninguna decisión! Siempre encuentran una excusa para abstenerse de decisiones. Esperan y esperan. Quizás nos lleve una ola, pero tal vez no. El sí tiene un sentido extraordinariamente profundo. ¿Qué es el fatalismo? La cosmovisión de aquel que dice: – ¡Bueno, la cosas son así y punto! ¡Dolce far niente! Y de ese modo dejan que todo pase”[1].
Muchas personas no se deciden nunca y cuando lo hacen, vuelven de forma obsesiva a replantearse el camino trazado. Dudan una y otra vez. Y acaban por decidir no tomando decisiones. Dejan pasar las oportunidades en la vida, como temiendo cometer un error irreparable.
No decidir puede llevarme a no hacer nada. Dejo pasar la vida y no soy ni astuto ni sabio. ¿Dónde me encuentro yo? ¿Hacia dónde camino?
A veces vivo en la superficie de las cosas. No navego por la hondura de mi vida. No sé administrar mi propia vida. Lo que más me conviene. Lo que me hace falta. ¿Cómo podré ser responsable de otras vidas si no sé manejar la propia?
Quiero poseer esa madurez emocional que el corazón anhela. Le pido a Dios que me enseñe a administrar bien los talentos que me regala, mi tiempo, mi vida. Quiero sabiduría para invertir bien mi tiempo. Y mucha misericordia para acoger las vidas heridas que Dios me pide cuidar desde mi torpeza en medio del ajetreo del camino.
Lo miro a Él. Quiero saber elegir mi camino de santidad, lo que Dios ha pensado para mí. Lo que hará que mi vida sea plena. Con lo poco que tengo.
El otro día leía: “Hay otra expresión italiana maravillosa: l’arte d’arrangiarsi, el arte de sacar algo de la nada. La capacidad de convertir un puñado de ingredientes sencillos en un banquete o un puñado de amigos selectos en un fiestón. Para hacer esto lo importante no es ser rico, sino tener el talento de saber ser feliz»[2].
Quiero esa sabiduría para hacer algo muy grande a partir de algo muy sencillo. Inventar un plan maravilloso con los pocos mimbres que tengo a mi alcance. Con mi pobreza trazar un camino de felicidad. Con mis límites inventar una vida plena.
Con los fracasos y contratiempos levantar un trampolín que me haga subir más alto, hasta el cielo. Desde mi pequeñez mirar siempre la altura. Desde mi muerte ver nacer la vida. Es el arte de sacar algo de la nada. Es un arte divino.
Dios lo posee y me lo regala como don cada vez que me abro a su misericordia. Cada vez que lo suplico. Ojalá fuera capaz de sacar siempre algo de la nada. Algo de donde no hay. Y aprender a ser feliz en toda circunstancia. En la abundancia y en la escasez. Aceptando la realidad como una ventana abierta a la esperanza.
Aprender a vivir así es un don sagrado. Porque muchas veces necesito tantas cosas para hacer muy poco. Mucho tiempo para no lograr casi nada. Mucha inversión para quedarme con las manos vacías. Muchos talentos para dar poco al que necesita.
Sueño con sacar algo de la nada en todo lo que hago. Eso es lo que hace Dios con mi vida. Con mi pobreza enriquece a muchos. Con mi miseria da de comer a tantos. Con mi fragilidad sostiene a tantos hombres débiles. Son los milagros sencillos de la vida.
[1] José Kentenich, Niños ante Dios
[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama