En ella no sólo pedimos todo cuanto podemos desear correctamente, sino también el orden en el que hay que desearlo
“La oración dominical (Padrenuestro) es la más perfecta de las oraciones. En ella no sólo pedimos todo cuanto podemos desear correctamente, sino también en el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que ordena también todos nuestros afectos” (Santo Tomás de Aquino).
De pecadores que somos, pero perdonados en Cristo, podemos levantar los ojos al Padre y decir “¡Padre nuestro!”.
La “Oración perfecta” brotó del corazón de Jesús cuando uno de los discípulos le pidió que les enseñara a rezar (Lc 11,1):
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.Danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden.
No nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén.
Son peticiones perfectas al Padre. Saludamos a Dios como Padre –una osadía de amor– y le hacemos tres peticiones para Su gloria y realización de Su Santa Voluntad, y cuatro peticiones más sobre nuestras necesidades.
San Agustín dijo que el Padrenuestro es la síntesis del Evangelio:
“Recorrí todas las oraciones que se encuentran en las Escrituras, y no creo que se pueda encontrar en ellas algo que no esté incluido en la Oración del Señor”.
Por un lado Jesús nos enseña una “vida nueva”, por palabras, y por otro lado nos enseña a pedirla al Padre en la oración para poder vivirla.
Es la oración de los hijos de Dios, que debe ser rezada con el corazón, en intimidad con el Padre, para que se vuelva en nosotros “espíritu y vida”; pues el Padre envió a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo que clama en nosotros Abba, Padre (Ga 4,6), y nos hizo sus hijos adoptivos en Jesucristo.
El Catecismo dice:
“La oración dominical es la más perfecta de las oraciones… En ella, no sólo pedimos todo cuanto podemos desear correctamente, sino también en el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración de Jesús no sólo nos enseña a pedir sino que ordena también todos nuestros afectos” (§2363).
En el Padrenuestro, Jesús revela que conoce nuestras necesidades y las revela a nosotros. Es una oración de la comunidad pues no decimos “Padre Mío”, sino “Padre Nuestro”.
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Es Jesús quien nos da la osadía de llamar a Dios Padre, porque sólo Él, “después de haber realizado la purificación de los pecados (Hb 1,3), nos puede introducir ante el rostro del Padre: “Heme aquí con los hijos que Dios me dio” (Hb 2,13).
Llamar a Dios Padre es la oración del Espíritu Santo en nosotros.
“No recibisteis un espíritu de esclavitud para vivir en el temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción por el cual clamamos: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rm 8,15-16).
Esto nos lleva a tener ante el Padre una sencillez sin rodeos, una confianza filial, una seguridad jovial y una audacia humilde, porque tiene la certeza de ser amado” (cf. CIC §2778).
¿Quién es el Padre? Jesús dijo que “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27); especialmente a los pequeños (Mt 11,25).
Orar al Padre es entrar en su misterio, como Él es, como Jesús lo reveló. La gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como Padre. Démosle gracias por habernos revelado eso y habernos concedido creer en Él, y por sabernos habitados por Él (1 Cor 3,16).
Él nos hizo renacer a Su vida, adoptándonos como hijos en Jesucristo – “hijos en el Hijo” – por el Bautismo. Así nos incorporó en el Cuerpo de su Hijo y por la unción del Espíritu Santo nos hizo cristianos.
Por eso podemos llamar a Dios Padre. ¿Puede haber alegría y honra mayores? Esto exige de nosotros una actitud de hijos, y no de esclavos o mercenarios.
San Cipriano de Cartago (210-258), en su Tratado sobre la Oración del Señor, dice:
“El hombre nuevo, renacido y, por la gracia, restituido a su Dios, dice, en primer lugar, ¡Padre!, porque ya comenzó a ser hijo. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Pero a aquellos que le recibieron les dio el poder de convertirse en hijos de Dios, a lo que creen en su nombre” (Jn 1,12).
Quien, por tanto, cree en su nombre y se hizo hijo de Dios, debe empezar por aquí, es decir, por dar gracias y por confesarse hijo de Dios al declarar que Dios es su padre en los cielos”.
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