Nacemos para la vida eterna, para volver a nacer, por eso, tal vez por eso, merece la pena amar para siempre
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Muchas veces no resulta tan fácil conservar la alegría y la esperanza cuando las cosas no nos salen bien. La vida no siempre es sencilla. Hay alegrías y sinsabores. Momentos de paz y otros de dolor.
No es fácil enfrentar el camino siempre con una mirada optimista. Mirando la botella medio llena. Viendo el día casi perfecto. A veces perdemos el ánimo y nos fijamos en lo que nos falta, en lo que no nos resulta, en lo que no conseguimos.
Ser fieles al sueño que un día nos puso en camino es lo que nos mantiene vivos, alegres y confiados. Se trata de volver al entusiasmo del primer amor sin dejar de pensar que la vida es para siempre. Sin dejar de comprender que caminamos paso a paso, dando nuestro amor sencillo.
El otro día leía el testimonio de Chiara Corbella: “No nos consideramos valientes. Porque en realidad lo único que hemos hecho ha sido decir sí, paso a paso”[1]. Tal vez por eso me gusta el título del libro: Nacemos para no morir nunca.
Nacemos para la vida eterna. Nacemos para volver a nacer. Por eso, tal vez por eso, merece la pena amar para siempre. Amar paso a paso, en cada recodo del camino. En la salud y en la enfermedad. Sin tener claro lo que viene. Sin temer demasiado como para dejar de confiar y seguir caminando.
Amar volviendo siempre al primer amor, a ese amor que Dios sembró en el alma como una llama incipiente. Que nuestros pasos siempre estén movidos por el amor. No parece sencillo.
Decía José Kentenich: “En la conducción de la propia vida tiene inmutable validez el principio: lo que hago y dejo de hacer, lo que digo, lo que arriesgo, nacen siempre primariamente de un movimiento de amor”[2].
¿Todo lo que hago está movido por el amor? ¿Por el amor a Dios, a mí mismo, a los hombres? ¿Me mueve siempre un amor sincero y hondo, un amor verdadero? Creo que no.
Me mueven muchas veces mi egoísmo, mis deseos enfermizos de buscar mi felicidad, mis ansias de poder y reconocimiento. ¡Cuánto me cuesta renunciar por amor, ceder por amor, sacrificar mi vida por amor!
Por eso me gustan las palabras con las que rezaba una persona: “Hasta ahora mi pequeñez me ahogaba y no me dejaba abrir el corazón porque me quedaba en mi miseria. Pero Dios me ha mostrado que ser pequeño es precisamente alegrarnos de lo que somos, dejar a un lado todo lo que nos aparta de nosotros mismos y de Dios y dejar que Él actúe a través de nosotros”.
Mi miseria no puede ser motivo de desesperación, causa de desánimo. Mi incapacidad para amar de verdad no puede detener mis pasos, ni acabar con mi deseo de luchar por algo más grande.
Mi miseria me hace más humilde y pequeño, más vulnerable y necesitado del poder de Dios. Él pone su corazón en mi miseria. Es misericordia para mí. Es amor que se derrama para levantar mi alma caída.
Mi debilidad, mi incapacidad para amar con toda mi vida, no me pueden quitar nunca la sonrisa. Nacemos para no morir nunca. Ese convencimiento mueve mis pasos y mi amor. Somos ciudadanos del cielo.
Sé que no es sencillo caminar siempre al mismo ritmo cuando las cosas no van bien. Confiar una y otra vez después de haberlo perdido todo. Sonreír al mundo aun habiendo sido decepcionados por la vida o las personas. Vivir sin desanimarnos cuando todos sienten lástima de nuestra suerte y se compadecen. No parece tan sencillo.
Y verdaderamente no lo es. Es un don, una gracia que pedimos cada día para volver a levantarnos. No quiero perder la ilusión de vivir de cara al cielo. De espaldas a la muerte. Sin temer que mi sí se debilite con el paso de los años.
[1] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 21
[2] J. Kentenich, Pedagogía de las vinculaciones