“A veces me es casi imposible ver la bondad en mí, tu propia bondad…”
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Hay dos maneras de pensar acerca de la bondad. Como un rasgo fijo: o lo tienes o no lo tienes. O como un músculo. En algunas personas ese músculo es naturalmente más fuerte que en otras, pero puede crecer y hacerse más fuerte con el ejercicio.
Me gusta pensar en la bondad como un músculo. Crecer en la bondad requiere constantemente mucho trabajo.
Jesús fue un hombre bueno. Su alma estaba llena de bondad. Pero al mismo tiempo vivió ejercitando el músculo de la bondad. Pasó por la vida haciendo el bien.
Hay personas buenas por naturaleza. No se esfuerzan mucho y son buenas. No piensan mal, no actúan mal. Hay otras a las que les cuesta mucho más practicar el bien. Tienen que esforzarse, ejercitan el músculo. Tienen que aprender a mirar la vida con bondad. Y a actuar movidos por la bondad.
Es verdad que ser bueno no es sinónimo de ser santo. Hay gente buena que no es santa. Porque la santidad tiene que ver con estar llenos de Dios, con actuar movidos por Dios, con ser dóciles al querer de Dios, con amar a Dios y a los hombres con toda el alma.
Eso sí, una persona buena lo tiene más fácil para pasar haciendo el bien y construir la paz. Le sale con facilidad. Lo normal es que experimentemos en nuestro corazón esa tensión entre el deseo de hacer el bien y el mal que hacemos. Una persona rezaba:
“Te quiero entregar, Señor, la herida que se repite. Espero a veces que los que se han sentido heridos por mí, no se acuerden. Espero compensar el mal con el bien, pero ni así se remedia. Lo peor es que sigo cayendo, sigo hiriendo. A veces me es casi imposible ver la bondad en mí, tu propia bondad. Y siento que es incompatible ser a la vez miseria y bondad. No sé qué quieres, Señor, con ello, no sé qué quieres al descubrírmelo con tanta claridad. Quizás sólo quieras que me acepte sin más, pero ni eso sé hacer. Pero creo tener conciencia de mi miseria, incluso de esos rincones en los que no me atrevo a entrar. Sé que Tú estás también allí. Sólo eso me consuela”.
Veo mi miseria y mi anhelo de santidad. Mi pecado y el mal que hago. La desproporción entre lo que sueño y lo que logro. Es fuerte el deseo de hacer el bien. Como decía san Pablo: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Rom 7,19.
Nuestro mal hiere. Nuestro pecado causa daño. Nos gustaría no hacer el mal. Pasar por la vida haciendo el bien. Que al final del camino nos recordaran como hombres que sembraron muchas semillas de bien.
Por eso es tan importante ejercitar el músculo del bien. Aunque no nos salga natural, hacer el bien. No devolver nunca mal por bien. No causar daño por envidia, por celos, por rencor. ¡Qué difícil evitarlo tantas veces!
Miramos a María. Le pedimos a Ella que nos enseñe a actuar con un corazón bueno. ¡Tiene tanto trabajo por hacer en nosotros! La alianza de amor con Ella es un seguro de vida.
Ella nos enseña a hacer el bien. Sin importarnos el mal que nos hayan causado antes. Es un milagro. Una forma nueva de mirar la vida. Me gusta una descripción de ese cambio que anhelamos:
“Cuando la serpiente percibe que comienza a envejecer, a arrugarse y a oler mal busca un lugar con juntura de piedras y se desliza entre ellas de tal manera que deja la vieja piel y con ello le crece una nueva. Lo mismo debe hacer el hombre con su vieja piel, esto es, con todo aquello que tiene por naturaleza, por grande y bueno que sea, pero que ha envejecido y tiene fallos. Para ello es necesario que pase por entre dos piedras muy juntas. Sin atravesar esa angostura no se madura, no se renueva. El hombre exterior tiene que ser raspado para que el interior se renueve día tras día”[1].
A veces, cuando sintamos que nos hemos endurecido, que devolvemos mal por bien, que nos hemos llenado de amargura, entonces tenemos que pedirle a María que haga con nosotros como con la serpiente. Pasar entre dos piedras para quitarnos esa piel endurecida.
Para que salga la bondad que llevamos en el alma tenemos que quitarnos esa piel dura y egoísta. Pasamos por esa angostura para renovar el corazón. Cortar con lo viejo, con lo duro, con lo rígido. Cortar con lo que no nos hace bien, con lo que impide sacar la bondad que tenemos en el alma. Cortar con esa actitud enferma, egoísta, celosa, que tantas veces nos limita.
[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 69