Tengo que vivir con el corazón apegado a Dios, porque Él siempre permanece
Hace pocos días murió un seminarista con 23 años en Barcelona (España). Su tío sacerdote decía en la homilía:
«¿Cómo me voy a enfadar yo con el que me ha regalado a Marcos a cambio de nada? ¡Porque nos lo ha regalado a cambio de nada! ¿Alguien ha pagado un precio por poder ser amigo de Marcos? ¡Si es gratis! Nos lo han regalado gratis.
Y no nos lo han arrebatado. Nos lo han regalado gratis, y nos lo siguen regalando gratis. Siempre digo: – Dios no da para luego quitar. Dios da para dar. Y a Marcos nos lo ha dado. Y nos lo ha dado para siempre. Ahora ciertamente de una manera distinta, pero para siempre.
Agradezco infinitamente a nuestro Señor que me mostrase de una manera que yo pudiera entender esta frase: – La vida no es un quehacer, la vida es un afecto. Y el afecto, en Marcos, se cumple. Marcos quería al Señor. Marcos quiere al Señor».
Me gustaba esta reflexión. Es cierto que el afecto a Jesús marca nuestra vida. O la marca Él o son otros afectos los que la marcan.
En momentos de dolor, como la pérdida de un ser querido, miramos al que amamos. Como todos los que han querido a este chico de veintitrés años.
Dios nos da a las personas para siempre. Aunque nos duela, y con razón, que nos quiten lo que queremos. Duele ofrecer un hijo a Dios, o cualquier cosa a la que nuestro afecto esté apegado. Siempre esperamos una voz de lo alto que nos libere. O un carnero enredado en los arbustos que abra un camino a la esperanza, como el de Abrahán.
Soñamos muchas veces con esa voz que nos libre del dolor en el último momento. Como en esas películas con final feliz en las que el protagonista nunca muere. Y donde el sufrimiento padecido merece la pena. Porque no es para siempre.
Pensar en perderlo todo para siempre nos asusta. Pero nos hace más libres también. Libres con esa santa indiferencia de los santos. Te lo entrego todo. Renuncio a todo. No tengo derecho a nada.
Tengo que vivir con el corazón apegado a Dios. Porque Él siempre permanece. Como rezaba una persona: «Callo esperando respuestas caídas de lo alto. Me arrodillo, el tiempo pasa suavemente, sin hacer ruido. Cae la arena entre mis dedos. ¿Cuánta arena me queda en el alma?
Quiero que Dios moldee la arcilla de mi alma. A veces la veo muy dura, quebradiza y no me da tanto miedo que se quiebre, como que Dios no pueda hacer su obra de arte conmigo.
Me arrodillo. El tiempo se desliza en mi alma. Como al agua al caer por la piedra. Tal vez así, el agua en su caída logre suavizar la piedra del alma. Sí, todo es posible. El silencio amansa a las fieras. Al menos a la fiera que tengo dentro y se rebela, porque quiere mandar y tener el domino.
¿Cómo me mira Dios? Quiero estar despierto, atento, mirando. Quiero que me mire. Como a su hijo más amado». Así, dejar que Dios me mire como a su hijo predilecto. Someterme a su amor que me seduce.
Lee aquí la impactante carta de Nico Pou ante la muerte de su hermano