Dios es misericordia pero también es justicia y santidad
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Hay un dicho que dice: “El que algo quiere algo le cuesta”. ¿Qué le ha de costar al cristiano para salvarse? El cristiano, como prioridad de vida, tiene que buscar su salvación y para lograr este objetivo está llamado a hacer el esfuerzo diario de vivir su realidad terrena en comunión con Dios.
Así que es necesario luchar contra el pecado que es un gran obstáculo para esa unión con el Amor.
Una manera privilegiada de estar en comunión con Dios es recibir y vivir frecuentemente de los sacramentos, especialmente la confesión y eucaristía.
Por otro lado, Jesús tiene muchas expresiones que denotan unas exigencias a tener en cuenta por parte de sus discípulos o de los que lo querían o quieren seguir.
Son exigencias de todo tipo, incluso exigencias morales. Y Jesús no era un simple maestro de moral, era y es la Palabra de Dios encarnada.
Son muchos los que no están de acuerdo con sus exigencias y palabras. Sus propios seguidores reaccionaron con estupor ante ellas.
Pero Jesús nunca se retractó de lo que dijo. Como tampoco se echó atrás cuando sus discípulos le abandonaron cuando anunció que había que comer su carne y beber su sangre para ser salvos.
Y la Iglesia, cuya cabeza es Jesucristo, le debe guardar fidelidad a Jesucristo, debe estar en sintonía y comunión Él.
Es por esto que la Iglesia debe velar por el mensaje de Jesús y recordar sus exigencias. La Iglesia exige, como cualquier buena madre, porque quiere el bien de sus hijos.
Y no excluye a nadie. Lo que sí pide es que sus hijos vivan en la gracia de Dios para recibir la Comunión, y vivan el examen de conciencia, la contrición de corazón, el propósito de enmienda, la confesión de boca y la satisfacción de obra para recibir la absolución.
La Iglesia pide encarecidamente a sus hijos la conversión porque ese cambio está en función de vincularnos más y mejor con Dios, fuente de la felicidad verdadera de hoy y del mañana eterno. De manera pues que la conversión es un deber del cristiano.
Y la conversión es un proceso constante que comienza por reconocer los pecados y continúa con la erradicación del pecado, fuente de sufrimiento, de dolor, de llantos y de muerte.
Dios y la Iglesia esperan que el cristiano erradique poco a poco y día tras día el pecado de su vida. Pero esto es difícil, entre otras cosas porque lastimosamente a veces falta la noción de pecado.
Es cierto, Dios es misericordia pero también es justicia y santidad. No se puede consentir el pecado con una concepción equivocada de la misericordia divina, pues de esta manera se banalizaría la imagen de Dios, imagen según la cual Dios no puede más que perdonar, así sin más.
Al misterio de Dios pertenecen también la santidad y la justicia. Si se niegan estos dos últimos atributos divinos y no se toma en serio la realidad del pecado (con el arrepentimiento incluido), tampoco puede ser posible su misericordia.
Jesús acogió a la mujer adúltera con amor, con compasión y, sobretodo, absolviéndola pero también le dijo: “vete y desde ahora no peques más” (Jn 8, 11).
De manera pues que hay que saber entender la misericordia de Dios pues ésta no es una dispensa ni de las disposiciones de la Iglesia como tampoco de los diez mandamientos.
La misericordia lleva consigo la fuerza de la gracia para levantarse después de una caída y para llevar una vida de acuerdo al ideal del cristiano.
San Pablo dice: “El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación es fuerza de Dios porque está escrito: “Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes” (1Cor 1,18-19).
Para unos la cruz es necedad, tontería, algo ilógico o insensato. Para otros, la cruz es fuerza de Dios. ¿Para quiénes? Para los que están en vías de salvación, para los que se están encaminando hacia ella. Todo depende de cómo nos relacionemos con la cruz de Cristo.
Dios quiere salvar a los que aceptan toda la predicación de Cristo y aceptando dicha predicación, creen. Esta fe se tiene que traducir en la vida.