El maestro del barroco queretano, Antonio Martínez de Pocasangre, dedicó treinta años de su vida a esta obra
El Santuario de Atotonilco, a escasos catorce kilómetros de San Miguel de Allende, en Guanajuato, México, ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Las razones para ello sobran.
Conocido como Santuario de Jesús Nazareno de Atotonilco -su nombre oficial es “Santuario de Dios y de la Patria”-, está ubicado en una comunidad rural de no más de 600 habitantes, en medio de un paraje desértico que, sin embargo, abunda en fuentes y aguas termales. De hecho, 27 de estas fuentes y arroyos naturales alimentan los jardines del Santuario.
Si bien en su exterior el Santuario de Atotonilco es más bien sobrio, y sus murallas le dan más bien el aspecto propio de una fortaleza, el templo en sí –de una sola nave, cuya puerta principal está orientada hacia Jerusalén, y coronada no con una cúpula sino con una serie de capillas menores en sus lados norte y sur- es todo lo contrario: las paredes interiores del Santuario están totalmente cubiertas por murales, esculturas, inscripciones y óleos que, si bien deben ser clasificadas como “barroco popular mexicano”, no dejan de tener notorias influencias indígenas que conviven, a ratos más armoniosamente que otros, con imágenes que procuran imitar modelos flamencos que los españoles llevaban consigo a América.
Obra, mayoritariamente, del artista Antonio Martínez de Pocasangre –con algunas colaboraciones de José María Barajas-, el techo del Santuario de Atotonilco narra el Evangelio en casi su integridad –y no sólo los episodios de la Pasión, como suele suceder-, pero no deja de incluir además las escenas propias de la escatología cristiana –en la entrada hay una representación del Juicio Final-, como también una serie de imágenes de los santos fundadores de las principales órdenes religiosas de la Iglesia Católica, de San Agustín a Santo Domingo de Guzmán.