¿La humillación es buena para provocar el deseo de mejorar en el alumno?En una fase avanzada del metraje, Terence Fletcher, el temible profesor del conservatorio Shaffner de Nueva York que ha llevado por la calle de la amargura al joven Andrew Newman, le relata cómo Jo Jones arrojó un platillo al mítico Charlie Parker cuando, contando este con tan solo dieciséis años, empezó a tocar fuera de ritmo en un concierto con la orquesta de Count Basie. El lanzamiento provocó las risas de los espectadores, pero lo cierto es que estuvo cerca de decapitarlo.
Aunque doloroso y humillante, aquel episodio hizo reaccionar al por entonces prometedor saxofonista. A la mañana siguiente, empezó a practicar con más ahínco si cabe para que no volvieran a reírse de él. Muchos creen que, sin lo sucedido, Parker no hubiera dado los pasos necesarios para transformarse en el gigante musical en que finalmente se transformó.
¿Incidente reprobable o lección eficaz? Probablemente, trasladados los hechos al presente y sin el aura mítico de los nombres aludidos, torceríamos el gesto y no dudaríamos en rechazar una reacción tan violenta por mucho que las pretensiones –e incluso los efectos– fueran positivos.
Pero Fletcher tiene sus razones: sabe que con métodos tan extremos no ha ganado amigos en el conservatorio, pero siempre ha partido del convencimiento de que un auténtico genio no se desanima sino que, al contrario, utiliza las humillaciones como revulsivo para sacar a la luz todo el talento contenido.
“No hay dos palabras más perjudiciales en el lenguaje como «buen trabajo»”, señala Fletcher para oponerse de pleno a las pedagogías benévolas y complacientes. Desperdiciar una prometedora materia prima y no impulsarla hacia lo más alto constituye, en su opinión, una tragedia absoluta.
Evidentemente, estamos ante un discurso conflictivo, radical y controvertido con el que rivalizarían tajantemente otros que han transitado la pantalla, al fin y al cabo, esta obsesión rayana en la locura por exprimir el virtuosismo y la creatividad lleva aparejada terribles contrapartidas, véase sino el trágico itinerario de los músicos que protagonizan, respectivamente, Shine (Scott Hicks, 1996) o La pianista (Michael Haneke, 2001).
Sin embargo, lo encomiable de Whiplash estriba en la convicción y la credibilidad con que escenifica un planteamiento difícil de transigir para nuestras conciencias edificadas en lo políticamente correctas, puesto que en algo más de 100 minutos de duración acabaremos siendo testigos de que, tal vez solo en ocasiones, la dinámica pedagógica de Fletcher obtiene sus frutos.
El film, como habrá adivinado ya el lector, versa sobre ese bisoño baterista, Andrew, y el tira y afloja que se establece con Fletcher, quien, tras verle ensayar en solitario, le concede una oportunidad como baterista suplente en la mejor banda del conservatorio.
Amparadas en un magnífico guión donde todas y cada una de las escenas que lo componen contribuyen a generar un crescendo imparable, las vicisitudes del personaje principal están repletas de regates y virajes inesperados, de tal forma que al espectador se le hace imposible predecir los derroteros de la historia, de ahí el poder de expectación que va arañando durante su transcurso.
Pero la escritura también atiende un par asuntos colaterales que no deberíamos soslayar: la relación de Andrew con Nicole, a quien acaba abandonando para que su «mediocridad» no le desvíe de sus altas aspiraciones musicales; y, sobre todo, las frecuentes irrupciones de su padre, siempre un remanso de cariño, comprensión y estabilidad en sus momentos más bajos.
Las apariciones paternas podrían resultar, a priori, poco significativas, meros descansos de la acción; pero si retomamos las premisas del discurso de Fletcher en torno a la motivación y, particularmente, si tenemos en cuenta el gesto de separación visual que se produce entre progenitor e hijo en un momento del concierto final, descubriremos que una de las estrategias del film ha consistido en dejarlo en evidencia sistemáticamente.
Porque, siguiendo las radicales enseñanzas de su maestro, de las imágenes se deduce que Andrew debe elegir entre un camino de sacrificios y abnegaciones personales para llegar a lo más alto o… bien contentarse con esas escapadas al cine junto a su padre donde disfrutan comiendo palomitas y arándanos de chocolate, escena que se repite en la película más de una vez. O lo que es lo mismo: abocarse al universo de los fracasados.
Pero si encomiable es la manera en que el guión gestiona los enunciados dramáticos y pone en bandeja la construcción de un ritmo narrativo en permanente aceleración, es justo alabar también el trabajo de puesta en escena, donde, en muchos tramos, la composición y duración de los planos caminan de la mano –sin apresurarse ni retrasarse, que diría Fletcher– con los interludios jazzísticos que irrumpen en escena, generando un vertiginoso tránsito de velocidades.
Trabajo brillante y eficaz, desde luego; pero quizá el más evidente de cuantos merecen ser atendidos. Porque, dejando al margen esta laboriosa operación de montaje, puede pasar más desapercibido el uso de los diversos virados cromáticos que envuelven las peripecias de Andrew en el conservatorio, otorgando a estas un tono onírico y casi surreal, como escapadas de una pesadilla, acentuando más si cabe su soledad y obsesión en un edificio fantasmagórico.
Es indudable que el debutante Damien Chazelle ha tomado buena nota del magisterio visual de algunos de los realizadores independientes más candentes del momento, como Darren Aronofsky –si disculpamos su desafortunada incursión en la superproducción con Noé (2014)–, Nicolas Winding Refn y Denis Villeneuve.
Como en algunas de las películas de estos cineastas, también aquí nos damos de bruces con un auténtico descenso a los infiernos con la particularidad de que, en esta ocasión, solo a través de ese destino es posible alcanzar lo más parecido a la gloria eterna.
Film, por tanto, cargado de dinamita, es muy probable que levante, al menos en el terreno de las ideas, tantas adhesiones como susceptibilidades. Pero como sugirió George Steiner en Lenguaje y silencio (1967), la verdadera obra de arte no hace otra cosa que ampliar y complicar el mapa de nuestra sensibilidad. Y Whiplash, a su manera, lo logra.