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¿Te queda algo por perdonar para vivir más libre?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/03/16
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Los síntomas que indican que algo no está en paz Tantas veces no quiero perdonar a los que me han hecho daño. “También a nosotros, a veces, nos gusta castigar a los demás, condenar a los demás”[1]. Su pecado o su limitación ha dejado heridas en mi alma y no quiero perdonarles. Llevo la marca del rencor o de la ira al recordar lo que me hicieron, lo que dijeron de mí. Y no quiero perdonar.

¿Qué me causa dolor en mi vida? Si me callo, si me detengo, siento el dolor como una punzada.

A veces es porque no me tuvieron en cuenta. No me valoraron como esperaba. Hablaron mal de mí a mis espaldas. No fui tratado como merecía. O quizás tomé un comentario que me hicieron como algo personal, y salí herido.

Tal vez fue por una traición en el amor, en la fidelidad. O fueron esas promesas incumplidas, esas expectativas que yo tenía y no se hicieron realidad. Puede ser por algo que me quitaron, algo que creía que me correspondía, algo a lo que tenía derecho.

Puede ser también porque alguien se aprovechó de mí, o abusó de su poder y me hizo daño con sus comentarios y gestos.

Hay muchas raíces de mi dolor. Muchas causas que me han dejado herido. Y sé que sólo perdonando puedo volver a comenzar. Pero siento que es como si al perdonar tuviera que olvidarlo todo. Y no soy capaz.

Quiero tirar la primera piedra para seguir recordando. No quiero que piensen y sientan que ya no importa todo el mal que me han hecho. Que todo da igual, que está olvidado. Sé que el olvido nunca sucede porque forma parte de mi historia sagrada.

A veces pienso que perdonar al que me hace daño con sus gestos, con sus palabras, con su vida, es como darle una palmada en la espalda, un abrazo definitivo. Como si no hubiera habido ofensa y estuviera todo ya olvidado. Pero no es verdad.

Tal vez me gusta tener atadas a las personas que no acabo de perdonar de corazón. Las retengo en mi juicio, en mi condena. Las tengo atadas, y las miro con desprecio, con rencor.

Pero sé que esa falta de perdón me enferma a mí, no a ellos. A mí me aísla y me envenena, quizás ellos no saben nada. Los que me hirieron. Si no perdono, no sano.

Lo que sucede es que a veces ni siquiera sé que no he perdonado del todo. Pienso que sí, que no guardo ofensas, que está todo ya olvidado. Pero luego ciertas reacciones mías me muestran que no es así.

¿Cuáles son esos síntomas que me indican que algo no está en paz en mi alma? Cuando reacciono de forma exagerada ante un comentario, ante una crítica o un juicio. Cuando me lleno de amargura y veo todo lo negativo o resalto lo malo antes que lo bueno. Cuando caigo en la envidia y en los celos. Cuando me siento menos que otros y me cierro, y me aíslo.

Todo ello suele ser una manifestación de mi falta de perdón. En lo oculto del alma se encuentra mi herida. Y tal vez pensaba que ya estaba todo perdonado, pero no es así. Sigue en el recuerdo la misma rabia, el mismo odio, el mismo rencor. Entonces está claro que no he logrado perdonar del todo.

Y esa falta de perdón me hace daño a mí, no al que me ha ofendido. No al que dijo tal o cual cosa. No al que me hirió con sus actos o con sus omisiones.

Es real. La falta de perdón es un veneno que puede llegar a cambiar hasta mi forma de ser y de mirar. Puede volverme huraño y desconfiado, triste y callado. Puede encerrarme entre muros por miedo a ser herido de nuevo.

Y muchas veces no damos el paso de perdonar porque pensamos que tenemos que decírselo a la persona a la que perdonamos. Pero no es así. Cuando perdono a alguien, no necesariamente tengo que decírselo. Tal vez ha pasado mucho tiempo. O simplemente no quiero decírselo. No pasa nada.

A veces los que me han hecho daño ni siquiera son conscientes. Y si los perdono, no es por ellos, es por mí. Es a mí a quien salva el perdón. Es a mí a quien cura hasta lo más hondo. Y me libera.

A veces no perdono porque espero que el otro cambie su actitud, mejore, me trate de otra forma. Y eso no sucede. Y su falta de amor o sensibilidad hace más honda la herida.

Otras veces espero que me pida perdón, que se humille, que se arrodille ante mí y se dé cuenta de sus errores, del mal que me ha causado. Y como eso no ocurre, tampoco le perdono.

A veces exijo que el otro se dé cuenta del mal que hacen sus palabras, sus gestos, sus omisiones. Pero puede ser que no se dé cuenta, y yo no perdono.

Lo importante del perdón es que sana mi alma. Perdono por mi bien, no por el bien del otro. No busco que mi perdón sane el alma de aquel que me ha hecho daño. No pretendo cambiarlo. No es eso. Es un perdón egoísta, podríamos decir. Aunque nunca es egoísta pensar en la salud de mi alma.

Perdono porque sé que al hacerlo se curarán mis heridas. No olvidaré lo ocurrido, eso es imposible. Pero al recordarlo no brotarán sentimientos de rabia, de odio, incluso deseos de venganza. Todo lo contrario.

Mi perdón me abre a la misericordia de Dios. Me llena de esa luz que viene de lo alto. Me da una nueva vida.

Sé que el perdón no es fruto de mi esfuerzo, de mi lucha titánica por suturar la herida. Lo intento de esa forma y no lo consigo. Quiero perdonar y no perdono. El perdón es un don. El perdón tengo que implorarlo cada día.

Jesús es el que me ayuda a perdonar, el que viene con su misericordia y libera mi alma herida. Se mete en mi alma y me sana. Me da lo que no tengo. Una nueva mirada.

 

[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia

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