No me creo con fuerzas para cambiar mi mundo y me aísloDa miedo que penetren en nuestra comodidad. Pero el único camino es dar la vida. Si guardo mi vida la pierdo. Si me reservo me estanco y me pudro. Si no me doy con generosidad mi vida no vale para nada.
Tengo tanto tiempo por delante, o más bien poco. No lo sé. ¿Qué hago con mi vida? ¿La entrego o la guardo? El egoísmo. Siempre mi tendencia a guardar mis cosas. Para que no quieran entrar a molestarme. Incluso mi relación con Dios puede convertirse en una búsqueda de mí mismo.
Decía san Francisco de Sales: “Busquemos al Dios de las consolaciones y no las consolaciones de Dios”. En un afán por estar yo bien busco que Dios me consuele, me dé paz, me cuide, esté conmigo. Yo bien, a gusto, con Él, en paz. ¿Y mi misión? Me guardo, me escondo.
Decía el padre José Kentenich hablando de los consagrados: “Nosotros, hombres religiosos, ¿no estamos acaso expuestos al peligro de sucumbir en cualquier momento a un refinado egoísmo? Quizás no haya personas tan egoístas como las religiosas. ¿Por qué abandonamos la inseguridad del mundo? Para hallar la seguridad en el convento”[1].
Podemos buscar a Dios para que nos dé seguridad, para que nos cuide porque somos tan valiosos. Pero no damos nuestra vida. Añade el Padre Kentenich: “Debemos aprender a girar como niños en torno del Padre; no esperemos que Él sea quien gire en torno de nosotros”[2].
A veces puedo correr el riesgo de esperar que Dios gire en torno a mí. Quiero que me mire, me cuide, me sostenga. Quiero que esté conmigo y no me deje solo.
Pero yo no acompaño a nadie para que no esté solo, yo no me preocupo de los que sufren, no altero mis intereses y deseos porque yo tengo que ser feliz. Caiga quien caiga. Sin importar a costa de quien.
Jesús me pide que me niegue a mí mismo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo”. No es lo que yo quiero. No quiero negarme a mí mismo. Es antinatural. Va contra el deseo más propio de mi corazón. No quiero. Me resisto.
Estamos empeñados en formarnos para ser competitivos, para triunfar. Queremos aprender muchos idiomas para ser valorados en el mundo laboral. Buscamos conquistar muchos títulos para lograr los mejores puestos. Negarnos a nosotros mismos no es el camino.
A veces nos preocupa demasiado formarnos bien para que otros puedan seguirnos, admirarnos, maravillarse ante lo que valemos. ¿Cómo llegar a negarnos? ¿Es eso lo que quiere Jesús? ¿Quiere que dejemos de ser quienes somos? No es eso.
Jesús me conoce y me quiere como soy. Pero no quiere que caiga en el egoísmo, en la comodidad. Claro que quiere que conozca mi esencia, mi verdad más profunda. Pero yo a veces no sé quién soy. Y no soy capaz de comprometer mi vida por amor a nadie. No me creo con fuerzas para cambiar mi mundo y me aíslo. Pienso que yo solo no puedo hacer más que lo que hago. Y es poco.
El otro día leía: “Dios no espera que ningún hombre cambie el mundo él solo, que acabe con todos los males o cure todas las enfermedades. Lo que sí espera de él es que actúe como Él quiere que lo haga en las circunstancias dispuestas por su voluntad”[3].
Él sabe que yo solo no puedo y no me lo exige. Sabe que no soy capaz de cambiar las cosas yo solo. Sólo me pide que acepte su voluntad. Pero yo me empeño en aislarme, en caminar solo.
Tal vez me da miedo perderme en la masa. Dejar de existir confundido entre miles de granos de arena, de gotas de agua. Quiero conservar mi originalidad. Y me olvido de que sólo en comunión con otros soy capaz de cambiar mi mundo. Construir una sociedad de hermanos.
Un mundo solidario con el que menos tiene, con el que más sufre. Un mundo nuevo en el que cada uno pueda aportar lo suyo sin importar el reconocimiento de los demás. Un mundo nuevo en el que cada uno no vaya a lo suyo, sino que todos aporten lo propio al bien común, al sueño tejido en el silencio.
Para hacerlo posible tengo que negarme a mí mismo, a mi egoísmo, a mi vanidad.
Pero creo que hoy no formamos a las personas para darse, para partirse por amor a los demás. Las formamos para que hagan su camino, para que ganen su lugar.
Una persona ya hecha me comentaba acerca de un joven: “Este va a salir muy bien solo en esta vida”. Parece muy atractivo el plan. Educar en la autonomía. Que cada uno sepa salir solo adelante sin necesitar la ayuda de nadie.
La autonomía siempre es buena. Es importante ser autónomos y no totalmente dependientes de otras personas. Autónomos para decidir, para optar en la vida, sin que tengan que decirme continuamente qué pasos tengo que dar.
Pero el ideal de mi vida no es la autonomía más radical. El ideal cristiano es desaparecer en el amor a muchos. Morir como una semilla para poder dar fruto. Negarme a mí mismo y desaparecer. Renunciar a mis intereses y egoísmos para que muchos puedan vivir.
La búsqueda enfermiza de la soledad, del individualismo, de mi camino, de mi paz, puede convertirme en un ser egoísta centrado en mis propios deseos y proyectos.
Yo no quiero vivir así. En el fondo no deseo esa paz egoísta en la que me encuentro seguro y protegido. No es ese el Jesús que vive en mi corazón, el Jesús al que sigo.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros