Antes de contestar: ¿De verdad creo en la vida eterna que sueño y en ese amor infinito de Dios que me abraza cada mañana?
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Tantas veces me hacen esta pregunta: ¿Qué tal estás? O yo mismo me la hago muchas veces. ¿Estoy bien? Quiero ser honesto y contestarme de verdad. Y pensar. Y cavar hondo. Y entregarle a Dios mis sueños porque no quiero dejar de soñar con lo que parece imposible.
Creo y abrazo mi vida. Abrazo mi pobreza que a veces me desconcierta. A veces no estoy bien. A veces estoy encantado. Pero me pregunto si conservo siempre esa sonrisa honda, grabada en el alma. Eso es lo que importa.
Quiero aprender a abrazar esos límites que me vuelven inseguro. De nuevo me sorprendo al verme tan pequeño. Pero miro a Dios agradecido. Sí, estoy bien.
Puedo llegar mucho más alto, es verdad. Puedo avanzar mucho más lejos, si me dejo hacer. Puedo ser mejor de lo que hoy siento, si no me doy por vencido. Puedo estar mejor, eso seguro, es posible. Si nunca dejo de creer. Si creo en lo imposible.
Como decía Simeone hablando de los valores de la vida: “El respeto, el no dejar de intentarlo, la perseverancia en las dificultades, levantarse, insistir, competir”. Todo es posible si lucho, si amo.
Hoy me detengo al borde de mi propio camino a mirar mi vida. A agradecer. A sonreír.
El otro día leía un texto de Khalil Gibran: “Quiero saber si te sostienes desde adentro cuando todo se cae a tu alrededor. Quiero saber si puedes estar solo contigo mismo y si verdaderamente disfrutas la compañía que mantienes en tus momentos de soledad”.
Sostenerme desde dentro cuando todo se caiga a mi alrededor. No siempre saldré victorioso en los embates de la vida. Por eso quiero ser capaz de estar feliz conmigo mismo, en silencio, callado. Me gustaría tener esa estabilidad, esa paz del alma. Abrazarme torpemente. Levantarme después de haber caído.
Sé que “los discípulos quedaron llenos de alegría” porque habían visto a Jesús vivo, después de haberlo visto muerto. Ellos habían sufrido el abandono, la desesperación. Y ahora volvían a estar felices porque su gracia estaba en sus corazones.
Vivían llenos de la alegría de Dios resucitado. Con esa felicidad contagiosa del que sabe que su vida tiene una tonalidad eterna, una paz que todo lo transforma, una sonrisa profunda que nadie puede borrar.
Me gustaría que mi felicidad no dependiera de las piedras del camino, de los baches, de las caídas. Me gustaría que las sombras no apagaran nunca la luz del alma. Que mi felicidad no dependiera de cosas que no puedo controlar. Que mi paz no estuviera en juego en cada mal paso que pueda dar.
Me gustaría saber dónde poner bien el corazón para no confundirme al caminar por cañadas oscuras.
Como leía el otro día: “Llegar a conocer la verdadera alegría y la paz del corazón, seguros de estar intentando cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios, el fin último por el que existimos, el único fin para el que hemos sido creados. No hay mayor seguridad que pueda pedir el hombre ni mayor paz interior que pueda conocer”[1].
Tal vez no me acabo de creer que el sentido de mi vida sea hacer siempre la voluntad de Dios. O quizás me parece imposible seguir siempre sus pasos en el camino de la vida. Confiar y abrazarlo a Él cuando no sepa cómo abrazarme a mí mismo.
Cuando me encuentro de verdad con Jesús en el camino cambia el sentido de mi vida. Puede ser que no recuerde bien el día de ese encuentro.
Hoy quiero pensar en ese momento. ¿Cuándo fue? ¿Dónde me encontraba? En la película Resucitado hay un diálogo final que me conmueve. Cuando el tribuno, protagonista de la película, cuenta su historia en un albergue, le preguntan con dudas: “¿De verdad crees eso?”. Y él contesta: “Lo que sé es que ya no podré ser el mismo”.
Me impresiona esa respuesta. ¿De verdad me creo que Jesús va en mi camino, sostiene mis pasos, le da sentido a mis dudas, me abraza en mis miedos? ¿De verdad creo en la vida eterna que sueño y en ese amor infinito de Dios que me abraza cada mañana? ¿De verdad puedo decir que desde que me encontré con Jesús no he vuelto a ser el mismo?
Es la conversión verdadera del corazón. Es ese cambio definitivo que todos deseamos. Me gustaría decir siempre que no puedo ser el mismo después de haber conocido a Jesús.
Yo lo supe cuando me encontré con Él corriendo por mis caminos. Cuando lo vi en mi vida abrazando mi debilidad. Sosteniéndome y llamándome a correr a su lado. Ese abrazo de Jesús me hace ser distinto. Lo sé. Si Jesús toca mi corazón, ya no puedo ser el mismo.
Ese tribuno romano, orgulloso, lleno de sí mismo, que ansiaba una vida tranquila, una vida eterna llena de paz, se convierte de repente al encontrarse con Jesús vivo. Él lo había visto muerto. Y ahora sus miradas se encuentran. Ahora está vivo. Todo cambia.
Él quería una vida nueva. Quería vivir con paz en el alma. Por eso lo sigue. Quería saber la verdad, entender el sentido de todo.
Jesús se aparece a los que ama para estar con ellos. Quiere darles esperanza, a aquellos que tanto le aman. Jesús no quiere demostrar a nadie su poder sobre la muerte. Sólo quiere darnos una certeza para seguir caminando. La certeza de su abrazo, de su cercanía, de su mirada, de sus palabras.
Me conmueve el grito de los discípulos en la película cuando Jesús se va después de haber compartido con ellos la vida: “¡Jesús! ¡Vuelve!”. Quiero gritarle lo mismo a Jesús cada vez que pierdo sus pisadas por el camino y me lleno de dudas.
Me da vida esa presencia que todo lo transforma. Me gustaría saber por qué los miedos turban tanto el corazón cuando Él me falta. El miedo a perder, el miedo a no controlar la vida. El miedo a esa soledad oscura en la que no está Él. El miedo a no saber lo que viene en un futuro incierto.
No entiendo de futurologías. Y me da miedo ese presente que controlo torpemente. Quiero pedirle a Jesús que vuelva, que se quede conmigo en medio de mi mar revuelto, en medio de una vida loca que me desconcierta.
Tengo algunas certezas que me dan esperanza para caminar. Jesús está vivo en mi vida, en mi alma, en mi camino. En la sonrisa grabada en el corazón, en lo más hondo. He tocado su amor. Una y mil veces. He sentido su abrazo.
Y por eso creo que soy más capaz de amar, de abrazar. ¿Cómo podría amar si no hubiera sido amado? ¿Cómo lograr abrazar cuando no he sido abrazado? Le pido a Jesús que venga cada día, para cada miedo, para cada sueño.
[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros