Es más fácil entender el enfado de Jesús en el templo después de su resurrección
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Hoy nos sorprendemos ante la ira de Jesús: «Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas».
Esta reacción de Jesús siempre nos cuesta. Estamos acostumbrados al Jesús paciente y humilde, al hombre manso y silencioso, pobre y pacífico.
Jesús perdona a Pedro sin decirle nada, perdona al buen ladrón con la promesa de paraíso, levanta del suelo a la mujer adúltera, se invita a casa de Zaqueo. Se deja tocar, avasallar. Comparte con cualquiera la mesa y mira con ternura a los más pobres, a los frágiles, a cada hombre. Consuela a los que lloran y se rodea de pecadores y hombres débiles.
No conocemos a Jesús enfadado, fuera de control. ¿Por qué se enfada hoy? Me impresiona mucho este momento. Lo cuentan los cuatro evangelistas. Jesús se muestra firme. El que perdona a prostitutas y publicanos, se muestra hoy duro. El que habla con la mujer samaritana, y le pide de beber, se muestra hoy enfadado. ¿Por qué?
Pedro le negó tres veces, y sólo recibió su mirada de amor. Frente al pecador, Jesús fue misericordioso. Perdona, consuela, bendice. Incluso hacia publicanos y recaudadores de impuestos tiene palabras de ternura. Llama a todos, come con cualquiera, cree en cada hombre.
Creo que Dios nunca se enfada conmigo. Yo con Él sí. Pero Él conmigo no. Siempre me espera y me abraza, me levanta si caigo, me perdona cuando repito el mismo pecado, si me postro ante Él, impotente y necesitado. Me ha esperado siempre, mis tiempos, mis idas y mis venidas, mis dudas.
¿Por qué se enfada hoy Jesús? Hay una cosa le cuesta a Jesús. Frente a lo que se siente impotente. Ahí fracasó. Es en el ambiente religioso donde Jesús a veces encuentra un muro. No es con los gentiles, ni con los samaritanos que tienen otro templo. Es entre los más religiosos. ¡Qué paradoja!
Los que le esperan desde siempre pero no saben verlo, porque sólo se ven a sí mismos. Jesús se sentía bien con cualquiera, no creyente, pecador, enfermo, romano, publicano, gentil, pobre. Y a veces, en el ambiente más religioso, se ahoga. Cuando hay dureza y soberbia.
Jesús mira el corazón y ve la incapacidad de algunos de abrirse a lo nuevo, la dureza, la seguridad en la posesión de la verdad. Ya lo saben todo. No necesitan nada nuevo. Han llenado su vida de dogmas y normas.
En otra ocasión mostró también su enfado estando en la sinagoga de Cafarnaúm. Cuando los fariseos pretendían que no curara en sábado: «Y mirándolos en torno con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones dijo a aquel hombre: –Extiende la mano. El hombre la extendió, y la mano le quedó sana». Marcos 3, 5.
Jesús sufre con la dureza de nuestro corazón que puede impedir el bien, el amor. Lo mismo sucede hoy en el templo. El templo donde fue desde niño con María y José, donde por primera vez a los doce años sintió que pertenecía, donde cada Pascua sube a recordar el paso de Dios por su pueblo y a orar.
El templo es usado y rebajado a un lugar de negocios. ¡Cuánto nos cuesta que toquen lo que más amamos! Nuestro lugar, nuestra casa. Nos duele cuando alguien se mete con la persona a la que amamos, con nuestra familia. Porque tocan lo más sagrado.
Jesús se sintió un extraño en el templo. El templo es lugar de oración. Sólo se implora y se entrega. Jesús expulsa a quienes se aprovechan de lo sagrado. Quieren contabilizar la gracia. El amor a Dios es gratuito y el amor de Dios es incontable.
Han profanado lo más sagrado y sufre en su interior. Es verdad que la ley permitía la venta de palomas y otros animales para ofrecerlos en sacrificio. Pero habían sobrepasado los límites. ¡Cuántas veces se sentiría impotente para cambiar a los hombres!
Jesús mira lo verdadero del hombre, no la apariencia. Mira la sed, no el cumplimiento. El hombre que se reconoce pequeño y que es capaz de mirar a Jesús con ojos limpios; ante Él Jesús se conmueve, y no pide, sólo da.
Para el hombre que cree que lo sabe todo, que ya conoce a Dios y no tiene nada que aprender, Jesús es una amenaza. A veces nos pasa. Me cuesta que rompan lo que ya tengo controlado. Mi zona de confort, al ámbito en el que me admiran. Lo que siempre he hecho.
A Jesús le cuesta que manipulen a Dios para los propios intereses. Jesús se enfada en el templo. Pero no ante las prostitutas, ni ante los romanos, ni ante los gentiles y pecadores.
Conocemos su misericordia, su mansedumbre y esa mirada suya que sana el corazón. Nos cuesta más la mirada de hoy dura y firme. Esos gestos bruscos derribando los puestos de los cambistas. Esa voz fuerte queriendo apartar del templo lo que no es de Dios.
Esa reacción contenida surge en el corazón de Jesús al ver la cerrazón del corazón del hombre. Al verlo sus discípulos comentan: «El celo de tu casa me devora». Su pasión es inocente, brota de un amor más grande por el hombre. Brota del amor profundo a su Padre.
No se parece a nuestra ira descontrolada, esa con la que hacemos daño a otros. Jesús no actúa así. Sólo se preocupa por limpiar la casa de Dios. Jesús está lleno de fuego y fuerza, de amor y pureza. A veces en nuestra vida nos tocará reaccionar así, como Jesús hoy. Con fuerza, con determinación. Sabiendo que hacemos lo que Dios nos pide.
Pero le pedimos a Dios que nunca el odio y la ira nublen nuestro corazón. Y que nuestra reacción firme vaya acompañada de una profunda mirada misericordiosa como la de Jesús.
Juan es el único evangelista que sitúa este pasaje al principio del Evangelio. Los sinópticos lo sitúan los días anteriores a la muerte de Jesús. Probablemente fue así, ya cerca de su pasión, en sus últimos días en Jerusalén.
Juan parece querer desvelar pronto el misterio de Jesús. Nos quiere mostrar quién es este hombre al que ama tanto, el que acaba de hacer su primer milagro en Caná.
Porque Jesús, en este momento, va más allá. No sólo echa a los mercaderes porque profanan el silencio y lo sagrado del templo. Jesús siempre sorprende, más cuando habla de sí mismo. Dice que Él mismo es el templo, donde habita de forma única el Padre. El lugar sagrado de Dios en la tierra.
Su corazón es el hogar de Dios. Sus palabras de misericordia y perdón son las que Dios pronuncia al hombre. Sus ojos son la mirada de Dios sobre la tierra. Sus manos humanas son las manos de Dios acariciando al hombre dolorido.
Sus pies descalzos son la certeza de un Dios que pisa a nuestro lado en el camino. Su cuerpo es el templo santo. Un templo que se deja tocar, un templo que se dejará romper.
Juan mira a Jesús. Hoy, Jesús habla de algo que nadie entiende. Pero que Juan, y los apóstoles guardaron. ¿Qué querría decir Jesús con que destruirá el templo y lo construirá en tres días? Ellos no juzgan, simplemente no entienden, y lo guardan todo en su corazón.
Tienen miedo a perderlo. Prefieren guardarlo en silencio y seguir disfrutando de la compañía de su Maestro. Algún día lo entenderán. Al final de la historia comprenden ese momento en el que Jesús desvela algo de su misterio.
La resurrección es la luz que hace que pasajes o palabras que no comprendieron encajen: «Cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús».
Volvieron a ese momento en que Jesús se enfadó, a ese momento en que Jesús habló de un templo que iba más allá de unas piedras. En que habló de Él. En el pasaje de Caná acaba de decir que sus discípulos creyeron en Él por el milagro. Ahora Juan nos dice que cuando se acordaron, creyeron. Las dos veces nos dice que creyeron.
Quizás, como nosotros, la primera fe es inmadura. Decimos: «Creo, Señor, porque te he visto hacer grandes signos, porque conviertes mi agua en vino». Pero en el camino de la fe, después de creer, viene de nuevo la duda, el no ver, el no comprender. ¿Por qué sufren los que amo? ¿Por qué sufro? ¿Dónde estás, Señor, cuando te necesito?
Ese camino de la fe va desde Caná, el primer milagro de Dios en mi vida, hasta la cruz, hasta la resurrección. Pasa por momentos de pérdida, de fracaso, de dolor, de enfermedad y soledad, de sinsentido, donde Dios me sostiene. Donde Jesús, en la cruz, me mira y me abraza.
Y un día comprenderé algo de mi historia, una palabra grabada, una persona que me marcó. ¿Qué es lo que guardo dentro de mí que aún no comprendo? Es en ese nudo donde Jesús quiere estar. Y un día, recordaré algo que sentí en mi corazón y que había olvidado. Como los discípulos.
Entonces, creo. No con la fe de los milagros, sino con la fe probada que ha seguido a Jesús por los caminos. Le entrego lo que tengo, lo que soy, mi cruz, mi vida. Él me ha dado la suya. Él dejó romper su templo por amor, se partió en el pan, se derramó en el vino. Su costado fue atravesado.
El templo se destruyó. Y fue restaurado de nuevo, porque nunca me deja solo. Recuerdo cómo sus brazos me sostuvieron en momentos difíciles, cómo me alegró la vida a través de tantas personas. Lo miro. Y creo.