Audiencia general del 21 de octubre de 2015
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Queridos hermanos y hermanas, buenos días
En la meditación pasada reflexionamos sobre las importantes promesas que los padres hacen a los niños, desde cuando éstos son pensados en el amor y concebidos en el seno.
Podemos añadir que, bien visto, toda la realidad familiar está fundada en la promesa: se puede decir que la familia vive de la promesa de amor y de fidelidad que el hombre y la mujer se hacen el uno al otro. Esa comporta el compromiso de acoger y educar a los hijos; pero se realiza también en el cuidar de los padres ancianos, en proteger y atender a los miembros más débiles de la familia, en ayudarse mutuamente para realizar las propias cualidades y aceptar los límites. Y la promesa conyugal se alarga al compartir los gozos y las alegrías y los sufrimientos de todos los padres, las madres, los niños, con generosa apertura por la convivencia humana y el bien común. Una familia que se cierra en sí misma es como una contradicción, una mortificación de la promesa que la hizo nacer y vivir.
En nuestros días, el honor de la fidelidad a la promesa de la vida familiar parece muy debilitado. Por una parte, porque un malentendido derecho a buscar la propia satisfacción, a toda costa y en cualquier relación, es exaltada como un principio no negociable de la libertad. Por otra parte, porque se confían exclusivamente a la obligación de la ley los vínculos de la vida de relación y del compromiso por el bien común. Pero, en realidad, nadie quiere ser amado sólo por sus bienes o por obligación. El amor, como la amistad, deben su fuerza y su belleza precisamente a este hecho: que generan un vínculo sin quitar la libertad. Sin libertad no hay amistad, no hay amor, no hay matrimonio.
Por tanto, libertad y fidelidad no se oponen una a otra, al contrario, se sostienen mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las sociales. Pensemos, de hecho, en el daño que produce, en la civilización de la comunicación global, la inflación de promesas no cumplidas, en varios campos, y la indulgencia a la infidelidad a la palabra dada y a los compromisos asumidos.
Sí, queridos hermanos y hermanas, la fidelidad es una promesa de compromiso que se autorrealiza, creciendo en la libre obediencia a la palabra dada. La fidelidad es una confianza que “quiere” ser realmente compartida, y una esperanza que “quiere” ser cultivada juntos.
La fidelidad a las promesas es una verdadera obra de arte de humanidad. Si miramos a su audaz belleza, nos atemoriza, pero si despreciamos su valiente tenacidad, estamos perdidos. Ninguna relación de amor – ninguna amistad, ninguna forma del querer, ninguna felicidad del bien común – llega a la altura de nuestro deseo y de nuestra esperanza, si no llega a habitar este milagro del alma. Y digo “milagro”, porque la fuerza y la persuasión de la fidelidad, a despecho de todo, nunca acaban de encantarnos y de sorprendernos. El honor a la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden obligar con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio.
Ninguna otra escuela puede enseñar la verdad del amor, si la familia no lo hace. Ninguna ley puede imponer la belleza y la herencia de este tesoro de la dignidad humana, si el vínculo personal entre amor y generación no la escribe en nuestra carne.
Es necesario restituir honor social a la fidelidad del amor. Es necesario sacar de la clandestinidad el milagro cotidiano de millones de hombres y mujeres que regeneran su fundamento familiar, del que vive toda sociedad, sin ser capaces de garantizarlo de ninguna otra forma. No por casualidad, este principio de la fidelidad a la promesa del amor y de la generación está escrito en la creación de Dios como una bendición perenne, a la que ha confiado el mundo.
Si san Pablo puede afirmar que en el vínculo familiar está misteriosamente revelada una verdad decisiva también para el vínculo del Señor y de la Iglesia, quiere decir que la Iglesia misma encuentra aquí una bendición que custodiar y de la que aprender siempre, antes de enseñarla y disciplinarla. Nuestra fidelidad a la promesa, sin embargo, está siempre confiada a la gracia y la misericordia de Dios. El amor por la familia humana, en lo bueno y en lo malo, es un punto de honor para la Iglesia. Que Dios nos conceda estar a la altura de esta promesa. Y recemos por los Padres del Sínodo: que el Señor bendiga su trabajo, llevado a cabo con fidelidad creativa, en la confianza de que Él primero, el Señor, es fiel a sus promesas.