El poder de la música de una flauta se encuentra en sus muchos agujerosA veces me cuesta creer en la fuerza del Espíritu. Creo más en mis talentos, en mis dones, en lo que yo hago bien. Me cuesta descentrarme. Lo hago todo y luego, cuando ya no puedo más, cuando fracaso, le digo a Dios que haga algo.
No veo su poder multiplicador en mi vida. No soy tan obediente a la fuerza del Espíritu. Necesito renovarme siempre de nuevo en la fuerza del Espíritu para ser más de Dios.
Decía Pablo D´Ors: “Si el gesto es el dominio del cuerpo y la palabra el de la mente, el silencio es el campo del Espíritu. Gracia a Él empezamos de alguna manera a parecernos a quienes realmente somos”.
Jesús profundizó en su alma en el silencio de Nazaret durante treinta años. Aprendió a conocerse y comenzó a parecerse más a sí mismo en la fuerza del Espíritu. En el desierto lleno de silencios buscó la voz de Dios.
La encontró en el momento en el que el agua caía sobre su cabeza. Esa voz poderosa de su Padre diciéndole cuánto lo amaba. Lleno del Espíritu comenzó a hablar del reino de Dios y a hacer milagros. Su fama se extendió rápidamente.
Después vuelve a su hogar lleno de la voz de su Padre. Algo ha cambiado. Ya no es el mismo. Lo reconocen, pero no conocen su alma. Todo es diferente. Ahora se mueve en la fuerza del Espíritu. No tiene fama gracias a su poder humano. Sino por lo que obra en la fuerza del Espíritu.
A veces nos queremos apropiar del poder de Dios. Pensamos que somos nosotros. Que son nuestros dones humanos. Pensamos que Dios nos ha elegido porque somos muy sanos, muy buenos, muy talentosos. Creemos que nos ha llamado porque no estamos heridos.
Pero nos confundimos. El poder de la música de una flauta se encuentra en sus muchos agujeros. A través de las heridas de la flauta salen bellas melodías. Sin esos agujeros no habría música. Me gusta la imagen de la flauta.
A través de mis agujeros se manifiesta el poder de Dios. A través de mi impotencia surge su fuerza. A través de mis silencios brotan sus palabras. En mis manos rotas Él acaricia. En mis pies cansados Él corre.
Y yo me empeño en hablar, en hacer, en estar, en ser más. Y olvido la fuerza del Espíritu sobre mí. Quiero invocar más su presencia en mi vida. Quiero vivir más su novedad, su fuego, su vida. Quiero vivir en Jesús, más que en mí mismo.
Y cuanto más me deje moldear por el Espíritu más me pareceré a quien realmente soy. Porque el Espíritu me quita las máscaras, la roca que me cubre y acaba con las apariencias. El Espíritu saca a la luz lo más verdadero y auténtico de mí que se esconde en mi interior.
El Espíritu pacifica mi alma inquieta. El Espíritu me enciende y me enamora desde lo más hondo. El Espíritu calma en parte mi sed de infinito, sólo en parte, para que no deje de buscar, de anhelar. El Espíritu me conduce a las moradas más hondas de mi alma. Allí donde soy más yo mismo.
El Espíritu me desvela mis mentiras y me hace comprender cuáles son los caminos errados que sigo. El Espíritu me hace valorar mi vida en su riqueza. Me hace alegrarme en las derrotas y vivir con paz las pérdidas.
El Espíritu me lleva a alabar a Dios por todo lo que hace en mi vida. El Espíritu realiza milagros con mis palabras y hace que mis actos de amor tengan vida eterna. El Espíritu me lleva a pacificar y a unir. A integrar y a enaltecer.
El Espíritu me permite confiar en Dios más que en mis propias fuerzas. El Espíritu me permite escribir, con renglones torcidos, la recta historia de mi vida. El Espíritu me hace creer más en mis talentos, en mis dones y me hace ser generoso con ellos, sin temor a perderlos.
El Espíritu no me deja tranquilo y hace que mi alma inquieta busque siempre a Dios. Quiero pedir que el Espíritu cambie mi vida cada día.
El otro día leía: “Deberíamos dar gracias a Dios porque actúa en nosotros, porque rompe nuestra dureza con su espíritu, que quiere transformar constantemente nuestro corazón”[1]. El Espíritu quiere cambiarlo todo en mí. Y si me dejo, hará grandes milagros con mi vida.
Decía el papa Francisco: “¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa, o me confío al Espíritu Santo que me enseña lo que tengo que decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro descanso diciendo: – Sé en Quién me he confiado?”.
En el Espíritu descanso, confío, me abandono. Y cuando me centro en mis fuerzas, me pierdo. El Espíritu Santo me ayuda a vaciarme de mis propias fuerzas, para aprender a confiar sólo en Dios. Es un misterio. Es un don.
[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 76