A veces encontramos herramientas sorprendentes del Espíritu Santo suplicándonos que seamos santosBuenos días:
Realmente no nos conocemos, pero me siento obligado a escribirte esta carta tras nuestra breve conversación después de misa el pasado domingo.
Estoy seguro de que te acuerdas de mí: soy aquel agobiado, sin bañar, que derramaba la merienda, lleno de juguetes, bañado en vómitos, maestro de los chupetes de ese circo montado en el banco que estaba frente a ti.
Somos el motivo por el cual la gente se pierde la homilía. Somos el “amén” gritado a los cuatro vientos en el momento equivocado; el apretón de manos mocoso en el signo de la paz, la distracción a causa de la lactancia en la consagración… Podría seguir y seguir.
No estoy seguro de que sepas esto, pero somos también algo más: profundamente conscientes de la manera como impactamos en la experiencia de misa de los demás.
Supongo que probablemente no lo parece, pero cada vez que uno de nuestros “supremos regalos de matrimonio” habla demasiado alto, deja caer un himnario, juega con el reclinatorio o llena el pañal, nos avergonzamos terriblemente y nos aterramos de que eso esté distrayendo a los otros de su oración íntima con Dios.
Me doy cuenta ahora de que probablemente no lo parece, porque el domingo pasado te sentiste inspirada por el Espíritu Santo (asumo) a hacerme saber que estaba manejando mal la situación.
¿Acaso no sabía que había una habitación para niños donde podría dejar que mis hijos hicieran sus locuras? ¿Podría sacar al niño que grita la próxima vez? ¿Por qué no les dije a mis hijos que no deberían estar bailando en las bancas durante el Evangelio? ¿Acaso no sé que la gente está intentando rezar?
Me siento mal al no haberte respondido más ampliamente cuando me hiciste este tipo de comentarios. Para ser sincero, me quedé tan destrozado por tus comentarios que no pude decir nada más que “lo siento”.
De camino a nuestra furgoneta, mi mente comenzó a acelerase con todas las cosas que hubiera querido decirte.
Ojalá te hubiera dicho cómo las malas miradas y comentarios críticos sobre niños hacen que los padres duden de si deberían traer a sus hijos a misa.
Ojalá te hubiera recordado a Marcos 10, donde los discípulos reprendieron a los padres por llevarles a sus hijos ante Jesús. Ojalá te hubiera preguntado si te acordabas de la reacción de Jesús: “Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: ‘Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios’” (Mc 10,14).
¡Estaba indignado!
Ojalá te hubiera recordado las palabras del papa Pablo VI en la Gaudium et Spes, donde nos recuerda a todos que, “los hijos son realmente el regalo supremo del matrimonio…”.
El motivo por el que todos tenemos que cambiar nuestro pensamiento es que una de las maneras en que los niños son el regalo supremo del matrimonio es precisamente por las razones que te frustran (y a mí, por cierto) en misa.
Nos distraen, nos molestan, nos dificultan la concentración de nuestras prioridades, y por todo eso hacen un duro trabajo para que seamos santos.
Ojalá te hubiera hecho saber que mis hijos que te molestan en misa pueden ser lo que Dios exactamente quiere para ti; una forma de ayudarte a superar tu pensamiento egocéntrico y volverte la santa que Dios quiere de ti. Sé que eso es lo que tiene a mis hijos haciendo por mí.
Finalmente, me habría gustado recordarte que nuestra fe católica es provida. Por muy inconveniente y difícil que pueda ser, los niños molestos y bebés exigentes son el bello resultado de aquellas creencias provida.
Cuando pienso en Jesús mirando hacia abajo a nuestra parroquia, me lo imagino con una gran sonrisa en su cara cuando oye la homilía del sacerdote siendo interrumpida por los balbuceos, risas y gritos de los pequeños.
Mientras me vestía para ir este domingo a misa, me aseguré de tener en mente estas respuestas, finalmente listo para decirte lo que realmente pensaba de tus comentarios la semana pasada.
Y es ahí donde me di cuenta.
¿Qué tal si no eres la malhumorada anciana que odia a los niños que creo que eres? ¿Qué tal que tus quejas sobre el comportamiento de mi familia en misa no tienen nada que ver con nosotros? ¿Qué tal que hay un gran dolor, mucho más profundo del que me puedo imaginar, que te llevó a abordarme después de misa la semana pasada?
Una cita de la carta de san Pablo a los Filipenses me ayuda a recordar que debo poner fin al pensamiento “sobre mí, humildemente, considerando a los demás más importantes que nosotros mismos, cada uno cuidando no sus intereses sino (también) los de los demás”.
¿Me he detenido a pensar que tu comentario podría provenir de un lugar de sufrimiento debido a una experiencia de infertilidad?
¿Me he detenido a pensar que tu comentario podría provenir de la tristeza a causa de un cónyuge distante, frío o indiferente?
¿Me he detenido alguna vez a pensar que tu comentario podría provenir de un lugar de remordimiento por no haber hecho de la misa una prioridad para tus hijos, que ahora se han alejado de la fe?
Lo admito, no lo he hecho.
En lugar de eso, he pensado sólo en mí. Y peor aún, me dejé consumir por los pensamientos sobre lo que habría podido decirte para “ponerte en tu lugar”.
Así que si voy a sugerir que Dios ponga frente a ti a una familia revoltosa, gritona y molesta en misa para tu santidad, también tendré que admitir que haga lo mismo conmigo poniéndome en tu vida.
Está en mí decidir si acepto lo que me ofrezca a través de ti y permitir que arruine mi relación con Él, o si voy a tomar esto como una oportunidad para decirle que sí y todo lo que venga por añadidura.
Seguramente no es fácil, pero me iré con la segunda opción.
Rezo por ti, y te pido que reces por mí también.
Como puedes ver por la insensatez que está en el banco frente a ti, lo necesito.
(Nota: Simcha Fisher, madre de 10, tiene más escritos sobre el tema, en inglés)
Tommy Tighe es un esposo hipser y padre de cuatro niños. Puedes seguirlo en Twitter @theghissilent. Este artículo apareció originalmente en CatholicMom.com y ha sido reeditado aquí con su permiso.