Si sientes que no puedes abandonar tu pecado, no te alejes de la Iglesia y de Dios: déjate caer en su misericordia
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Nuestros actos pueden escandalizar: “Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo”.
Jesús le pide a Juan que mire en su interior. Que mire sus ojos, sus pies, sus manos, su corazón. Y no esté tan pendiente de cómo lo hacen los otros.
Pienso que a veces se han entendido estas palabras de Jesús como una exigencia a ser perfectos. Y no aceptar la más mínima imperfección.
Yo creo que no es así. Jesús les acaba de hablar de servicio, de niñez, de misericordia ante los diferentes. De aprender a amar. Están rotos, como todos, son pequeños, torpes, no comprenden. Son pecadores y débiles, como nosotros.
Jesús les pide que crean en su amor y cuando caigan recurran a Él, que siempre estará. Que vivan con Él, que crean en ese amor misericordioso capaz de perdonar cualquier pecado sin recordarlo jamás, que confíen en su amor incondicional y personal.
Esa es la exigencia de Jesús. Que no sean duros. Que no dejen en su corazón convivir los celos, el afán de ser los primeros, de poseer en exclusividad. Que se hagan niños.
Yo le pido a Jesús que me enseñe a amar y a mirar como Él, que perdona mis juicios duros, mi intolerancia. Que me ayude a vivir nombrándolo a Él en todo lo que hago, sin nombrarme tanto a mí mismo.
A veces mi pecado puede ser motivo de escándalo para otros. Mi pecado público y conocido, mi incoherencia de vida. Mi debilidad. Jesús me pide que, cuando caiga, me levante y aprenda a amar. Me pide que no me ahogue en mi pobreza.
Mi pecado es consecuencia de mi debilidad. Me impresionan las palabras del Padre José Kentenich: “¡No ver el pecado de forma muy prolongada, unilateral y permanente como un mal, sino también como un bien! Lo digo también con san Bernardo: el abono es descomposición. Pero, ¿qué hacemos en la agricultura sin descomposición? Es así como, en el mal del pecado, se esconde un bien muy fuerte”[1].
¡Mi pecado puede ser fuente de vida! Es una paradoja. Mi pecado es el abono de una nueva vida. Ese pecado me puede alejar de Dios, cuando me siento culpable.
¡Cuánta gente se aleja hoy de Dios y de la Iglesia por no poder abandonar su pecado! No pueden cortarse la mano, ni el pie, ni pueden sacarse el ojo. Y prefieren alejarse de Dios. Han dejado de creer en su misericordia.
A veces nuestro pecado nos esclaviza o se ha convertido en una forma de vida. La misericordia de Dios es infinita. Cuesta entenderlo. Cuesta comprender que nuestro pecado pueda esconder un bien en su interior. Que pueda ser semilla de bien.
Dios no quiere el pecado. Pero ama al pecador. ¡Cuánto cuesta dejar pecados que se han ido metiendo en mi alma!
El pecado reconocido, el pecado que nos lleva al arrepentimiento y a la conversión, acaba siendo fuente de bendición. Cuando nos enfrentamos con nuestra debilidad podemos verla como un trampolín hacia lo alto.
Miramos a Dios en su misericordia. Nos conmueve su mirada sobre nuestra miseria. El pecado puede engendrar humildad, y desde la humildad, podemos crecer como niños confiados en sus manos de Padre.
[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría