Puedo dar lo mío, lo que nadie más puede entregar en mi lugar… pero muchas veces me veo compitiendoEn la vida todos somos diferentes y tenemos talentos distintos. Todos tenemos un don que aportar a los hombres. Todos valemos. No valemos unos más que otros. Todos aportamos lo nuestro y es importante no guardarnos nuestro don. Por miedo, por temor al rechazo.
Dice san Pablo que no hay ni judíos, ni griegos, ni esclavos, ni libres. Esas palabras son revolucionarias. Ni esclavos ni libres. No hay diferencias. ¡Qué importante es cuidar la unidad en la diversidad!
Jesús acaba con la distancia entre los hombres porque vive en todos, en cada uno y para siempre. No hay distinciones.
Cada carisma aporta lo propio y es importante. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en marcar diferencias, en hacer distinciones, en aceptar y rechazar a nuestro antojo? A unos los consideramos mejores. A otros peores, de acuerdo con nuestros criterios.
Y Jesús quiere hablarnos de la misericordia de Dios que llega a todos. Nos habla de la igualdad, de la unidad.
El otro día leía: “El gozo de Dios es que los pobres y despreciados, los indeseables y pecadores puedan disfrutar junto a Él. Jesús lo está ya viviendo desde ahora. Por eso celebra con gozo cenas y comidas con los que la sociedad desprecia y margina. ¡Los que no han sido invitados por nadie, un día se sentarán a la mesa con Dios! Los pecadores son sus compañeros de mesa, los publicanos y prostitutas gozan de su amistad”[1].
Jesús no hace diferencias. Va con todos. Come con los pobres y los pecadores. Con los despreciados y los que no tienen nada que aportar. Para eso vino.
Por eso dice san Pablo que la Iglesia es un mismo cuerpo en el que todos los miembros importan: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro”.
Cada uno somos miembros de un mismo cuerpo. Cada uno formamos parte de Jesús. Con nuestro aporte, con nuestra originalidad. Me alegra volver a recordarlo hoy.
Decía Jean Vanier: “Hay quien tiene el don de sentir inmediatamente y vivir el sufrimiento del otro; es el don de la compasión. Otros tienen el don de notar cuando algo va mal y pueden poner enseguida el dedo en la llaga: es el don de discernimiento. Otros tienen el don de la luz y ven claro en todo lo que atañe a las opciones fundamentales de la comunidad. Otros tienen el don de animar y crear una atmósfera propicia a la alegría, el descanso y al crecimiento profundo de cada uno. Otros tienen el don de discernir el bien de las personas y de sostenerlas. Otros tienen el de la acogida. Cada uno tiene su don y debe poder ejercerlo para bien y crecimiento de todos”[2].
Tengo algo que aportar. Puedo entregar mucho más. Puedo dar lo mío, lo que nadie más puede entregar en mi lugar.
Pero muchas veces me veo compitiendo, queriendo dar más que otros o queriendo que mi aporte sea el más importante. O mirando en menos lo que yo hago. Me veo quitando valor a lo que los demás aportan. O queriendo que todos demos lo mismo, ni más, ni menos. Y me engaño a mí mismo justificando mis juicios.
Construir comunidad significa respeto, aceptación del otro en su originalidad. Y me exige tener la capacidad de enaltecer a cada uno por lo que entrega. Hace poco me tocó escuchar un comentario negativo de una persona después de un encuentro muy emotivo y alegre. Me sorprendió y le dije: “Fíjate, por un momento pensé que tu comentario iba a ser enaltecedor. Me dio pena ver que no lo era”.
En realidad me sorprendió y me dio pena. Nos resulta más fácil criticar, desacreditar, incluso difamar a los demás para quedar nosotros por encima. Me da pena ver cómo nos cuesta integrar las diferencias, al original, al que no piensa como nosotros.
Nos cuesta tanto hacer comentarios enaltecedores de las personas a las que amamos, de aquellos con los que compartimos el camino… Nos llenamos la boca con palabras con fuerza como comunión, unidad, aceptación, respeto.
Pero luego no las vivimos en los detalles de nuestra vida. El amor se juega en lo concreto, no en bonitas palabras. El amor que integra y une. El amor que enaltece y acepta. El amor que comprende y quiere siempre.
El Espíritu Santo es el que actúa en nuestra vida diaria uniendo, cambiando el corazón. Es el que mueve mi alma a dar, a amar más.
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[2] Jean Vanier, La comunidad, lugar de perdón y fiesta