"Si tratase de agradar a los hombres no sería siervo de Jesucristo". Esta es la frase que el dominico Luis Bertrán colocó en la puerta de su celda, en el convento de su ciudad natal, Valencia.
Había regresado a España después de pasar 7 años como misionero en América y había acumulado suficiente sabiduría como para estar seguro de que no se puede contentar a todos...
San Luis Bertrán (o Beltrán) nació el 1 de enero de 1526, en una familia noble y profundamente cristiana. A los 16 años se fue de casa con la intención de llevar una vida mendicante.
Intentó entrar en el noviciado de los dominicos, pero a sus padres no les hacía gracia, así que el hábito blanco y negro de la orden de predicadores se hizo esperar hasta que cumplió los 18 años.
A pesar de que caía enfermo con frecuencia, cultivó su vida espiritual con penitencias y vida austera, con largas horas de adoración ante el Santísimo y una vida transparente. Al cabo de tres años, en 1547, se convirtió en sacerdote.
Su fidelidad al carisma de santo Domingo de Guzmán le condujo de una manera natural a la formación de jóvenes que querían ser dominicos.
Testigo de la justicia y el amor en Colombia
Cuando tenía 36 años viajó en un galeón a Nueva Granada, la actual Colombia, de donde es patrono principal.
Allí se dedicó en cuerpo y alma a la evangelización y el reconocimiento de la dignidad de los indios y predicó a tribus de vida salvaje que intentaron asesinarlo varias veces.
Sin embargo, sus peores enemigos fueron algunos conquistadores a los que reprendía por sus injusticias con los indígenas y que intentaron matarle también.
Finalmente, tras consultar con el gran evangelizador dominico fray Bartolomé de las Casas, regresó a su país y volvió a dedicarse a la formación de novicios.
Un hombre sabio e inspirador
Era un excelente consejero espiritual. Incluso santa Teresa de Jesús le consultó por carta sobre su costosa reforma del Carmelo.
Al cabo de tres o cuatro meses orando y ofreciendo sacrificios, le respondió:
Devoción y milagros
Luis Bertrán suscitó una gran admiración que, tras su muerte se convirtió en devoción popular.
Muchos creen en sus milagros y prodigios, como el de acabar con duras sequías con su oración, lograr que un árbol diera frutos instantáneamente con una bendición, quedar inmune al veneno y los disparos con que intentaron asesinarle y amansar a fieras.
A los 55 años, tras una larga enfermedad que acogió como una purificación necesaria enviada por Dios, murió en su ciudad natal. Fue declarado santo en 1691 y su fiesta se celebra el 9 de octubre.
Un pensamiento suyo, para acabar, extraído de un sermón para el Miércoles de Ceniza: