Desde bien temprano, hice de la "confesión" un pilar de mi vida espiritual. Los años que viví en A Coruña, hasta los 23, acudía con frecuencia al sacramento de la Reconciliación. No dejaba pasar más de 15 días, más o menos, en volver a arrodillarme en uno de esos confesionarios "de los de antes", donde D. Nicolás, el sacerdote que me confesaba desde mi Primera Comunión, me escuchaba, me orientaba y, a la postre, me daba la absolución.
Cuando me trasladé a vivir a Madrid, la confesión perdió toda su fuerza. Me encontré con una gran ciudad, donde hacer cualquier cosa se convierte en tarea de titanes. Acercarse al sacramento se convirtió en una quimera, entre otras cosas porque nadie confesaba los domingos, durante la Eucaristía, en ninguna de las iglesias que hay cerca de casa. Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que mi vida espiritual se debilitó. Fuerte en otros aspectos, el comunitario y la dedicación a la misión escolapia y evangelizadora, perdió mucho fuelle en el ámbito más personal. La voluntad estaba débil y las caídas, igual de frecuentes que siempre, empezaban a ser vividas por mí como parte de mi cotidianeidad. Tal vez, lo peor del pecado sea acostumbrarse a él, pensar que nada hay que hacer, que no hay remedio… tirar la toalla y dar la batalla espiritual por perdida.
Hace aproxidamente un año y medio que he encontrado un sacerdote cercano, en una parroquia cercana, con el que es fácil quedar y confesarse. La tensión espiritual ha vuelto. Hace dos días compartía yo en twitter que había salido de la confesión silbando, alegre, como cuando era niño y adolescente. La confesión siempre me ha devuelto la alegría y la frescura perdidas por el camino. Nunca he tenido pudor al contar el mal experimentado y aceptado, más bien al contrario. El mal debe ser aceptado, descubierto y destapado. Sólo así su peso insufrible en la vida queda liberado. Es entonces cuando uno suelta lastre y es capaz de ganar altura.
Lo humano y lo divino conviven. El Pedro "piedra" y el Pedro "traidor" somos cada uno de nosotros. Ambos somos. Y Jesús ha venido al mundo y muerto en la Cruz por eso mismo. Mi pecado ya ha sido perdonado y asumido en el Calvario. Yo necesito experimentar eso con frecuencia porque se me olvida. Y en esta Semana Santa, me resultaba inconcebible no estar en disposición de aceptarlo… y recibirlo.
@scasanovam