La historia de Gianluca, contada por un sacerdote que le acompañó hasta el finalA través de dos vocales, intentaré contar cómo la vida de Gianluca (enfermo de osteosarcoma desde los 18 años) ha sido – y es ahora, más que antes – un modo concreto para dar vida a un auténtico concierto y a una armonía de pensamientos, gestos, oraciones, encuentros, ayuda a los necesitados y amor intenso expresados al máximo nivel.
Empezaré por la “A” de acogida. Mi historia con Gian empezó así. Preocupado por qué tenía que decirle, cómo presentarme a él cuando pidió verme, cuánto tiempo quedarme en casa con él, salí lavado y purificado por su presencia. En seguida esa tarde, con un trozo de pastel y té, sobre todo con sus palabras y su mirada profunda, me sentí en seguida “de casa”. Gian fue de una sencillez desarmante, como la del niño evangélico, símbolo del Reino, que se muestra como es, sin pantallas ni defensa.
Entregó, gradualmente, la llave de su corazón, fiándose ciegamente de que, los que le querían, sabrían ayudarle, de cualquier manera, no importa lo que le sucediera. Incluso lo peor. Puso su vida en manos, corazones, presencias acogedoras. Sus padres y su hermano sobre todo. Pero también amigos, sacerdotes, voluntarios, médicos y enfermeros.
Contagió a todos con su enfermedad más grave: el amor. Su acogida parecía predicar una confianza de la vida – la suya – que, ya tan frágil, se dirigía – y el lo sabía bien – hacia un fin inexorable. Pero era como si el ocaso tuviera que transformarse en un nuevo amanecer.
Por esto no perdía el tiempo, no vacilaba, no se aburría, sino que lo vivía todo, desde la misa en casa a ver una película, del intercambio de impresiones con amigos a una merienda, a una cena con pollo y patatas, con gran intensidad. Al acoger a Dios, las personas, la vida, la misma enfermedad, Gian “robaba” a sus amigos sus ganas de vivir, se alimentaba de mi poca fe, la pedía, deseando estar en el corazón y en las oraciones de muchos.
No en seguida y no en un momento. Pero, encuentro tras encuentro, crecía su deseo de vivir y, paradójicamente, aumentaba su conciencia de que iba a morir. “Padre, estoy muriendo. ¿Qué me espera? ¿Cuál será mi recompensa? ¿Jesús me está esperando?”. Tuve la sensación de que la muerte no le tomó por sorpresa. Al revés.
El milagro de los últimos meses de su enfermedad no fue el de la curación. Quizás esto habría sido más espectacular. Su caso nos muestra a un Gian que sabe afrontar la vida antes de la muerte y sabe leer, con los ojos de la fe, una enfermedad y un dolor de los que se hace no amigo, sino señor.
Gian no murió desesperado, sino confiado. No se fue dando un portazo, sino caminando. No cerró la existencia maldiciendo una oscuridad que no se merecía, sino deseando un encuentro con la Luz del mundo, apenas contemplada en la alegría de la Navidad. El milagro verdadero ha sido, para Gian, comprender el “por qué” de esa condición tan humanamente desfavorable para él y para su familia y leerla con los ojos de la fe.
Cuando a finales del 2012 el hospital le comunicó la sentencia de su tumor, él tuvo que decidir convertirse en hombre. No de golpe sino día a día. Pero sin volver atrás. Precisamente al crecer como hombre, la fe encontró un terreno fecundo en el que germinar.
Gian creció e hizo crecer. Tenía fe y la hizo volver en los demás. Era hombre de comunión y deseaba que se amase. Y lo decía, lo escribía en WhatsApp, lo manifestaba. La de Gian, humanamente, es una historia de dolor. Evangélicamente, una historia de gracia y de belleza. Con sólo veinte años, ha demostrado que se puede estar habitado por Dios y por los hombres.
Tomado y adaptado del prólogo al libro Spaccato in due. L’alfabeto di Gainluca (Partido en dos. El alfabeto de Gianluca), publicado por San Paolo y escrito por Gianluca y por el sacerdote Marco D’Agostino, autor de este artículo.