Recuerdo ofensas, y no perdono, y la herida se abre de nuevo…Ha comenzado la Cuaresma cuando casi no hemos quitado los belenes en nuestras casas. Con el aroma de la Navidad comenzamos a caminar hacia la Pascua. Sabemos lo que es realmente importante, como nos lo recuerda el Papa Francisco en el lema de la cuaresma de este año: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Mt 9,13.
Es más importante la misericordia, que los sacrificios que hago. Es más importante amar y ser misericordioso con los hombres que renunciar a muchas cosas. Es más importante recibir el amor de Dios que vivir realizando sacrificios. El mayor sacrificio es amar en esta vida. Dar la vida por amor.
Dios lo sabe: “Dios misericordioso sabe que el instinto de amar del hombre se despierta de la manera más potente cuando éste toma conciencia de que está rodeado de un amor abundante”[1].
Dios sabe que cuanto más nos ame más seremos capaces de amar. Cuando más conscientes seamos del amor de Dios en nuestra vida más amaremos. Cuanto más seamos perdonados más podremos perdonar a otros.
Lo sabemos, es más importante amar y perdonar que sacrificarnos haciendo sacrificios de todo tipo. A veces renunciamos, ayunamos, nos esforzamos, y mientras tanto guardamos en el alma rencor, odio y desprecio. La misericordia y el perdón son el camino de esta cuaresma.
El papa Francisco les dice a los sacerdotes: “Sean grandes perdonadores. Porque el que no sabe perdonar es un gran condenador. Y ¿quién es el gran acusador en la Biblia? El Diablo. Hagan lo que hace Jesús; no hagan lo del Diablo, acusar”.
Me gusta esa comparación. Dios perdona siempre. El demonio acusa y tienta. El demonio denuncia y odia. Dios siempre nos mira con amor. Siempre es misericordia. Nos pide el Papa a los sacerdotes que perdonemos siempre, que no nos cansemos de perdonar. Misericordia antes que sacrificios.
Pero esta invitación es extensiva a todos. Porque todos estamos llamados a perdonar en nuestra vida. ¡Y cuánto nos cuesta perdonar en lugar de acusar!
Perdonar con entrañas de misericordia al que nos hace daño, al que nos hiere con sus palabras y sus obras, al que nos rechaza y no nos trata con amor. Devolver misericordia cuando recibimos odio y desprecio. Es un paso decisivo en nuestra vida.
Miro mi corazón y veo rencores adheridos al alma. Miro y recuerdo ofensas, y no perdono, y la herida se abre de nuevo.
El Papa nos recuerda que en el día de nuestra muerte Jesús nos preguntará “si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia”. Nos preguntará si hemos amado, no tanto si nos hemos sacrificado.
El amor siempre lleva consigo renuncias y sacrificios. Pero todo por amor. Y el perdón está unido siempre al amor. Un perdón que nos pacifica el alma. Un perdón que restablece los vínculos de amor rotos entre los hombres.
El perdón comienza en mi propio corazón. Cuando yo me perdono a mí mismo es más fácil perdonar. Pero, ¡qué difícil a veces perdonar las propias caídas, los propios errores, las propias faltas!
Dios quiere misericordia. Y yo necesito perdonarme por tantas veces en que no soy el que sueño, el que anhelo, el que deseo. Por esas veces en las que mis metas se quedan demasiado lejanas e inalcanzables o yo demasiado lejos en mi debilidad. Perdonarme por no estar a la altura de lo que otros esperan, por no tener esas virtudes y talentos que envidio.
Es difícil perdonarnos siempre. Y si no somos capaces de ello, mucho más difícil será que perdonemos a otros, que miremos a los demás con amor.
Misericordia es lo que quiere Dios y lo que yo mismo necesito. Porque el perdón sana el corazón. El perdón que recibimos y el perdón que damos. Cuando perdonamos al que nos ha hecho daño algo se sana en el alma, una herida se cierra, un hilo roto se restablece.
El otro día una persona me comentaba cuánto bien le había hecho perdonar a sus padres. Esa herida la llevaba guardada en el alma toda su vida. Fue capaz de perdonar porque Dios le concedió ese milagro, y el perdón sanador la había liberado.
Ahora podía estar con ellos sin rencor. Podía amarlos y cuidarlos en su desvalimiento sin rencor. Podía quererlos en su último tiempo de vida.
Es un milagro el perdón. Una gracia que pedimos. Más que sacrificios es más importante perdonar, pedir perdón y ser perdonado. Ese amor que posibilita el perdón, que surge del perdón, es lo central.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios