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CINE Y VALORES El Doctor: Cuando la imperfección se deja amar

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Enrique Anrubia - publicado el 24/08/16
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Nada más cristiano que eso: el secreto no es lo que uno “hace” sino que uno se deje tocar

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“Hace tiempo puse mi brazo apartando [a los demás] y ahora no sé cómo quitarlo”, dice John Mackee, el protagonista de El doctor. La película no es de 10, pero es de 9,99. No se hace vieja, no cansa, y es un prodigio de historia y de actuaciones. Tiene pocas grandes frases para enmarcar, pero tiene miradas y gestos mucho más que fascinantes. Es realista, no es ponzoñosa ni sensiblera, tiene la medida justa y está basada en una experiencia real: “Un poco de mi propia medicina” del médico Edward Rosenbaum. Hay que verla sí o sí.

La historia es sencilla: John Mackee, un exitoso cirujano cardiovascular de San Francisco, lo tiene todo bajo control y todo lo controlado le va bien. En su trabajo es un lince, está casado con una inteligente, amable y bella mujer, y tiene un hijo que sin ser la mar de afectivo, es educado y responsable. Su casa, las afueras de San Francisco (esas colinas que ofrecen panorámicas), su coche Mercedes y su máquina de pin-ball.

En el trabajo dirige un equipo de operaciones con el que bromea constantemente y tiene éxito tras éxito. Operan poniendo música porque están tan seguros de sí mismos que son capaces de hacer chistes, de reírse de todo y de casi todos. “Cortamos (el cuerpo), reparamos y salimos”, llega a decir Mackee. Ser doctor es ser un mecánico de la biología, las personas son máquinas que hay que arreglar, eso es todo. Cualquier otra implicación es inútil.

Pero algo va a suceder. Le detectan cáncer de garganta. Y todo cambia. Se ha construido un mundo de papel y el viento que la enfermedad ha tirado abajo con la violencia y la invisibilidad del aire: de repente y sin aviso.

En la película hay un símbolo de lo que va a suceder en la vida de Mackee: la cocina de su casa. La van a reformar, y la han echado toda abajo. Va a ser un dolor de cabeza esa reforma, habrán discusiones, se va quedar una cocina nueva, pero habrá que ver qué tal queda. Básicamente, la vida de nuestro doctor.

Él no se tomaba nada en serio porque creía tener el poder de los dioses. A un paciente que ha salvado operándolo tras un intento de suicidio le llega a decir con sarcasmo: “¿Quieres saber lo que es duro de verdad? Intenta jugar al golf”. Es un pazguato. Tiene, en verdad, el poder plastificado de lo irreal, de quien se cree que “todo está en orden”.

Cuando llega a casa siempre le pregunta a su hijo “¿Qué tal estás?” y su hijo con mecánica repetición siempre contesta: “Bastante bien”. Y él, con absurda indiferencia, toma por muy buena su respuesta. Nadie pregunta ya de verdad “¿cómo estás?”, porque nos aburre oír la verdadera respuesta, o, en el caso de Mackee, porque su mundo es perfecto, ¿por qué estropearlo con lo que sienten de verdad los demás?

Lo mismo pasa con su mujer. Desde fuera se llevan bien, ríen y son gente reconocida y envidiada por los demás. Van a actos sociales, tienen dinero, deben haber hecho grandes viajes, grandes experiencias… pero tras el cáncer, todo queda al descubierto: que él se ha hecho un muro donde no deja entrar a nadie imperfecto, un territorio donde solo está permitido el éxito, la risa, el pasarlo bien, el estar a gusto, y donde todo lo demás ha de quedar fuera. Por eso, no es un mal tipo: solamente quiere lo mejor y ya está, es decir, “y ya está”. Su mujer le quiere, y él también la ama, solo que se han equivocado en el modo: querían pasarlo bien teniendo su propio éxito y lo demás se niega.

Por eso, la terrible noticia del cáncer, va a trastocar y poner sobre el tapete lo que han ido ocultando. “Sabes, le dice su mujer, todas la mañanas me levantaba y tenía esa extraña sensación. ¿Era hambre?, ¿estaba cansada?, ¿triste? Entonces me di cuenta que únicamente me sentía sola”.

Al principio, en el medio, y sólo hasta el final, nuestro doctor se va resistir a aceptar que su mundo se ha desmoronado: “¿qué estoy haciendo aquí como uno más del rebaño?”, se pregunta en una sala de espera de su propio hospital. Él no es uno más, es especial, o cree serlo. Es el gran cirujano, el que lo tiene todo o todo lo que él quería tener. Pero se equivoca. Es uno más, y es especial, pero no por sus grandes dotes, sino que la enfermedad le va a hacer especial.

Para entender esto, el camino se inicia en una escena brillante y demoledora (de gran, gran, gran cine) donde sube en un ascensor del hospital abarrotado de doctores, donde todo el mundo baja en un planta y él se queda solo porque va a otra, donde hay un largo pasillo camino a la radioterapia, y donde resuena una de trompeta como música de fondo.

Y ahí en la radioterapia, con los otros enfermos empezará el verdadero camino. También ahí va a intentar controlarlo todo, pero también va a ser imposible. Alguien le va a enseñar la verdad: June, otra paciente con un tumor cerebral avanzado irreversible. ¿Y cuál es esa verdad? Pues son dos caras de una misma realidad. Mackee, mientras está en la sala de espera de la radioterapia, le ha mentido a June diciéndole que ella tiene probabilidades de curación. June descubre la mentira. Y le dice lo que ella ha descubierto. Lo transcribo:

“Veo mi tumor como dándome una libertad que antes no me permitía: ser honesta y esperar lo mismo de los demás. Me muero, por favor, no malgastes mi tiempo”. No tiene rabia hacia él, tiene la certeza y la seguridad de su enfermedad. Es una persona libre, realmente libre. No malgastes mi tiempo… porque es un tesoro.

Pero ahora viene la segunda cara de esa verdad, que es más importante, más delicada y mucho más sutil. Porque una libertad sin dirección y sin criterio no sirve para nada. Ante un espíritu con esa libertad, se puede creer erróneamente que todo consiste en hacer algo lindo, en disfrutar del placer mientras se pueda, en hacer cosas, cosas bonitas y placenteras. Como si vivir fuese “el placer del momento, y si no lo tienes, créalo”. Pero ese es el mismo error: querer controlar la vida.

Volvemos a la sala de espera: uno de los pacientes ha fallecido. No ha acudido hoy a la radioterapia. Era una mujer mayor que estaba tejiendo un suéter para su nieta. Todos quedan conmocionados y mudos. Mackee también. Y le pregunta a June: ¿En qué piensas? Y June dice: “No lo sé…(silencio pensativo) que nunca he estado en Londres o Italia, que no he tenido hijos, que no he aprendido a comer con palillos, que tengo dos entradas en primera línea para ver la compañía de baile Indio-americana en unos meses… ¿sabes?, visten esos fantásticos trajes y… y yo… yo estoy aquí”.

Y entonces Mackee, que aún no entiende esa sutil verdad y que aún está aprendiendo, reservará espontánea e inmediatamente dos billetes de avión, alquilará un coche y comprará dos entradas para ver a la compañía de danza Indio-Americana allá donde estén, y así satisfacer el deseo de June. Está aún aprendiendo: cree que la verdad de la vida es controlar la realidad, satisfacer un deseo (por muy bonito y bueno que sea)… aún dentro de la enfermedad.

Y allá que se van. Mackee cree que “vivir el momento” es la verdad y toda la verdad y nada más que… bueno, y “nada más”. Y hay que lanzarse… pero en mitad de una carretera June le hará parar el coche. Con amabilidad, con paz interior.

Jack, le dice June, no es el concierto. No quiero perderme esto.

¿Qué es “esto”? Están en mitad del desierto, no hay nada, absolutamente nada. “Esto” es el verdadero sabor de la vida. Que su vida, la de ella, la de Mackee, la cualquier persona llena de imperfección, tiene un valor incalculable. Y que no hay que hacer nada placentero o especial para saborearlo. Sólo hay que tener la libertad de la honestidad. Y atreverse a creer que uno puede amar esa imperfección.

“¿Sabes que es lo que es especial para mí?, ¿verdaderamente especial? Esto. Ahora” Y se quita el pañuelo que lleva en la cabeza por la radioterapia, dejando ver su fea calva, y que es la escena más hermosa de la película. Ella es la belleza del momento, y le está enseñado que él es también la belleza y la verdad del momento. Cuando no necesitas nada “artificialmente hermoso”, todo se hace hermoso, todo, porque todo adquiere el color de lo gratuito, de la amabilidad generosa. Más allá incluso de lo sublime que pretendemos crear con nuestras fuerzas (como viajar a Italia o Londres). Y es entonces cuando todo adquiere una belleza más grande aún.

Mackee queda maravillado. “¿Rezas June?, ¿es eso lo que te mantiene entera?”. Es de tal poder y libertad que tiene que haber algo más grande que las propias fuerzas. Y June, con sonrisa dulce y amable le contesta: “Rezo. Medito. Como chocolate… bailo”. Porque el secreto no es lo que uno “hace” sino que uno se deje tocar. No es amar, sino primero dejarse amar por el mundo, este mundo imperfecto, lleno de placeres físicos o psicológicos, y conquistas más o menos grandes, que nosotros buscamos controlar.

Hay que dejarse amar por lo imperfecto para ser libre. Nada más cristiano que eso. Esa es la sutil segunda gran verdad.

Y entonces bailan.

La gente, tú, yo, él, ella, queremos ser amados cuando nos llegue la debilidad. Pero esto dice esta película: te sabrás dejar amar, cuando seas capaz de dejarte abrazar por la debilidad de los demás. Entonces serás más libre que antes y no necesitarás controlar la vida, sino que la vivirás intensamente, la tuya y la de quienes amas, tan enfermos e imperfectos como tú o yo. June lo ha dicho antes: la enfermedad me ha dado esta libertad.

Es de tal belleza que no puedo evitar repetirlo: el secreto no es amar lo imperfecto, es dejarse amar por lo imperfecto.

Una posdata: la película sigue, y no se ha destapado el final. Búsquenla y véanla… con alguien imperfecto a quien amen, pero sobre todo, con alguien imperfecto al que uno le deja que le ame.

 

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