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Cómo experimentar que vales por ti mismo

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 21/12/15
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Dependo de los “likes” de los hombres en mi vida y me olvido del “me gusta” de Dios cada mañanaQuiero ser capaz de decirle que sí a Dios aunque me asuste. Entregarle la vida aunque le haya defraudado muchas veces. ¿Dios se siente alguna vez defraudado? Me cuesta imaginármelo.

Yo sí, es verdad, y proyecto mis sentimientos en Dios. Me siento defraudado cuando me fallan, o me hieren, o no están a la altura de lo que espero, o no me tratan bien, o no me respetan.

Me defraudan cuando prometen y no cumplen. Cuando no son radicales en la entrega, cuando viven vidas mediocres lejos del ideal que yo sueño.

¡Qué lejos estoy de la mirada de Jesús! Que ni siquiera mira así desde el madero a aquellos que le matan. Ni a los que lo abandonan dejando a María sola al pie de la cruz.

Pero yo sí sufro, sí me siento débil juzgando a los hombres, juzgándome a mí mismo. Miro así a los demás, sin misericordia y me miro a mí mismo de la misma manera. Cuando soy débil, impotente, incapaz. Me entristezco, me duele mi pobreza.

Decía el Padre José Kentenich: “La cruz de la impotencia. ¡Cuán profundamente la experimentamos! Debemos aguantar y aceptar nuestras debilidades y, no obstante, trepar hasta el corazón de Dios[1].

La impotencia para hacer lo que Dios me pide. Necesito mirarme como Dios me mira. ¡Cuánto me cuesta! Me mira mucho mejor de lo que yo me veo. Quiero abrazar sus sueños y hacerlos míos. Quiero que sus ojos sean los míos. ¿Qué quiere Dios de mí?

Miro los árboles que se despojan de sus hojas. Pierden su orgullo. Se muestran débiles, frágiles en invierno, sometidos por el viento. Duele ver su majestuosidad perdida. Su vigor apagado. Se elevan erguidos, desnudos, inermes, esperando.

Han perdido todo su follaje y aparecen sin belleza ante el mundo. Pero no se esconden, permanecen fieles pegados a su tierra. Temo que al perder mis hojas verdes pierda la fuerza y hondura de mis raíces.

Quiero tener un tronco firme, y raíces profundas. ¿He perdido yo las hojas en el camino de la vida? ¿Me he despojado de mi follaje para dejar que se vea mejor el rostro de Dios? ¿He perdido la fuerza, la pasión, la alegría? Espero que no.

Desde la ventana, cuando caen las hojas, las ramas desnudas de los árboles, dejan ver mejor el santuario. Yo tengo hojas que sí puedo perder. Las del orgullo, las de la vanidad, las del egoísmo. Pero, ¡cuánto me cuesta perder esas hojas! Me gusta el reconocimiento del mundo.

Como rezaba una persona: “Me gusta ser visto por la gente, Jesús. Cuando hago algo bueno, cuando actúo bien. Me gusta el reconocimiento y el apoyo, la palmada en la espalda, el aplauso. No sé cómo lo hago pero dependo de los likes de los hombres en mi vida. Y me olvido del me gusta de Dios cada mañana. No te miro, Jesús, no te busco. Siento que sin ti estoy vacío. Ahora veo la cuna de mi vida vacía. La veo llena de ídolos, pero Tú no estás. Perdóname. Quiero tenerte dentro para que llenes la cuna de mi alma ahora vacía. Déjame que te busque, déjame que te quiera. No sé, Jesús, no sé qué haría sin ti. Necesito que vengas, mientras yo vago vacío”.

Quiero aprender a vivir vacío de aplausos, de halagos, de mi ego, de mi orgullo. Vacío del reconocimiento de los hombres, de mi fama, de mis logros.

No quiero que me aprecien por mi currículum. Y yo me empeño en llenarlo todo de cosas para justificar el valor de mi vida.

Si me aprecian sólo por lo que hago, mal asunto. Quiero que me aprecien por lo que soy. El primero que me mira así, con amor infinito, conmovido, es Dios mismo. Eso me alegra. Pero, ¡cuánto me cuesta hacer el ridículo! Que se rían de mí. Despojarme del control de la vida. Exponerme a que otros sean mis manos y mi voz, dándome órdenes al oído. Dejando de ser yo el que lo controle todo.

Quisiera yo también llenar de Dios mi cuna vacía. Despojarla de hojas. Las ramas mudas. Vaciar mi alma para llenarla de Dios.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

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