La vida es un camino: sobre esto concuerdan todas las formas auténticas de espiritualidad. En el Cristianismo, los escritos de los santos aluden a menudo a este tema; baste pensar en el Camino de perfección, de Santa Teresa de Ávila, o en la Subida al Monte Carmelo, de San Juan de la Cruz. En ambientes judíos, es conocido el libro de Martin Buber, El camino del hombre.
Aquí un posible recorrido en cinco etapas.
1) Identificar los propios puntos débiles
Cada uno de nosotros tiene un defecto, un pecado que impide el crecimiento de la personalidad. En las tradiciones espirituales cristianas existen listas con ligeras diferencias entre Occidente y Oriente: respectivamente, los siete vicios capitales y los ocho pensamientos malos. Meditando y rezando sobre ellos, encontraremos lo que nos impide amar.
2) Ponerlo ante la mirada de Jesús
El segundo paso es darnos cuenta de que, mientras miremos la debilidad con nuestros ojos, seguimos siendo prisioneros de ella. La solución es presentarla a Cristo, a su mirada de amor, medicina eficaz para todas las heridas de la humanidad. Su poder de curación es ilimitado: no somos los primeros en ser liberados de taras tan pesadas.
3) Dejarse guiar por la propia voluntad a la de Jesús
La curación lleva en sí una energía buena, reactiva nuestra voluntad, corrompida por la costumbre al vicio: es el momento de adherirse al impulso del bien que surge de Jesús, aceptar sus objetivos, permitirle que nos guíe en todo: seremos inspirados por su Espíritu, por la perspectiva sorprendente del Evangelio.
4) Encarnar sus actitudes hacia los demás
El amor de Jesús es concreto, se traduce en actitudes constructivas: la capacidad de alentar, la falta de juicio, la tendencia a compartir, el deseo del perdón. De esto brota un estilo en el que caen los muros, se disuelven sospechas y prejuicios, realizando la imagen del buen samaritano, recogida en la expresión decisiva: “se le hizo cercano”.
5) Dejar que todo esto se convierte en carne y sangre de la vida nueva
Es necesario, finalmente, volver bajo la mirada de Jesús, dejar que sea Él el que consolide la actitud del corazón, en trasformarnos en personas que ya no caen en la espiral del yo sometido por el pecado. Se perfila así la vida en Cristo, el descubrimiento de nuestra vocación real.