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Me casé por dinero y sé que hice mal…. ¿tiene arreglo mi matrimonio?

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Orfa Astorga - publicado el 12/04/16
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El matrimonio por conveniencia es lo más inconveniente para la conformación en esa unión que es esencia misma del amor.Mi historia no es muy original, lejos de sentir amor, me case por interés. Yo era un joven profesionista de clase media con un desempeño ordinario, al que faltaban años para lograr prosperidad, y ella, la única hija aun soltera de un acaudalado agricultor, que se encontraba cercana a los treinta años, y con cierto apuro por casarse, ni que decir de los padres por verla casada.

Tuve una buena educación en valores familiares, pero en mi gran ambición por las cosas materiales vi un camino que seguí deliberadamente, aun sabiendo que me aparecía en la vida de mi pretendida y su familia, como un “peor es nada” que esperaban se enamorara, lo que supe fingir. La corteje con la vaga intención de quererla porque sería mi esposa, y ciertamente me case “muy enamorado…” pero de un mundo al que rápidamente tuve acceso para vivir en una grande y lujosa casa, a coches último modelo, a un puesto importante conseguido con influencias, viajes el extranjero…

Vivía como un príncipe, pero en el fondo, me sentía como un sapo al que por más besos que le dieran seguiría dando brincos, pues la trasformación en la fábula la logran los besos enamorados, y eso para mí no era posible, pues en cuanto a ser amado yo era correspondido como me lo merecía, ya que mi esposa me veía solo como un mueble más que le habían conseguido sus papas. A ese mueble besaba de vez en cuando, siempre ante la gente para conservar las formas. Un mueble con el que había procreado dos hijas.

Con cierta frecuencia, cenaba en casa de mis amigos que habían formado sus matrimonios y vivían una modesta realidad con ilusión y esfuerzo. Era entonces cuando me daba cuenta de que los suyos eran verdaderos hogares donde se vivía en una comunidad de vida y amor. Algo que envidiaba con una sensación de fracaso que se acrecentaba. Al terminar las convivencias, me despedía alejándome en un coche que había costado más que las casas en las que vivían mis amigos, pero consciente de que el amor en sus matrimonios valía más que todas las cosas materiales que creía tener, pero que en realidad me tenían a mí.

A decir verdad, en esta historia nada original, existe una parte buena, pues no evadí mi frustración con infidelidades. Más bien me refugie en el arduo trabajo y comencé una maestría tratando de de mejorar mi auto concepto, y por qué no decirlo, mi imagen ante ciertos parientes políticos, en cuanto a méritos personales.

El gran ausente seguía siendo el amor conyugal.

El nuestro era, por así decirlo, un pobre matrimonio en medio de una riqueza que solo aportaba sucedáneos del amor autentico. Mi esposa y yo  no podíamos evadir la verdad de que como todas las personas, éramos capaces de amar y teníamos el poder de darnos, mientras que al mismo tiempo, estábamos necesitados de amar y, sobre todo de ser amados. Capacidad, necesidad y carencia que nos acompañaban en una forma de soledad en lo más íntimo, causándonos una gran frustración. Esa realidad era nuestro más fiel retrato como matrimonio.

Pensé en sepárame buscando ser honesto y rescatar en algo a mí mismo, sin intención de herir ni ofender, como si eso fuera posible.

De pronto, comprendí que la esencia del amor era la unión que había percibido en los matrimonios de mis amigos, que todas sus charlas eran de vivencias íntimamente compartidas en constante entrelazamiento, y que eran ellos y nada más que ellos los autores y actores de su amor, que esa era mi carencia, y ahí mismo se encontraba mi capacidad para rectificar. Vi con claridad que el amor pertenece al mundo de la acción en las relaciones de unión, y que yo no había intentado ni siquiera engendrar esa unión, aunque las apariencias, dijeran lo contrario.

Y me propuse ahora sí, luchar por amarla porque era mi esposa.

Me decidí entonces a sembrar el amor con la esperanza de recoger algo que me hiciera reconocerlo, y   fuera a la vez la misma semilla que pudiera germinar en mi corazón.

Comencé con un ramo de flores ante el cual prevaleció el silencio, luego, titubeante, actitudes y detalles uno tras otro, buscando descubrir y aprender en ellos el olvido de mí mismo y el bien para ella. Siempre buscando el encuentro personal en una sonrisa, un gesto, una señal de sincero acogimiento de lo que no eran solo obsequios o simples atenciones, sino mi sincero don personal… un día, una sutil sonrisa y una forma de mirarme diferente conmovió mi corazón.

Quien siembra la semilla, afloja la tierra, riega, fertiliza… espera. En el subsuelo, sin que se note ninguna señal, durante un tiempo la semilla responde germinando hasta que un día se nota el verde y minúsculo brote de vida en la superficie. Esa plantita, luego habrá de cuidarse con esmero, para que se desarrolle.

Poco a poco reconocimos que nuestra mutua necesidad y carencia de amor, eran dos mundos que se comunicaban haciéndonos capaces de aprender desde la semilla sembrada.

El amor es, sin duda, un engendrarse entre dos un nuevo modo de ser conjunto, el ser unión. Y unidos hemos retomado nuestros afanes, con la vuelta perseverante a volver a empezar, cuando los paisajes de la vida misma nos han puesto a prueba para perfeccionar y restaurar nuestro amor.

El divorcio se esfumo como una mala niebla y atrás quedo aquel pensamiento en donde me propuse amarla porque era mi esposa, ahora no tengo dudas de poder decir: porque la amo, es que es mi esposa.

El matrimonio por conveniencia es lo más inconveniente para la conformación en esa unión que es esencia misma del amor, pues el amor no se puede forzar, no se vende, no se compra. La unión se engendra, se acrecienta, se perfecciona y sobre todo, se restaura, reponiéndola de sus conflictos y desgastes en una historia siempre hecha entre dos.

Por Orfa Astorga de Lira

Orientadora familiar

Máster en matrimonio y familia

Universidad de Navarra.

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