La vida a la que Dios llama no consiste únicamente en hacer cosas buenas, sino en «ser buenos», virtuosos
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La madurez cristiana implica tomar las riendas de nuestra vida, preguntarnos de verdad, ante Dios, qué nos falta aún. Inicia entonces un combate por adquirir, con nuestro empeño y sobre todo la ayuda del Señor, las virtudes.
«Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?»[1]. Nosotros, discípulos del Señor, presenciamos la escena con los Apóstoles, y quizá nos sorprendemos ante la contestación: «¿Por qué me llamas bueno?
Nadie es bueno sino uno solo: Dios»[2] Jesús no da una respuesta directa. Con suave pedagogía divina, quiere conducir a aquel joven hacia el sentido último de sus aspiraciones: «Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado “con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente"»[3]
Para entrar en la Vida
El Señor vuelve enseguida a los términos de aquella consulta audaz: ¿qué debo hacer? «Si quieres entrar en la Vida -responde- guarda los mandamientos»[4].
Tal como lo presentan los evangelios, el joven es un judío piadoso que podría haberse ido satisfecho con esta respuesta; el Maestro le ha confirmado en sus convicciones, porque le refiere a los mandamientos que ha guardado desde su adolescencia[5].
Sin embargo, quiere oírlos de la boca de este nuevo Rabbí que enseña con autoridad. Intuye, y no se equivoca, que puede abrirle horizontes insospechados. «¿Cuáles?»[6], pregunta. Jesús le recuerda los deberes que tienen que ver con el prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás al prójimo como a ti mismo»[7].
Son los preceptos -la llamada segunda tabla- que protegen «el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares»[8]. Constituyen la primera etapa, la vía hacia la libertad, no la libertad perfecta, como señala san Agustín[9]; dicho de otro modo, son una fase inicial en el camino del amor, pero todavía no el amor maduro, plenamente cumplido.
¿Qué me falta aún?
El joven conoce y vive estas prescripciones, pero algo en su interior le pide más; tiene que haber -piensa- algo más que pueda hacer. Jesús lee en su corazón: «fijó en él su mirada y quedó prendado de él»[10].
Y le lanza el desafío de su vida: «Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme»[11].
Jesucristo ha puesto a aquel hombre frente a su conciencia, frente a su libertad, frente a su deseo de ser mejor. No sabemos hasta qué punto ha entendido los requerimientos del Maestro, aunque por su misma pregunta -«¿qué me falta aún?»-, parece como si hubiera esperado otras “cosas para hacer". Sus disposiciones son buenas, aunque quizá aún no había entendido la necesidad de interiorizar el sentido de los mandamientos del Señor.
La vida a la que Dios llama no consiste únicamente en hacer cosas buenas, sino en «ser buenos», virtuosos. Como solía precisar nuestro Padre[12], no basta con ser bondadosos, sino buenos, de acuerdo con el panorama inmenso -«uno sólo es el bueno»[13]- que Jesús abre ante nosotros.
La madurez cristiana implica tomar las riendas de nuestra vida, preguntarnos de verdad, ante Dios, qué nos falta aún. Nos impulsa a salir del cómodo refugio de quien es un cumplidor de la ley para descubrir que lo que cuenta es seguir a Jesús, a pesar de los propios errores. Dejamos entonces que sus enseñanzas transformen nuestro modo de pensar y de sentir. Experimentamos que nuestro corazón, antes pequeño y encogido, se dilata con la libertad que Dios ha puesto en él: «corro por el camino de tus mandamientos porque has dilatado mi corazón»[14]
El reto de la formación moral
El joven no esperaba que “la cosa que faltaba" fuera precisamente poner su vida a los pies de Dios y de los demás, perdiendo su seguridad de cumplidor Y se marchó triste, como sucede a todo aquel que prefiere seguir exclusivamente su propia hoja de ruta, en vez de dejar que Dios lo guíe y le sorprenda. Dios nos ha llamado a vivir con su libertad -«hac libertate nos Christus liberavit»[15]- y, en el fondo, nuestro corazón no se conforma con menos.
Madurar es aprender a vivir de acuerdo a unos ideales altos. No se trata simplemente de conocer unos preceptos o de adquirir una visión cada vez más afinada de las repercusiones de nuestros actos.
Decidirse a ser buenos -santos, en definitiva- supone identificarse con Cristo, sabiendo descubrir las razones del estilo de vida que Él nos propone. Implica, por tanto, conocer el sentido de las normas morales, que nos enseñan a qué bienes debemos aspirar, cómo debemos de vivir para alcanzar una existencia plena. Y esto se alcanza incorporando en nuestro modo de ser las virtudes cristianas.
Los pilares del carácter
El saber moral no es un discurso abstracto, ni una técnica. La formación de la conciencia requiere un fortalecimiento del carácter que se apoya sobre las virtudes como sus pilares. Estas asientan la personalidad, la estabilizan, le trasmiten equilibrio. Nos hacen capaces de salir de nosotros mismos, del egocentrismo, y dirigir el foco de nuestros intereses fuera de nosotros, hacia Dios y hacia los demás.
La persona virtuosa está centrada, posee medida en todo, es recta, íntegra, enteriza. En cambio, quien carece de virtudes a duras penas será capaz de emprender proyectos de envergadura o de dar forma a los grandes ideales. Su vida estará hecha de improvisaciones y bandazos, de modo que no será fiable, ni siquiera para sí mismo.
Fomentar las virtudes expande nuestra libertad. Nada tiene que ver la virtud con el acostumbramiento o con la rutina. Desde luego, para que arraigue un hábito operativo bueno, para que cuaje en nuestro modo de ser y nos lleve a obrar el bien con más facilidad, no basta con una sola acción.
La repetición sucesiva ayuda a que se estabilicen los hábitos: nos hacemos buenos siendo buenos. Repetir la resolución de ponerse a estudiar a la hora, por ejemplo, hace que la segunda vez nos cueste menos que la primera, y la tercera algo menos que la segunda…, pero hay que perseverar en la determinación de ponerse a estudiar para mantener el hábito de estudio, que de otro modo se pierde.
La renovación del espíritu
Las virtudes, humanas y sobrenaturales, nos orientan hacia el bien, hacia aquello que colma nuestras aspiraciones. Nos ayudan a alcanzar la auténtica felicidad, que consiste en unirse a Dios: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado»[16].
Otorgan facilidad para actuar según los preceptos morales, que ya no se ven solo como normas a cumplir, sino como un camino que conduce a la perfección cristiana, a la identificación con Jesucristo según el estilo de vida de las bienaventuranzas, que son como el retrato de su rostro y «se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia»[17] que llevan a la vida eterna.
Se abre, entonces, un camino de crecimiento en la vida cristiana, según las palabras de san Pablo: «transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto»[18].
La gracia cambia el modo en que juzgamos los distintos eventos, y nos da criterios nuevos para actuar. Progresivamente, aprendemos a ajustar nuestro modo de ver las cosas a la voluntad de Dios, que se expresa también en la ley moral, de modo que amamos el bien, la vida santa, y gustamos «qué es lo bueno, agradable y perfecto»[19]. Se alcanza una madurez moral y afectiva en clave cristiana, que lleva a apreciar con facilidad qué es lo auténticamente noble, verdadero, justo y bello, y a rechazar el pecado, que ofende la dignidad de los hijos de Dios.
Este camino lleva a formar, como decía san Josemaría, un «alma de criterio»[20]. Pero, ¿cuáles son las características de este criterio?
En otro momento, él mismo añadía: «el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad»[21].
¡Qué gran retrato de la personalidad cristiana!: una madurez que nos ayuda a tomar decisiones con libertad interior y hacerlas propias, es decir, con la responsabilidad del que sabe dar cuenta de ellas; unas convicciones fuertes y seguras, basadas en un conocimiento profundo de la doctrina cristiana que alcanzamos a través de clases o charlas de formación, las lecturas, la reflexión y, especialmente, del ejemplo de otros, pues las «verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente»[22].
Esto se conjuga con la delicadeza de espíritu, que se traduce en afabilidad con los demás, y la educación de la voluntad, que se resuelve en llevar una vida virtuosa. Un «alma de criterio», por lo tanto, sabe preguntarse en las distintas circunstancias: ¿qué espera Dios de mí? Pide luces al Espíritu Santo, recurre a los principios que ha asimilado, se aconseja con quien puede ayudarle, y sabe actuar en consecuencia.
Fruto del amor
Así entendido, el comportamiento moral -que se concreta en vivir los mandamientos con la fuerza de la virtud- es fruto del amor, que nos compromete en la búsqueda y promoción del bien. Un amor así va más allá del sentimiento, que por su propia naturaleza es fluctuante y fugaz: no depende de los humores del momento, de lo que me apetece, o de lo que me gustaría en una determinada circunstancia.
Más bien, amar y ser amado supone un darse, que se funda en el atractivo que originan en el corazón el saberse querido por Dios y esos grandes ideales por los que vale la pena empeñar la libertad: «En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios»[23]
La perfección cristiana no se limita al cumplimiento de unas normas, pero tampoco al desarrollo aislado de capacidades como el autocontrol o la eficiencia. Impulsa, más bien, a la entrega de la libertad al Señor, a responder a su invitación: «ven y sígueme»[24], con la ayuda de su gracia.
Se trata de vivir según el Espíritu[25], movidos por la caridad, de modo que se desea servir a los demás, y se comprende que la ley de Dios es la vía privilegiada para practicar ese amor libremente elegido. No es cuestión de cumplir unas reglas, sino de adherirse a Jesús, de compartir su vida y su destino, obedeciendo amorosamente a la voluntad del Padre.
Sin ser perfeccionistas
Este empeño por madurar en virtudes es extraño a cualquier afán narcisista de perfección. Luchamos por amor a nuestro Padre Dios, es en Él en quien tenemos fija la mirada y no en nosotros mismos. Conviene, por tanto, desechar la tendencia al perfeccionismo, que quizá podría surgir si planteáramos erróneamente nuestra lucha interior según unos criterios de eficacia, la precisión, el rendimiento…, muy en boga en algunos contextos profesionales, pero que desdibujan la vida moral cristiana. La santidad consiste principalmente en amar a Dios.
De hecho, la madurez lleva a armonizar el deseo de actuar bien, con las limitaciones reales que experimentamos en nosotros mismos y en los demás.
En ocasiones pueden venir ganas de decir con san Pablo: «no logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago (…) ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte…?»[26]. Sin embargo, no perderemos la paz, pues Dios nos dice, lo mismo que al Apóstol: «Te basta mi gracia»[27]. Nos llenamos de agradecimiento y esperanza, pues el Señor cuenta con nuestras limitaciones, con tal de que nos impulsen a convertirnos, a acudir a su ayuda.
De nuevo aquí, el cristiano encuentra un asidero en la primera respuesta de Jesús al joven: «uno sólo es el bueno»[28]. De la bondad de Dios vivimos sus hijos. Él nos da la fuerza para orientar toda nuestra vida hacia lo que realmente es valioso, de comprender qué es lo bueno y amarlo, de disponer de nosotros mismos con vistas a la misión que Él nos ha encomendado.
J.M. Barrio ‒ R. Valdés
[1] Mc 10, 17.
[2] Mc 10, 18.
[3] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor (6-VIII-1993), n. 9. Cfr. Mt 22, 37.
[4] Mt 19, 17.
[5] Cfr. Mc 10, 20.
[6] Mt 19, 18.
[7] Mt 19, 18-19.
[8] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 13.
[9] Cfr. In Ioannis Evangelium Tractatus, 41, 9-10 (cit. en Veritatis splendor, n. 13).
[10] Mc 10, 21.
[11] Ibidem.
[12] Cfr. Camino, n. 337.
[13] Mt 19, 17.
[14] Sal 118 (119), 32.
[15] Gal 5, 1
[16] Jn 17, 3.
[17] SAN JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 16.
[18] Rm 12, 2.
[19] Ibidem
[20] Camino, al lector.
[21] Conversaciones, n. 93.
[22] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi (30-XI-2007), n. 49.
[23] Amigos de Dios, n. 31.
[24] Mc 10, 21.
[25] Cfr. Ga 5, 16.
[26] Rm 7, 15.24
[27] 2 Cor 12, 9.
[28] Mt 19, 17.
Artículo originalmente publicado por Opus Dei