Todo lo que poseemos es un regalo que no merecemos, pero lo olvidamos y exigimos
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Seguir al Señor por los caminos no siempre es fácil. Tal vez no resulta todo como habíamos pensado al partir. Pueden surgir desilusiones y perdemos súbitamente el amplio horizonte que movía el corazón.
Habíamos esperado otra vida. Habíamos soñado con otra familia, con otros hijos. Teníamos otros planes. Era otro el trabajo que esperábamos. ¡Qué fácil es que nos desilusionemos en el camino! La vida con sus contratiempos nos desilusiona. Porque las expectativas eran distintas.
Habíamos planificado todo de otra manera. La desilusión nos duele. Tenemos dos opciones. O subir más alto, navegar mar dentro, mirar hacia delante. O quedarnos en la desilusión y amargarnos.
Podemos llegar a perder la esperanza de alcanzar la meta. No siempre es tan sencillo sobreponernos a la desilusión. Deseamos algo con fuerza y, al no lograrlo, perdemos la ilusión por todo lo demás.
El corazón se centra en lo que no ha logrado y se olvida de las grandes y pequeñas conquistas de la vida. Las desilusiones pueden entonces aniquilar el deseo de alcanzar las más altas cumbres. A veces nos desilusiona Dios en el corazón. No logramos rezando todo lo que esperábamos. Nos desilusionamos.
Decía el padre José Kentenich: “Sequedad y desilusión en la oración son una prueba de que tengo que abandonar esa búsqueda de experiencias de Dios, de que tengo que abandonar mi ansia de posesión y ponerme ante Dios con toda simplicidad. Tendría que llegar, para abandonarme por completo en Dios, a estar sin pedir constantemente cosas como paz, contento, seguridad, gozo religioso”[1].
No queremos poseer a Dios. No queremos saberlo todo. Siempre más alto, siempre miramos las estrellas. Pero a veces no nos funciona y en esa lucha por la vida perdemos la alegría y pensamos sólo en lo que nos falta. Nos llenamos de amarguras y de quejas. Nos fijamos en lo que no poseemos.
La vida es un don. Es gratuidad. Todo lo que poseemos es un regalo que no merecemos. Todo es misericordia. Pero lo olvidamos y exigimos recibir lo que es don. Casi como un derecho.
Quizás hemos olvidado el significado de la palabra don. Es algo que se nos da sin haberlo tenido que ganar con esfuerzo, con lucha. Toda nuestra vida es un don. Pero la vivimos como un derecho.
Me da pena escuchar que muchas familias se dividen al repartir la herencia. Me duele esa desunión por lo material. Olvidamos que todo lo que recibimos por herencia no es un derecho sino un don que no merecemos. No lo hemos ganado nosotros, lo recibimos como un regalo.
¡Pero cuántas veces nos separamos de aquellos a los que amamos por temas económicos! Creemos tener derecho a ciertas cosas, a más cosas, a mejores cosas. Nos negamos a renunciar a lo que creemos que nos corresponde. Y perdemos mucho más al final de lo que ganamos.
En Navidad muchas familias viven con dolor la separación que les acompaña durante el año. Queremos celebrar en familia el nacimiento del que nos da la vida verdadera y nos encontramos con relaciones rotas, vínculos familiares deshechos. Tensiones, distancias.
No es tan sencillo construir una familia unida en la que sea más fuerte el amor. Decía Jean Vanier: “Hoy es más necesario que nunca reencontrar el sentido de la casa como lugar de ternura y de acogida, en el que cada uno puede rehacerse y redescubrir los valores más íntimos de su ser: su corazón con su capacidad para recibir y dar”.
El camino para construir ese hogar no es fácil. Un hogar en el que poder descansar, en el que poder ser uno mismo. Un hogar en el que la vida sea don.
Pero las desilusiones, las heridas en nuestra historia familiar, no se olvidan. Las guardamos y cuesta mucho perdonar y volver a empezar de nuevo. Cuesta dar amor cuando hemos recibido desprecios.
Es un milagro que le pedimos a Dios en este tiempo de Navidad. Un corazón capaz de perdonar, de no medir lo que me corresponde, de superar las desilusiones y mirar las estrellas siguiendo el camino.
[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 67