No es lo deseable aunque a veces no haya remedio: toda ausencia paterna tiene un alto costo
Se puede ser padre de familia de cuatro maneras. Las dos primeras, por vocación o por “accidente”. La primera sucede cuando cada ser humano se concede la oportunidad de concebir de tres modos: en el intelecto (se piensa ser padre), en el corazón (se ama ser padre) en el vientre (se es padre). Del modo inverso, por accidente, se trastoca el orden: primero se engendra en el vientre, se acepta a regañadientes la situación y finalmente se toma la decisión de apoyar o seguir adelante con el embarazo.
Pero existe además una tercera forma de convertirse en padre de familia: padre con ausencia total en la existencia del hijo. Esta última no es tan ocasional como lo es en caso de muerte, sino por decisión propia de quien teme la responsabilidad de ayudar a sacar adelante aquella vida que seguramente engendró en medio de las promesas de perpetuo amor que muchos suelen darse en el deleite ciego de la cama.
Pero hay además una forma menos convencional por las que muchas mujeres optan: ser madres de hijos de padres que desconocen y cuya única función fue sólo donar anónimamente sus espermatozoides para que alguna mujer deseosa de la maternidad sin compromisos de esposa pudiera tener algo que ella considera un derecho más que un don propio y producto del amor verdadero en la donación.
Lo que muchos han olvidado y estudios serios demuestran es que el ejercicio de la paternidad no se limita a aquella “colaboración” masculina en la que el hombre “siembra” una semilla en un terreno que considera suyo pero que de ahí en adelante no tiene responsabilidad emocional alguna salvo la de asegurarse que la planta crezca robusta con los cuidados económicos que le puede brindar.
Partamos del hecho de que los roles de padre y madre no son intercambiables. Las consecuencias de vivir sin padre son múltiples y aunque los dos sean receptivos y afectuosos, la manera de relacionarse con los hijos es diversa haciéndose más notoria en los primeros años de vida. La ausencia del padre afecta las habilidades cognitivas del niño. Además es importante reconocer que son los papás los transmisores de las reglas básicas de la sociedad. Es muy fácil encontrar entre los menores que delinquen la falta de un padre que haya inculcado en él principios de respeto y de moralidad de las acciones.
“El padre, además, es importante para la consolidación de la identidad sexual tanto en los niños como en las niñas. Los niños hombres aprenden del comportamiento masculino de sus padres en las interacciones familiares. “En ausencia o carencia del padre, puede desarrollarse la masculinidad del niño siguiendo otros modelos masculinos: hermanos, tíos, abuelos, incluso profesores”.
Que una niña crezca con un sentimiento de auto-valoración y de verdadera feminidad, también depende, en gran medida, de la presencia de un papá que supo tratarla con respeto, valoró su feminidad y estimuló sus habilidades. Por el contrario, la ausencia de papá en una niña, puede traer como consecuencia una baja estima y la consecuente búsqueda de un afecto masculino que muchas veces suele ser profundamente nocivo en su vida por no saber identificar el modo como un hombre debe tratarla.
Es innegable que la presencia del padre de familia hace parte esencial del adecuado desarrollo de la vida de los hijos. La inseguridad que muchas veces se engendra, las dificultades para el rendimiento académico, la baja autoestima depende en no pocas ocasiones de la nula presencia de papá.
Es por ello que tanto varones como mujeres necesitan entender que ninguno de los dos puede reemplazar al otro en su rol educativo de los hijos. La condición obligada de ser padre-madre al mismo tiempo no es lo deseable y aunque se tenga capacidad económica o carácter para sacar adelante la prole, el vacío siempre permanecerá.
Por ello invito a todos los varones, especialmente a quienes huyen ante un embarazo que les tomó por sorpresa a asumir con valentía su nueva condición.
Hoy necesitamos padres que se sientan sacerdotes de su hogar para que ayuden a la santidad de sus hijos; padres que se sientan elegidos y ungidos por Dios para enseñar la verdad; padres que estén ahí para ayudar a tomar decisiones en los momentos más cruciales de la vida; padres que den sentido de trascendencia para que sus hijos aprendan a vivir sin temor por el futuro y su destino final; padres que enseñen a amar a Dios con todo el corazón con toda el alma y con todas la fuerzas; padres que abracen sin temor a mostrarse débiles pues la verdadera debilidad es la impotencia para mostrar lo que se es y lo que se siente; padres que corrijan sin humillar; padres que amen en la sobriedad del tener y no eduquen con mentalidad triunfalista haciendo creer que la vida útil es la que siempre tiene éxito sino que enseñen a levantar en las caídas.
En fin, necesitamos padres que hagan presencia por siempre. Toda ausencia paterna tiene un alto costo.