¿Has aprendido a sufrir?He decidido no enfadarme con las injusticias de la vida. Ni con la mala suerte. Ni con el mal reparto de las alegrías, de los éxitos, de los logros.
A veces ni siquiera los deportes, que son juegos de azar, logran aliviar la pena. Así es en la vida. No siempre las cosas salen como uno quiere. No siempre los sueños se hacen realidad.
Y pienso entonces que muchas veces la mirada positiva sobre la vida no alivia la pena. Tantas veces lo he oído: “Tienes que pensar en positivo, tienes que mirar el lado bueno de las cosas. Si no crees de verdad, no consigues nunca lo que quieres”. Creo que hasta yo mismo lo he dicho muchas veces.
Pensar en positivo siempre, pase lo que pase. Parece un buen consejo. Pero, ¿qué ocurre si creyendo más que nadie no sucede lo que espero? ¿Cómo ser positivo entonces cuando las cosas no salen como quiero?
¿Cómo pensar que es real el sueño que nunca se realiza? ¿Cómo seguir creyendo después de la derrota, de la muerte, del fracaso, del último adiós? Es como un mantra repetido una y otra vez para calmar la pena. Para tratar de ver las estrellas en medio de la noche. “¡Sé positivo! ¡Sé positivo!”.
El corazón quiere recuperar la alegría perdida, la esperanza muerta. Pero, ¿cómo aliviar a aquel al que nada le resulta como quiere? ¿Cómo dar ánimos a esa persona que lo ha perdido todo en la batalla de la vida? De forma injusta y cruel.
El pensar positivo llega sólo hasta un punto. Más allá no me sirve. Más allá de ese punto en el que dudo y dejo de ver lo positivo, está Jesús escondido.
Está Dios en el silencio de la noche, en la oscuridad de mi camino. Corre a mi mismo ritmo. Con mi misma pena. Con su mano en la mía. Con sus pies en los míos. Guarda silencio a mi lado. No se va nunca.
Y en medio de mi dolor, deja que fluya la pena. Y su amor calma mi herida, poco a poco, noche a noche, sin prisas. No pone diques a ese río que brota de mi alma inundando la vida de lágrimas.
¡Cuánto bien hace llorar sin consuelo! Dejar que corran las aguas que alivian un poco ese espacio interior de pena honda. Y siento entonces que las lágrimas son un calmante mejor que los consejos.
No quiero calmar a nadie con palabras sensatas, con miradas positivas. Ni quiero gritarle cuando se aleja, con pasión enfermiza: “¡Sé positivo! ¡Sé positivo!”.
No quiero curar la pena ni borrando el pasado, ni buscando razones para sonreír en lugar de llorar en ese instante por lo que no tiene remedio, por lo que no ha sido posible. Por aquello que no funciona.
Y sé que entonces Dios, por los agujeros del alma, va a sanar las heridas muy lentamente. Y entonces pienso como esa persona que rezaba: “Yo prefiero últimamente las imágenes de Cristo resucitado porque me dan fuerzas para seguir adelante y no quedarme en el sufrimiento. El dolor y el sufrimiento me han ayudado a profundizar como persona, ser más humilde y compasiva con los demás. Y a romper mis máscaras. Pero llega un momento en que el sufrimiento ya no tiene sentido y necesitas ir más allá”.
El dolor y el sufrimiento son partes del camino. Me hacen más pequeño. Más consciente de todo lo que vale la vida. Y miro a Dios cuando estoy agotado. Cansado de correr. Cansado de haberlo dado todo.
En la película Inquebrantable dice el protagonista: “La gran lección de mi vida es la perseverancia. Nunca rendirse. Es lo que me dijo mi hermano una vez: ¿No merece la pena un minuto de sufrimiento a cambio de toda una vida de gloria? No dejes nunca que nadie te quite tu dignidad. El que lucha sin descanso, triunfa”[1].
Si trabajo, si me esfuerzo, en realidad siempre triunfo. Tal vez no de la forma como querría. A lo mejor no como el mundo me dice que se triunfa. Sin copar las portadas de la prensa. Sin que nadie lo sepa.
Pero lo sé, el trabajo serio y sincero, el esfuerzo constante y la renuncia, me forman para la vida, me hacen triunfar como persona. Madurar, ser mejor, más humano, más capaz de amar desde mi propia pobreza.
Para triunfar de verdad en la batalla de la vida es necesario entregarlo todo. Una entrega sincera y silenciosa. Luchar y darlo todo. Sin esperar siempre el premio soñado. Sin querer el reconocimiento y el agradecimiento de los que ven mi vida.
Saber sufrir es saber vivir. Necesito aprender a sufrir. A veces pienso que este mundo forma hombres débiles, frágiles, sin fuerza interior. Hombres que se derrumban ante la primera contrariedad en el camino. Se encuentran con un obstáculo y se hunden. Dejan de creer. No se levantan en medio de la derrota.
Creo que estamos llamados a formar hombres fuertes. Hombres nuevos capaces de creer y levantarse siempre de nuevo. Que no busquen el éxito fácil. Que hagan un trabajo humilde y fiel, perseverando en las dificultades. Aunque no tengan éxito. Aunque fracasen tantas veces. Hombres que vuelvan a confiar y se esfuercen de nuevo cada mañana.
[1] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in