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¿Qué es y cómo surge la Lectio Divina?

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Rafael Luciani - publicado el 25/01/15
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El tesoro escondido más apreciado de los monasterios, al alcance de todos“Escuchamos la Escritura, si obramos según ella”
(Gregorio Magno)

1. El monacato como estilo de vida: descubriendo la experiencia del amor sin límites

La vida monástica cristiana tiene sus orígenes en el período patrístico, es decir, en los primeros siglos de la vida de la Iglesia.

Sin embargo, los monjes han visto siempre en la primera comunidad cristiana de Jerusalén a la primera experiencia de comunidad monástica.

Cuando los monjes antiguos querían dar explicación de su origen, recurrían a la Sagrada Escritura. En ella releían su experiencia monástica, su estilo de vida, su camino de crecimiento.

Ante la crisis que sacudió al mundo occidental luego de la caída del Imperio Romano y el crecimiento de la Iglesia, muchos monjes se retiraron al desierto.



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El siglo IV dC fue testigo de un gran número de personas que optaron por irse al desierto para asumir un nuevo estilo de vida, llamado monástico. ¿Significa esto que estaban huyendo del mundo, de la realidad, para buscarse a sí mismos?

El monje no huye del mundo porque le tenga miedo o le parezca pecaminoso. Antes bien se distancia para regresar a él. Pero no desde los valores que el mundo resalta como auténticos, sino desde un talante evangélico que ha transformado toda su vida y la proyecta como donación en el amor.

El monje se retira para entrar en una relación más profunda y transparente con sus hermanos, para descubrir la presencia del amor sin límites en cada persona.

Por ello, su retiro es una excusa para lograr una vida donde quepa el encuentro auténtico y nunca el aislamiento.

El desierto es lugar de experiencia, simboliza la propia vida árida y seca en oportunidades, necesitada del agua viva que la alimente y la haga crecer. El desierto es lugar de encuentro, no de alejamiento. Es lugar de silencio, no de soledad.

El monje se propone un proyecto de vida: vivir como hermano de toda persona e hijo de Dios. En otras palabras, descubrir la vida de Dios para compartirla con toda persona.

La palabra “monje” (monachós) indica ese proyecto. El monje es aquel que quiere unificar su vida, quiere integrar las dimensiones que componen su existencia, la biológica, psicológica, afectiva, racional, etc., en un solo proyecto de crecimiento en el servicio capaz de amar sin límites.

Monje es toda persona que quiera redescubrir el camino de la vida, el camino del amor sin límites capaz de transformar nuestras existencias en donación, acción gratuita para con todo hermano. Monje es el que hace de un desconocido un amigo.

2. El camino del monacato: la lectio divina

Este proceso de crecimiento no es fácil, implica un camino por recorrer y una actitud que cultivar. El camino, la propia experiencia; la actitud, la escucha.

El monje es el hombre de la escucha, aquel que está atento porque está despierto y no vive bajo el sueño de una realidad que no existe.

San Benito de Nursia nos invita a despertarnos: “Levantémonos, pues, de una vez, que la Escritura nos devela diciendo: Ya es hora de despertarnos del sueño. Y, abiertos los ojos a la luz deífica, escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz de Dios que clama: Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (RB Prólogo, 8-10).



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Escuchar es la primera y más importante actitud para descubrir la vida de Dios en nosotros.

Escuchar nuestras experiencias, nuestras conductas, nuestras capacidades, las voces de nuestros hermanos, la realidad en la que vivimos, en fin, entrar en relación y fundar nuestras vidas desde esta actitud de escucha antes de aquella otra tan frecuente de querer explicarlo todo.

Es la actitud de la humildad, capaz de ayudarnos a “inclinar el oído de nuestro corazón” antes que el de nuestra razón.

Para crecer en esta nueva vida, la espiritualidad monástica propone un camino conocido como la lectio divina (lectura divina), que hunde sus raices en la Sagrada Escritua como fuente de Vida.

Según Gregorio Magno este camino tiene como finalidad “el escuchar la palabra para obrar según ella”. Es una lectura en el Espíritu, por tanto es una escucha orante de las Escrituras que nos ayuda a asimilar una vida en abundancia.

La lectio divina no pretende leer el texto sino escucharlo.

Muchas veces leemos los pasajes bíblicos pero no dejamos que resuenen en nuestros corazones para que brillen en nuestras vidas.

Así, la lectura divina se convierte en la escucha dialogada entre Dios y el hombre, y entre los hombres hermanados entre sí, atenta a los problemas y necesidades de nuestro “aquí y ahora” y proyectada hacia el futuro comprometido en la construcción del Reino de Dios.

A continuación presentaremos los diversos pasos de este camino, a modo de esquema abierto, con muchas entradas y salidas, según las diversas y ricas experiencias de cada persona.

Todo esquema está abierto a la novedad. Así mismo, los pasos de la lectio no son estáticos ni cerrados, sino antes bien, abiertos al proceso de saborear la experiencia de Dios.

Disposición personal: La Palabra esperada

La statio o en su traducción literaria, estación, es el momento de parar, de situarnos y de disponernos a iniciar el camino.

Pasar de la pre-ocupación de las angustias y problemas que tenemos a la ocupación de la escucha de la Palabra de Dios.

Es el momento de pedir el acompañamiento del Espíritu de Dios que entra en diálogo con nosotros y nos da su luz y fuerza para caminar, e integrar a lo largo del camino, nuestra vida cotidiana y nuestra vida de fe como una sola vida en el Espíritu. Una vida de encuentro entre Dios y el hombre.

El disponernos a iniciar el camino se hace en el silencio, que no es la ausencia, ni el vacío, ni la negación de la Palabra, sino la Palabra-por-decir, la Palabra esperada.



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La Palabra que nos va a hablar y en la que vamos a descubrir una Buena Noticia ante tantas malas noticias de nuestro mundo.

Recordemos las palabras del Apocalipsis: “Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa; y cenaremos juntos” (Apo 3,20).

Según la tradición monástica el momento apropiado es la mañana, siguiendo las palabras de Is 50,4: “Mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar”.

Y la actitud básica es la humildad, ésta es la verdadera disposición que puede romper con todo prejuicio, porque la humildad nos permite reconocer el Misterio de la existencia y de Dios en el cual siempre estamos creciendo procesualmente hacia la Verdad Plena.

Es lo que el canto del Magnificat nos recuerda siempre, un Dios que ensalza a los humildes y desprecia a los soberbios de corazón.

Una vez en disposición hacemos una pequeña oración ante la Biblia, reconociendo la Vida que nos va a comunicar, la experiencia que nos abre y la Buena Nueva que nos va a convertir, y pasamos al momento de la lectio.

Lectura: La Palabra escuchada

La lectio es el momento de la lectura reposada de las Escrituras. Una lectura pausada. Una lectura contextual y no fragmentada.

No se trata de escoger un texto aislado, sino ubicado en su contexto histórico, teológico, etc. Relacionándolo con el libro que se escogió en general y con otros textos bíblicos.

En la lectio se une el estudio con la lectura. Es una lectura que supera el simple ver-el-texto para escuchar-la-Palabra que en él resuena.

Este escuchar nos invita a fijarnos en las palabras usadas en el texto: los verbos, sujetos, adjetivos, etc.

Entramos en diálogo con los personajes involucrados en el texto, entramos en la propia dinámica del hecho que se nos narra.

Los monjes tratan de memorizar el texto para “guardarlo en el corazón”, así como María guardaba todo en su corazón, para que luego resuene durante el trabajo diario y lo puedan ir asimilando y comprendiendo procesualmente.

La lectio pretende ayudar a descubrir qué dice la Palabra, pero luego se ha de pasar a un tercer momento, cuando me pregunto qué me dice la Palabra.

Meditación: La Palabra comprendida y saboreada

Según santa Teresa de Ávila, meditar es “discurrir mucho con el entendimiento”. Se trata de actualizar la Palabra en nuestras vidas.

Es el momento en el que la Palabra se hace tienda en nuestra historia de vida, se hace Palabra encarnada en nuestras palabras.

Al entrar en nuestras vidas, la Palabra nos pueda acariciar como nos puede herir, puede reconstruir o deconstruir nuestros modos de vida. Para ello es necesario haber captado el mensaje central que el texto quiere comunicar.

La meditación retoma las palabras que han sido significativas durante la lectura, las pasea por la mente y el corazón para hacerlas morada en nuestras vidas, y entonces, lee la propia historia de vida a la luz de esa Palabra.

Oración: mi palabra responde a la Palabra

La oración brota de la propia meditación. Nuestras palabras resuenan en la Palabra. Se hacen voz que clama en el desierto, voz que pide perdón, voz que da gracias.

Voz que es elevada por el Espíritu de Jesús hasta el Padre, para entablar un diálogo de Amor, un diálogo que nos regala gracia y que nos convierte poco a poco.

Y a veces la oración supera la voz para convertirse en gemido. Gemidos que expresan nuestra debilidad y nuestra grandeza en el Misterio, nuestro proyecto inacabado. Gemidos que claman al Padre por nuestra liberación.

El contenido de la oración es la propia vida que se expresa, que se eleva a Dios y se pone en sus manos. Es la propia vida que en sus relaciones de sufrimientos y alegrías es compartida toda con Dios Hermano y es entregada toda a Dios Padre.

Es la propia vida que en relación con el hermano sufriente encuentra el rostro de Dios que sufre y consuela, a un Dios de la Vida que plenifica toda nuestra vida desde la debilidad y el reverso de la historia, desde la locura ilógica de la cruz y desde la plenitud viva de la Resurrección.

La oración no es nunca una palabra que repite, sino que responde. No es una palabra que se sale de la vida sino que la expresa y la pone ante Dios.

La oratio es el momento de mayor y radical unión entre vida y fe, de más pleno encuentro entre hombre y Dios, porque ambos se encuentran, y del encuentro se produce una contemplación de vida en el Espíritu.

Contemplación que descubre en el proyecto de la creación una verdadera “eucaristía”.

Contemplación: La Palabra encarnada y la palabra postrada

Del diálogo oracional pasamos a la escucha radical de Dios. Ante la Palabra que se ha encarnado nos queda, como los pastores, postrarnos, es decir, caer de rodillas agradecidos ante el Amor que se dona y nos desborda. Un Amor sin límites que comparte con lo limitado.

Un Amor con el que nos quedamos en el puro silencio. El silencio del aprecio, de la escucha, de la espera, de la adoración. El silencio humilde de la comprensión misericordiosa y amorosa de Dios.

En la contemplación damos espacio al Espíritu para que ore en nosotros. Es el momento del encuentro con el Amor sin límites donde sobran las palabras. Es la experiencia gratuita de redescubrir ese mismo amor en cada rostro que contemplamos en nuestras historias de vida.

Usualmente se designa a este momento bajo categorías de visión, como el ver a Dios o alcanzar la visión beatífica, pero más que visión, que implica una cierta noción racional abstracta típica del occidente moderno, se trata de un término gustativo y afectivo.

Es saborear la relación de hermandad e hijos, porque nos sentimos amados y queridos en medio de nuestra flaqueza y debilidad. Es la alegría de haber encontrado la perla preciosa.

La contemplación desvela la maravillosa sorpresa de sabernos amados primero y vivir en agradecimiento profundo con Dios y con los hermanos por ese amor gratuito, desinteresado.

Discernimiento: La Palabra confrontada

El discernimiento es el momento de ir descubriendo cuál es la voluntad-proyecto de Dios en nuestras vidas.

Es personal porque es respuesta ante la invitación de Dios a cada creatura. Es procesual porque es descubrimiento, asimilación y maduración del propio proyecto de vida. No podemos exigirnos el romper etapas porque los demás lo quieran así.

La Palabra nos cuestiona, nos confronta y nos abre al proyecto creacional, rompiendo todo proyecto egocéntrico. Por ello es un proceso de conversión en el amor.



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El discernimiento es un continuo interpretar y reinterpretar la realidad desde la Palabra. Es un continuo preguntarse por lo que va emergiendo a lo largo de todo el proceso de la lectio divina. No es un momento puntual, sino procesual.

Compartir: La Palabra compartida

La lectio divina no es una lectura individual de las Escrituras, es personal y, por lo tanto, comunitaria. La comunidad brota de la relación que la persona es.

La palabra humana es siempre palabra para el otro, palabra compartida con el otro, palabra dialogada, porque se sabe inacabada y necesitada del otro para crecer y plenificarse.

Es símbolo que en la re-unión de dos partes se realiza La experiencia personal de la lectio desemboca en grupos fraternos de personas que comparten sus experiencias y se enriquecen mutuamente.

Comunidades que son presencia de un caminar juntos, presencia de una palabra que se hace pueblo. Y un pueblo que se hace auténtica eucaristía cuando comparte el pan y la palabra, cuando se entrega gratuita y gustosamente a los más pobres de los pobres y se hace hermano con ellos, porque se sabe pueblo de Dios, y por tanto hermanos en el Hijo e hijos en el Padre.

Acción: La Palabra en acción

La Palabra de Dios no es algo externo a nosotros, ella nos habita y nos hace Palabra de Dios. Las Escrituras manifiestan cómo la Palabra de Dios se manifiesta en la vida de las personas mediante el testimonio de vida.

Así, la Palabra no puede terminar en una experiencia personal cerrada, sino que sale al encuentro del otro, donándose gratuita y agradecidamente.

La actio es la Palabra que da testimonio en nuestras vidas, con nuestro modo de vivir, con nuestras opciones.

La Palabra se convierte, así, en símbolo para los demás, en convivencia para los otros, para que todos lleguemos a vivir como hermanos, sin distinciones y sin exclusiones.

Es la experiencia del profeta: “… así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que quiero y haya cumplido aquello a que la envié” (Is 55,11).

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