Conoce la historia de Stojan Adasevic, el médico de la antigua Yugoslavia que, después de realizar más de 50 mil abortos, descubrió la verdad sobre lo que hacíaEl serbio Stojan Adasevic jamás olvidará el día en que, aún como joven estudiante de medicina, estaba organizando algunos archivos en la sala de los médicos, y algunos ginecólogos entraron a la sala.
Sin prestar atención al estudiante agachado tras una pila de papeles en el rincón de la habitación, comenzaron a contar historias de su práctica médica.
El doctor Rado Ignatovic recordó a una paciente que lo había buscado para un aborto, y el procedimiento falló porque el médico no había sido capaz de alinear el cuello del útero.
Mientras los médicos continuaron discutiendo la historia de la mujer, Stojan, que estaba escuchando, repentinamente se tensionó.
Se dio cuenta que la mujer sobre la que estaban discutiendo, una antigua dentista que trabajaba en una clínica cercana, era nada menos que su madre.
“Ella ya murió –dijo uno de los médicos-, pero yo me pregunto qué sucedió con el hijo no deseado”.
Stojan no pudo resistir. “¡Yo soy ese niño!”, dijo él, levantándose. El silencio se apoderó de la sala. Segundos después, los médicos comenzaron a retirarse.
Durante muchos años, el doctor Adasevic se acordó varias veces de ese evento. Le quedaba perfectamente claro el hecho de que debía su vida a un aborto fallido. Él, por su parte, jamás cometería ese error. Muchas mujeres eran enviadas a él por la dificultad de alinear el cuello del útero.
Ese nunca fue un problema para Stojan. Él se volvió el mayor abortista de Belgrado y, en poco tiempo, superó a su maestro en la profesión, el Dr. Ignatovic, a cuya incompetencia le debía su vida.
“El secreto está en acostumbrar la mano a través de procedimientos frecuentes”, decía él, citando el proverbio alemán, Übung macht Meister, es decir, la práctica hace al maestro.
Fiel a esa máxima, él realizó de 20 a 30 abortos al día. Su récord fue 35 abortos en un solo día. A día de hoy, ha perdido la cuenta de la cantidad de abortos que realizó en sus 26 años de práctica.
Él calcula que entre 48 y 62 mil abortos.
Durante años estuvo convencido de que el aborto –como se enseñaba en las facultades y libros de medicina– era un procedimiento quirúrgico no muy distinto a la extirpación del apéndice.
La única diferencia estaba en el órgano a extirpar: un pedazo de intestino en un caso, un tejido embrionario en el otro.
Las dudas comenzaron a surgir sólo en los años 80, cuando la tecnología del ultrasonido llegó a los hospitales de la antigua Yugoslavia.
Fue entonces cuando Adasevic vio por primera vez en el monitor del ultrasonido lo que hasta ese momento era invisible para él: el interior del vientre de una mujer, un bebé vivo, chupándose el dedo, moviendo sus bracitos y piernitas.
Con relativa frecuencia, fragmentos de aquellos niños luego estarían sobre la mesa que quedaba a su lado.
“Yo veía sin ver –recuerda hoy-, pero todo cambió cuando comenzaron los sueños”.
Los sueños de Adasevic
Los sueños, en realidad, eran versiones diferentes de una sola escena, que lo atormentaba cada noche, día tras día, semana tras semana, mes tras mes.
Él soñaba que estaba paseando en un campo soleado, con bellas flores creciendo alrededor, y con el ambiente lleno de mariposas coloridas. Aunque parecía todo muy agradable, una sensación de ansiedad lo oprimía.
Repentinamente, el campo se llenaba de niños riendo, corriendo y jugando a la pelota. La edad de ellos variaba entre los tres o cuatro hasta alrededor de los veinte años. Todos eran increíblemente bellos.
Un niño en particular, y dos niñas, le parecían extrañamente familiares, pero él no lograba recordar dónde los había visto.
Cuando intentaba hablar con ellos, salían corriendo aterrados, gritando. Todo el cuadro estaba presidido por un hombre vestido de hábito negro que asistía atentamente a todo, en silencio.
Todas las noches Adasevic despertaba aterrado y quedaba despierto hasta la mañana. Las pastillas y medicinas de hierbas medicinales eran inútiles.
Una noche, se quedó perturbado durante el sueño y comenzó a perseguir a los niños, que huían. Agarró a uno de ellos, pero el niño lloraba de miedo: “¡Socorro! ¡Asesino! ¡Sálvenme del asesino!”.
En ese momento, el hombre vestido de negro se transformó en una águila, se acercó y le quitó al niño de sus manos.
El médico se despertó con el corazón latiendo como un martillo en sus costillas. El cuarto estaba frío, pero él estaba caliente y cubierto de sudor. A la mañana siguiente, decidió buscar a un psiquiatra. Como no había espacio disponible de inmediato, reservó una cita.
La noche de ese mismo día, sin embargo, decidió que pediría al hombre de sus sueños que se identificara. Fue lo que hizo. El extraño le dijo: “Aunque te lo dijera, mi nombre no significaría nada para ti”. Como el médico insistió, el hombre finalmente respondió: “Me llamo Tomás de Aquino”.
De hecho, el nombre no significaba nada para Adasevic. Era la primera vez que él lo oía. El hombre de negro continuó:
– ¿Por qué no preguntas quiénes son los niños? ¿No los reconoces?
Cuando el médico dijo que no, él respondió:
– Mentira. Tú los conoces muy bien. Estos son los niños que mataste mientras realizabas abortos.
– ¿Cómo es posible? –contestó él– Esos son niños grandes. Yo nunca maté niños ya nacidos. Yo nunca maté a un chico de veinte años.
Tomás contestó:
– Tú lo mataste hace veinte años –respondió el monje-, cuando él tenía tres meses de vida.
Fue entonces cuando Adasevic reconoció los rasgos del chico de veinte años y de las dos niñas.
Ellas se parecían a personas de su círculo cercano, personas a quienes les había realizado abortos a lo largo de los años. El chico se parecía a un amigo cercano de Adasevic. Stojan había realizado un aborto a su mujer hacía veinte años. En las dos niñas el médico reconoció a sus madres, una de las cuales resultó ser su sobrina.
Después de despertar, decidió nunca más practicar un aborto en su vida.
“Sujeté un corazón latiendo en mi mano”
Esa mañana en el hospital lo estaba esperando un sobrino suyo, acompañado de su novia. Ellos habían agendado un aborto con él.
Embarazada de cuatro meses, la mujer estaba lista para deshacerse de su noveno hijo consecutivo.
Adasevic se rehusó, pero su sobrino lo presionó tanto que él cedió, pero aquella sería, de hecho, la última vez.
En el monitor del ultrasonido él veía claramente al niño chupándose su dedo. Al abrir el útero, él introdujo los fórceps, aseguró algo y jaló. En las garras del instrumento estaba un bracito.
Él lo colocó sobre la mesa, pero una de las terminaciones nerviosas del miembro tocó una gota del yodo que estaba derramado ahí. De repente, el brazo comenzó a contraerse. La enfermera que estaba de pie a su lado casi soltó un grito.
Adasevic se estremeció, pero continuó con el aborto. Nuevamente él introdujo los fórceps, agarró algo y jaló. Esta vez, era una pierna. Él pensó para sí, “Mejor no la pondré en esa gota de alcohol”.
Una enfermera que estaba detrás de él dejó caer una bandeja de instrumentos quirúrgicos. Asustado por el ruido, el médico soltó los fórceps y el pie cayó al lado del brazo, y también comenzó a moverse.
El equipo jamás había visto algo así: miembros humanos contorsionándose en la mesa. Adasevic decidió moler lo que aún estaba en el útero y sacar todo en una masa amorfa. Comenzó a moler, aplastar, triturar.
Después de retirar los fórceps, seguro de que había reducido todo a una pasta, sacó un corazón humano. El órgano aún estaba latiendo, cada vez más débil, hasta que paró completamente.
Entonces se dio cuenta de que había matado a un ser humano.
Todo se oscureció a su alrededor. No logra recordar cuánto tiempo estuvo así. De repente, sintió un tirón en su brazo. La voz atemorizada de una enfermera gritaba: “¡Dr. Adasevic! ¡Dr. Adasevic!”.
La paciente sangraba. Por primera vez en años, el médico empezó a rezar de verdad: “¡Señor, no me salves a mí, sino a esta mujer!”.
Normalmente, el médico tardaba más de diez minutos en limpiar todos los restos del embrión que quedaban en el interior del útero. Esta vez, dos inserciones del instrumento por la vagina fueron suficientes para completar el servicio.
Cuando Adasevic se sacó los guantes, él sabía que aquél había sido el último aborto de su vida.
Un balde, instrumento de aborto
Cuando Stojan le informó al jefe del hospital de su decisión, hubo un tumulto considerable. Nunca antes en un hospital de Belgrado un ginecólogo se había rehusado a realizar abortos.
Comenzó, entonces, la presión. Su salario fue reducido a la mitad. Su hija fue despedida de su empleo. Su hijo fue reprobado de la selectividad. Adasevic fue atacado por la prensa y la televisión.
El estado socialista –decían– había educado a Adasevic para que él realizara abortos, y ahora él saboteaba al estado.
Dos años de persecución lo llevaron al borde de un colapso nervioso. Él estuvo a punto de pedir al administrador que lo recolocara nuevamente a hacer abortos, cuando Tomás de Aquino se le volvió a aparecer en sueños, tocando su hombro le dijo: “Tú eres mi buen amigo. Sigue luchando”.
Adasevic, entonces, comenzó a participar en el movimiento provida, viajando por toda Yugoslavia dando conferencias y charlas sobre el aborto. Logró exhibir dos veces en la emisora estatal del país el video El grito silencioso, del Dr. Bernard Nathanson:
Al inicio de los años 90, en gran parte gracias al activismo de Adasevic, el parlamento yugoslavo aprobó un decreto protegiendo los derechos del feto.
El decreto fue presentado al entonces presidente Slobodan Milosevic, que se rehusó a firmarlo. Con los conflictos en la región de los Balcanes, el decreto cayó en el olvido.
En cuanto a la guerra, Adasevic estaba convencido de que el genocidio que aconteció en la región no se debía a otra cosa sino a la alienación de Dios y a la falta de respeto por la vida humana.
Para probar su punto de vista, Adasevic describió una práctica común en la Yugoslavia socialista.
Como sus leyes protegían la vida del bebé sólo a partir del momento de su primera respiración, es decir, cuando llora por primera vez, los abortos eran legales en el séptimo, octavo y hasta en el noveno mes de gestación.
Al lado de la silla de partos había siempre un balde de agua. Antes de que el niño tuviese la oportunidad de llorar, el médico le tapaba la boca y lo sumergía en el agua. Oficialmente eso era un aborto, y era todo perfectamente legal, ya que el niño nunca respiraba por primera vez.
A ese respecto, a Adasevic le gustaba citar a Madre Teresa de Calcuta: “¿Si una madre puede matar a su propio hijo, cómo les decimos a las personas que no maten a otras?”.
Actualmente, la mayor parte de los abortos se realiza en clínicas privadas, las cuales no divulgan estadísticas sobre el procedimiento.
Incluso así, Adasevic calcula que un número muy alto de abortos sucede en la región:
“Lo que complica un análisis en esa área es el uso de abortivos como el DIU y la píldora RU-486, oficialmente clasificados como anticonceptivos. Los ancianos del Monte Athos, con los cuales hablé, clasifican los anticonceptivos entre pecaminosos y satánicos. Los primeros son los que previenen la unión del espermatozoide y el óvulo. Los segundos son los que matan al niño ya concebido – precisamente lo que el DIU y la píldora del día después hacen. El dispositivo intrauterino actúa como una espada, que separa al pequeño ser humano de su fuente de alimento en el útero. Es una muerte terrible. Un ser humano muere de hambre en un lugar lleno de nutrientes”.
Ahora que, gracias a la intervención de santo Tomás de Aquino, Adasevic es capaz de mirar la humanidad del feto, él está convencido de que existe una “guerra real” que se lleva a cabo, “trabada por los que ya nacieron contra los que no han nacido”.
“En esa guerra, ya crucé la frontera varias veces: primero, como feto condenado a la muerte, después cuando me volví abortista, y ahora como apóstol provida”.
Fuente: Os Peregrinos de São Miguel | Traducción y adaptación al portugués: Equipe Christo Nihil Praeponere