Una madrugada, de pronto, súbitamente me vi como era… pasé toda la noche pidiendo perdón y al día siguiente fui a confesarme
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A veces Dios se hace presente en nuestras vidas de formas inesperadas. Y sacude nuestras almas como un arbusto, para que caigan las hojas secas y te fortalezcas en tu fe.
Hace unos días me desperté en la madrugada. Me di cuenta que inconscientemente rezaba. No sé si te ha ocurrido, es un estado curioso, en el que no has despertado del todo… y te encuentras rezando.
Yo rezaba y daba gracias a Dios por su bondad, por haberme creado, por su Misericordia y la enorme paciencia que ha tenido conmigo.
Suelo equivocarme con frecuencia. Cometo muchos errores y esto es suficiente para que alguien se me acerque sorprendido y exclame: "¿Usted no es el que escribe los libros católicos?". No imaginas la cantidad de veces que me ha ocurrido y seguramente pasará. Y es que somos simples humanos, personas en camino, que anhelamos a Dios. Pero esto no nos hace santos.
Esa noche me ocurrió algo extraño, que no he llegado a comprender del todo. De pronto, súbitamente me vi como era, no como pretendo que otros me vean, sino como Dios me ve.
Su luz penetra en tu interior y te descubre cómo eres. Ilumina los lugares más oscuros y escondidos, aquellos que te avergüenzan. Aclara tu alma y te permite ver, en una fracción de segundo, todo tu ser.
Es como si caminaras por un bosque oscuro, a tientas, sin la luz de la luna… y de pronto un rayo muy luminoso, sobrenatural, te brinda la luz más blanca, pura y brillante que jamás has visto. En esa fracción de segundo todo el bosque, todas las montañas y el cielo, se iluminan de forma majestuosa y eres capaz de ver hasta el más mínimo detalle, la más pequeña de las hormigas, las diferentes piedrecillas, los árboles frondosos…
Eso fue lo que me pasó.
Por un instante vi al Claudio que soy. No me sentí a gusto. Pasé el resto de la noche pidiendo a Dios perdón por mis pecados.
He pensado que si nos salvamos es por la Misericordia de Dios y su bondad infinita.
Al día siguiente fui a confesarme y recuperé la gracia. Suelo decir: "Si pierdo la gracia, lo pierdo todo".
Aprendí que no debo juzgar a nadie, porque todos somos pecadores. Por eso debo amar y dar consuelo sin distinguir a nadie. El amor debe ser para todos. Debo amarlos a todos.
¿Alguna vez lo has pensado?: "¿Cómo te ve Dios?".
Desde aquella noche, suelo repetir esta antigua y bellla oración: "Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador".