Un cuento de hadas sensorial y luminoso sobre la necesidad de pararse, de contemplar y de amar de nuevo
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¿Cuánto hace que usted no mira el correr de las hormigas, las formas de las nubes, o las figuras de los pájaros al volar? ¿Cuánto que no ha intentado atrapar un rayo de luz? ¿Cuánto que dejó de querer contener la fuga de su vida? Esta cinta nos invita a parar y a saborear el gusto de todas estas maravillas (Le goût des merveilles, en original). Aunque bien, aquí se llama Pastel de pera con lavanda, como en Alemania, donde el título ha cosechado éxito.
Eric Besnard se pasa a director para comunicarnos su visión del cine: «conservar la mirada hacia la infancia, parar el tiempo». Y lo consigue con este auténtico cuento de hadas: nos para, nos hace mirar y empezamos a desear. Hay que volver a ser niños. Hemos crecido, tenemos responsabilidades, y quizá incluso creemos ser alguien; pero ¿hemos ganado en certeza sobre la bondad de la vida?
Este Pastel de pera con lavanda es de las películas que te deja buen sabor de boca. Está toda la calidez de los amaneceres y atardeceres del Mediodía mediterráneo, con los aromas dulces de un pastel recién horneado y el perfume de lavanda o fruta madura. Es esta una cinta sensitiva y sensorial, de texturas impresionistas, en la que palabra y forma son medios que contribuyen a engendrar un mundo armónico. En su forma, este cuento de Besnard es casi un cuadro de Monet, una especie de Amélie en la que colores y sensaciones tejen la trama. Contemplación y deseo. Deseo y contemplación.
Solo el imprevisto, si se acoge, puede provocar un cambio impredecible en nuestra vida. Corres en tu día a día, y de repente ocurre… Lo tomas o lo dejas. Louise Legrande (Virginie Efira) es bella y viuda, lleva la granja de su marido pero no consigue mantenerla a flote. De camino a casa, atropella a Pierre (Benjamin Lavernhe), un tipo realmente rarito. Pierre es honesto, no le desea mal a nadie y no le interesa el dinero; rarito, vaya. Con él, Louise vivirá lo cotidiano como una aventura, y redescubrirá la vida y el amor.
Pierre vive y trabaja en una librería de viejo. Es superdotado, un genio matemático que hackea satélites y páginas del gobierno; ve formas y colores en los números primos, y recita los decimales del número pi, con el cual se identifica. Es extremadamente sensible; percibe las cosas de un modo distinto, casi a cámara lenta, como un niño. Es alguien distinto a ese mundo que anda por ahí fuera. Es autista y está aquejado del síndrome de Asperger; todo un mundo de especialistas ha decidido que debe ser distinto.
Esta es una tragicomedia típicamente francesa, llena de tópicos. Los tópicos molan; son un lugar donde asirse y rescatarse de las enfermedades del día a día. Encontraremos aquí el locus amoenus, un retorno al Edén o al paraíso perdido. Toda la atención al bucolismo y al mundo rural es un modo de luchar contra esos muros de cinismo, protección y doblez en la que vive el mundo adulto.
Louise representa la belleza cálida de lo mediterráneo que ha sido agotado por los esfuerzos del dinero y de las prisas. Louise es frágil y vive sin esa fuerza que la mantenía a flote. Toda su lucha no es más que un intento irónico de salvar algo con el propio esfuerzo. Todos somos Louise Legrande. Problemas profesionales, económicos, familiares. Pero la lógica de lo distinto llega de improviso en su vida y le recuerda lo que es esencial en la vida. Nos lo recuerda a todos.
Cine amable, francés, con cierta falta de ritmo y de profundidad. Toda la imagen de la campiña provenzal y el argumento previsible e infantil es un poco naíf o cursi; cierto. La historia suena a déjà vu (Bajo el sol de la Toscana, Una mente maravillosa; o La oportunidad de mi vida, y Un hombre de altura con Virginie Efira), y la excelente interpretación de Lavernhe, procedente de la Comédie-Française, es en algunos momentos un poco histriónica. Cierto.
Pero también estamos ante una película buena y agradable. De vez en cuando hay que explicarse un cuento. Decía Chesterton que el cuento de hadas satisface el ansia de verdad del ser humano. Demos espacio, pues, a los relatos que nos transportan ni que sea por un momento a esa exigencia esencial que nuestro corazón anhela: a la verdad, a la belleza; a la bondad, a la justica. En suma, a la felicidad.