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El origen de los signos de puntuación: una historia que va de Alejandría a Sevilla

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Daniel Esparza - publicado el 18/07/16
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Desde la “scriptio continua” hasta las Etimologías de San Isidoro, los puntos y comas hicieron un largo y lento recorrido

En los primeros sistemas políticos parlamentarios-asambleísticos de Grecia y Roma, la mejor arma de la que podía disponer un político sin poder militar era un discurso convincente.

Sin embargo, hacerse de un buen discurso era entonces tanto o más difícil que hoy día: leer directamente un texto en la asamblea, en el ágora o en el senado acarreaba una serie de molestias anexas.

La scriptio continua (esto es, la redacción de textos carentes de signos de puntuación) exigía al orador conocer el texto con anterioridad, con el fin de conocer su contenido y poder resaltar lo más importante.

En el siglo III antes de Cristo, Aristófanes, el bibliotecario encargado de la Biblioteca de Alejandría, procuró codificar su sugerencia de anotaciones en los textos para modificar las entonaciones e introducir pausas en el texto al ser leído en público.

Aristófanes introdujo un punto arriba, en medio o debajo de cada línea (comma, colon y periodus) que ayudarían a cambiar la tonalidad de la lectura, dependiendo de la colocación del signo.

La codificación de Aristófanes, sin embargo, cayó en cierto desuso debido a la preferencia romana de dar discursos, digamos, “en vivo”, en lugar de leer un texto en presencia de una audiencia.

Digamos, en su favor, que los debates en el senado exigían esta capacidad de respuesta inmediata (como aún hoy sucede en nuestros Parlamentos).

Los escribas y copistas cristianos, sin embargo, llevaron el arte de la escritura al siguiente nivel, no sólo decorando los textos con elaborados motivos procedentes de distintas tradiciones iconográficas, sino también procurando salvaguardar celosamente el significado original del texto copiado. Para ello, era preciso puntuar los textos.

En el siglo VI, san Isidoro de Sevilla no sólo retomó el sistema creado por Aristófanes, sino que además lo amplió recopilando y codificando otros tantos usos, y dotándolo además de una serie de signos adicionales encargados de indicar la duración de la pausa.

El punto bajo era un pausa breve, el punto medio daba lugar a una pausa media y el punto alto a una pausa larga. El punto bajo de Isidoro es hoy nuestra coma, y el punto alto es nuestro punto final.

Por su parte, la separación espacial de palabras fue estandarizada en la tradición monástica de los copistas irlandeses, y las letras minúsculas hicieron su reaparición cuando Carlomagno procuró la unificación del alfabeto, con miras a reforzar la naciente educación universitaria producto de la apertura de las escuelas monásticas.

Con el tiempo, a medida que iban siendo necesarios, otros signos de puntuación fueron paulatinamente añadidos.

Es el caso del punto y coma (punctus versus), tomado prestado de las partituras tetragramáticas del canto gregoriano; el punctus elevatus, correspondiente a  los dos puntos actuales y el punctus interrogativus,  antecedente de nuestro signo de interrogación.

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