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¿Me he aburguesado en un cristianismo cómodo?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/04/16
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Nada temo porque nada arriesgo, busco la voluntad de Dios en mis deseos

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Hoy Jesús entra en el cenáculo y les da su paz: “Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: – Paz a vosotros”. No hay reproches. Sólo hay una mirada de misericordia, unas palabras de consuelo y esperanza.

Les da su paz. ¿Cómo podían tener paz cuando habían perdido todas sus seguridades? ¿Cuando aquel que conducía sus vidas estaba muerto?

Al principio seguir a Jesús fue un salto en el vacío para los discípulos. Lo dejaron todo y lo siguieron. Dejaron sus redes, su mesa de impuestos, su hogar, su familia, sus seguridades.

Lo dejaron todo porque se supieron amados. Dejaron su comodidad y se adentraron en los misterios de una vida llena de milagros, de palabras eternas, de alegría y de sueños. Una vida sin seguridades humanas. Pero una vida segura en el corazón de Jesús.

Con el tiempo su vida junto a Él se convirtió en rutina, en vida acomodada al lado de aquel hombre tan lleno de Dios, ante ese Mesías que hacía numerosos milagros.

A su lado no era posible el miedo. Jesús podía hacerlo todo posible. Sus palabras desarmaban a los fariseos. Sus milagros despertaban la admiración y el seguimiento. Él podía lograr lo imposible. Es fácil entones llegar a instalarse en el seguimiento a Jesús.

Ellos se instalaron. Tenían su seguridad puesta en Él. Y cuando uno se acomoda quiere hacer el reino de Dios a su medida. Empiezan a preguntarse qué lugar ocuparía cada uno en su reino. Sueñan con cargos de influencia.

Cuando medimos todo con categorías humanas, uno puede llegar incluso a alejarse de Dios, de sus planes.

En ocasiones creo que yo también me aburgueso. Cuando empiezo a tejer mis propios planes y los tiño de un tinte divino. Pienso que Dios lo quiere así y sigo caminando en mi rutina.

El otro día leía: “¡Qué fácil nos resulta, en tiempos de bonanza, volvernos dependientes de nuestras rutinas, del orden establecido en nuestra existencia cotidiana, y dejarnos llevar! Empezamos a no dar valor a las cosas, a confiar en nosotros y en nuestros propios recursos, a instalarnos en este mundo y a buscar en él nuestro punto de apoyo. En cierto modo perdemos de vista que, por debajo y detrás de todo eso, está Dios, que nos mantiene y nos sostiene. Continuamos adelante dando por hecho que el día de mañana será exactamente igual que el de hoy: un mañana cómodo en el mundo que nos hemos creado, un mañana seguro dentro del orden establecido en el que hemos aprendido a vivir, por imperfecto que sea; y no dedicamos ni un solo pensamiento a Dios”[1].

Los pensamientos se apegan al mundo. Ya no pienso como Dios, pienso como los hombres. Busco su voluntad en mis deseos. Tengo la confianza puesta en mis capacidades, en lo que sé hacer bien.

He construido una vida cómoda de apóstol. En ella encuentro una paz aburguesada en la que nada temo, porque nada arriesgo.

Pongo mi seguridad en mis capacidades, en mis fuerzas. Olvido a Dios. Y miro a mi alrededor desde mi atalaya.

¡Con qué facilidad yo estigmatizo a otros, los juzgo y los condeno! La mancha en el mantel blanco de los hombres destaca demasiado. Los que no fueron fieles y traicionaron a Jesús.

Me acabo creyendo que tengo que hacerlo todo bien para que Dios me quiera. Es sólo vanidad. No acabo de creer en esa misericordia gratuita.

No acabo de creer en la misericordia de Jesús que se aparece en mi vida para recordarme cuánto me quiere. Me lo dice de nuevo. Me lo recuerda para que no me olvide nunca. Y me da su espíritu y su paz.

Me conmueve el encuentro de Jesús con los suyos cuando ellos estaban escondidos: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.

Jesús entra en sus vidas estando las puertas cerradas. Entra traspasando las puertas cerradas. Sabe que tienen miedo. Entra en sus vidas. No llama, no espera. No aguarda a que ellos quieran estar con Él. Aparece de repente.

Imagino la alegría y la sorpresa. El temor y el asombro de aquellos hombres. Estaban escondidos. Tendrían remordimientos por su cobardía. Habían huido. Habían dejado solo a Jesús.

Pero Jesús no quería que ellos hubieran muerto con Él ese mismo día. Ya tendrían tiempo para dar la vida por Él. Lo que tenía que hacer ese día tenía que hacerlo solo. No hay reproches en su corazón. Jesús les trae la paz.

Es como el encuentro del padre con el hijo pródigo. No recrimina nada. No les recuerda lo que no hicieron. Les da su paz. Simplemente les da la paz: “Les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: – Paz a vosotros”.

 

[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

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