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Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/05/16
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Quiero pasar por la vida amando en el lugar donde me toca amar

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Creo que la tarea más difícil que tenemos en nuestra vida es la de superar los pequeños fracasos diarios del camino. La derrota y la ausencia, la pérdida y la muerte, la enfermedad y el sufrimiento. El dolor, la renuncia. La pérdida de la fama, el olvido.

Una mujer avanzada en sabiduría le dijo a su hijo cuando este sufrió un fracaso en su vida: No te preocupes, a todos les llega algún día el descrédito. No hay que temerlo. Sólo hay que enfrentarlo mirando más allá de nuestros temores”. Me pareció muy acertado. Una mirada sabia sobre la vida.

Pero a veces perdemos tanto tiempo queriendo quedar bien, ser aplaudidos y encontrar éxito. Mendigamos aplausos. Buscamos la confirmación de que lo que hacemos está bien. Y mientras tanto, sufrimos.

A veces miro a los lados. Miro a los que avanzan y prosperan. A los que fracasan y se quedan atrás. Miro hacia delante, miro hacia atrás. A los que logran el puesto que yo deseo. A los que pierden la fama mientras yo la conservo. Miro siempre, observo. Al que está más lejos. Al que está más cerca.

Y me confronto con mi propia vida. Para saber si estoy bien o mal. Si necesito un cambio o no es tan necesario. Y calculo la distancia que me falta hasta el cielo. Y planeo una vida feliz más allá de la que tengo.

Quiero enfrentar mi presente con la misma alegría del comienzo. Cuando todo tenía más luz, al menos eso recuerdo. Los ojos ingenuos de los niños. Cuando el alma aún no había sido herida, o sólo un poco.

Una persona me dijo un día: Lo importante en la vida es encontrar tu lugar en el que amar”. Pero no el lugar ideal, no el lugar perfecto. No ese lugar que no tengo. Sino simplemente mi lugar, sin comparaciones. Mi lugar pobre y limitado. Mi lugar en el que tal vez no tengo tantas pretensiones.

La vida es muy larga y las cosas cambian con el tiempo. Lo que hoy me obsesiona tal vez más tarde no me interese. Lo que hoy me agobia puede dejar luego de ser tan importante. Por eso recorro el camino sin pensar tanto en los futuros inciertos. Sin querer retener la juventud de los momentos pasados.

¡Cuántas personas se aferran a su imagen ya no tan juvenil queriendo retener una edad ya pasada! ¡Cuántas veces contamos nuestros éxitos pasados una y otra vez para no olvidar que hemos sido importantes!

No lo sé. No quiero aferrarme a lo que me da seguridad. No quiero quedarme prendido en ese intento banal por ser alguien. Por tener un nombre. Por dejar recuerdos. Quiero pasar por la vida amando en el lugar donde me toca amar. A mi manera. A la manera de Jesús, eso es lo que quiero. Es la importante.

Quiero abrazar mi vida y sostenerla en los momentos en los que a mi alrededor me quede solo. En esos momentos de olvido y rechazo que a todos nos llegan. Tal vez entonces necesitaré sólo a aquellos que me amen sin condiciones. Es el amor importante.

Todos necesitamos encontrar personas en la vida que nos amen incondicionalmente. Es el amor que nos sostiene en los fracasos. Sé que Jesús me ama así. Sin condiciones.

Sé que sólo Él me levanta cuando caigo, está a mi vera cuando me quedo solo. Me habla cuando no escucho. Me sonríe cuando estoy triste. Me alienta cuando me desacreditan. Me sostiene cuando tiemblo. Jesús me hace creer que mi vida es maravillosa y merece la pena seguir viviéndola. Me hace pensar que ha puesto en mí un tesoro incomparable que sólo yo conozco.

Pocas personas me amarán así recordándome siempre cuánto valgo. Habrá otros que en mis éxitos buscarán mi cariño y en mis fracasos se alejarán de mi camino. Ya no seré tan valioso a sus ojos. Ya no seré importante para ellos.

¡Cuánto necesito que me amen incondicionalmente! Y yo quiero amar así siempre. No sé si lo consigo. No sé si siempre enaltezco y alabo.

Decía el padre José Kentenich: Si yo repito en mis charlas la misma cosa: – No eres capaz de nada, pero Dios hizo algo decente de ti; esto generará la ausencia de alegría en mi relación con Dios y, por lo tanto, voy a sentirme impulsado a buscar la alegría en otro lugar”[1].

¡Qué importante es entonces que alguien me recuerde cuánto valgo, todo lo que puedo lograr si creo en mí! ¡Y cuánto vale que yo se lo recuerde a otros! Para no buscar la alegría en otros lugares donde no se encuentra.

Quiero decirles a los demás lo que hacen bien. Y no sólo lo que no hacen, o lo que hacen mal. Para que sigan luchando y aspirando a lo más alto.

Añadía el Padre Kentenich: Con el tiempo se despertará en mi alma tal sentimiento de parálisis, que el impulso hacia Dios, el trabajo para Dios se volverá tibio. Nosotros ya somos demasiado bombardeados por acontecimientos humillantes. ¿Por qué fomentarlos aún más?[2].

Juzgar y condenar es lo más fácil. Enaltecer y alabar exige una cierta madurez y altura en el alma. No siempre existe. Soy consciente de ello. Quiero enaltecer, quiero animar a amar más, a luchar más.

[1] J. Kentenich, Alegría sacerdotal,1935

[2] J. Kentenich, Alegría sacerdotal,1935

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