Caminar solo o acompañado, ¿cuál es la diferencia?
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Todos tenemos nuestra forma de ser, de amar, de entregar la vida. Cada uno tiene su camino y su originalidad. Su carisma. Dios nos une en la diversidad. Dios nos atrae siendo diferentes. Nos une en un camino común.
Entonces somos capaces de escuchar y comprender. Desaparecen las barreras. Se rompen las distancias. Todo es posible porque miramos y escuchamos con el corazón.
Oír y escuchar no es lo mismo. Al oír sólo percibimos sonidos. Al escuchar prestamos atención, nos concentramos y pensamos. El oír es un acto involuntario, mientras que el escuchar es un acto intencionado.
Muchas veces sólo oigo palabras. Otras veces las escucho, presto atención, pongo el corazón. Necesito escuchar con el corazón para comprender de verdad al otro.
Pero no siempre entiendo. Me habla en lenguaje diferente al mío. Utiliza otras palabras, otros gestos. Me dice que me quiere a su manera y yo no entiendo esa manera. Estoy acostumbrado a otras formas.
La unidad sólo es posible en el Espíritu. Comprender sin palabras. Unirme sin necesidad de hablar. En el misterioso intercambio del silencio. En ese abrazo que dice más que mil palabras. Quiero comprender siempre así al otro, al que va conmigo.
En la vida puedo optar entre caminar solo o caminar acompañado, con otros, dejándome hacer por el camino, dejándome enriquecer por las diferencias. La comunidad fortalece el alma. Me forma. Me hace una parte más de una comunidad en la que tengo un valor propio.
No pierdo mi originalidad. Soy yo mismo. Comprendo y me comprenden. La comunión no se logra renunciando a mi esencia. Sino siendo aceptado como soy en una comunidad nueva.
El papa Francisco decía: “El Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad. Y esto lo hacemos con la oración”.
Hace falta mucha oración y mucha presencia del Espíritu para que surja una comunidad nueva. Una nueva forma de vivir en comunidad. Una comunidad en la que cada uno encuentre su lugar sin renunciar a su forma de ser, a su carácter, a su valor. Una comunidad basada en el respeto, en la comprensión mutua, en el amor a la verdad, en la misericordia, en la aceptación.
¿Cómo es la comunidad en la que vivo? ¿Cómo es la comunión que estoy forjando?
La comunidad que sueño se construye sobre los dones de la paz y del perdón. El Espíritu trae la paz a los que ama. Se acaban las tensiones que brotan de las rivalidades. No nos regala una paz de cementerio. Nos da una paz fecunda que permite construir lazos profundos y verdaderos. No se ve en el otro un enemigo sino alguien que me enriquece con sus diferencias.
Es una comunidad en la que se impone el perdón. Sin perdón no hay verdadera comunidad y no hay paz profunda.
Decía Tim Guenard: “No comprendo a la gente que insiste en lo malo. Si no hay perdón en tu vida, hay veneno”. Si no soy capaz de perdonar, de aceptar al que me ha herido, de hacer las paces con el que me ha hecho daño, no puede haber una verdadera comunión.
Decía Nelson Mandela cuando le preguntaban cómo había logrado perdonar: “El perdón libera el alma, hace desaparecer el miedo. Por eso el perdón es un arma tan potente. Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero”.
El perdón me libera, me saca de la cárcel del odio y del rencor. El amor se construye sobre la base del perdón.
Dice el papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona”.
El perdón facilita que a mi alrededor reine una paz profunda, una paz verdadera. El perdón de las ofensas. El perdón de lo que no me gusta de los demás.
Quiero pedir esos dones al Espíritu Santo. La paz y el perdón. Que me enseñe a perdonar. Que me ayude a sembrar paz. Que pueda ser un pacificador con mi vida. Y ello es posible si yo tengo paz, si dejo de vivir con miedo, si confío más en Dios.
El otro día leía: “Aprendí que, si quería conservar mi paz y mi alegría interiores, debía recurrir constantemente a la oración, a una humildad que me permitiera darme cuenta de lo poco que importaban mis esfuerzos y de lo mucho que dependía de la gracia de Dios incluso en la oración y para mi propia fe”[1].
Dios me puede dar la paz que no poseo. Me puede hacer pacificador de aquellos que viven en guerra, divididos. Me puede llevar a sembrar paz en medio del odio.
El Espíritu Santo puede obrar en mí milagros. Si le dejo. Si me abro. Si creo de verdad en su presencia. Si me hago dócil como un niño a sus más leves deseos. Si permito que su fuego queme mis impurezas, mis miedos y mis odios. Si dejo que el rencor desaparezca en la fuerza de su amor. Si me dejo hacer siempre de nuevo para que reine en mí su paz.
[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros