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Perdonar no es olvidar

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 19/10/14
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Necesitamos perdonar pero olvidar no es imprescindible
Somos tierra sagrada. Pero muchas veces experimentamos nuestra incapacidad para reconciliarnos, para estar en paz con los demás, con Dios, con nosotros mismos. Queremos un corazón de niño, un corazón limpio, renovado, enamorado.
 
Es un tiempo para pedir perdón y para perdonar, para estar en paz con Dios, para perdonarnos a nosotros mismos por nuestras caídas. Es un tiempo de gracia el que vivimos. El cielo se abre. Llueve la misericordia de Dios.
 
Dicen que no hay verdadero perdón si no hay olvido. Que es imposible perdonar de verdad cuando continuamente volvemos a la herida y crece el rencor. Que sólo si olvidamos la ofensa, lo ocurrido, es posible volver a comenzar.
 
Pero todos sabemos que hay recuerdos que no se borran nunca, experiencias que quedan grabadas en el subconsciente para siempre. La memoria guardada en el corazón nos hace revivir todo lo que creíamos ya olvidado.
 
Por eso es necesario diferenciar entre perdón y olvido. Creo que muchas veces no pueden ir de la mano. Perdonar siempre nos sana. En realidad es lo único que sana el corazón. Perdonar y ser perdonados.
 
Perdonar es una gracia de Dios, porque humanamente es muy difícil lograrlo. ¡Cuántas veces nos confesamos incapaces de perdonar al que nos ha ofendido! ¡Con cuánta frecuencia nos damos cuenta de la existencia de algunos rencores enterrados en el alma que nos quitan la paz y la alegría!
 
El perdón nos hace levantarnos y emprender un nuevo camino. Nos reconcilia con la vida, con el mundo, con nosotros mismos. Nos da luz, hace más liviana la carga.
 
El paso de los años nos deja heridas en el alma. Hay ofensas no perdonadas en el corazón. Tenemos que pedir la gracia del perdón. Gana más el que perdona que el que es perdonado. Porque al perdonar nos vemos más ligeros de nuestro equipaje, más libres. El perdón es sanador. Perdonar es una gracia de Dios.
 
Hay sentimientos que nos impiden perdonar tantas veces. El orgullo, el pensar que tenemos la razón, el considerarnos más importantes de lo que somos, el agrandar la magnitud de la ofensa.
 
Sentimos que si perdonamos no le estamos dando valor a lo que ha ocurrido. Nos creemos mejores que los que nos han ofendido y perdonar nos hace volver a ponernos a su misma altura. Por eso queremos que el que nos ha ofendido se humille, aprenda una lección, cambie, no lo vuelva a hacer.
 
El perdón está condicionado a un cambio de actitud del que es perdonado. Perdonamos si se humillan. Perdonamos si compensan el daño causado. Perdonamos si reconocen su culpa y se hacen pequeños. Perdonamos si se comprometen a no volver a caer en lo mismo.
 
No es fácil perdonar sin condiciones. Cuando ponemos condiciones para perdonar, puede ser que nunca perdonemos del todo. Siempre nos queda un resquicio por el que se cuela el rencor. Una puerta abierta a la amargura, al rechazo.
 
El perdón es fundamental para vivir con paz, para sembrar alegría, para abrir ventanas de luz. El perdón a los demás y el perdón a nosotros mismos. ¿Qué rencores llevamos en el alma en nuestra historia personal? En este momento de gracias, ¿qué queremos perdonar? ¿Qué nombre tiene nuestro perdón? Queremos la paz del corazón que perdona.
 
No veo que el olvido sea algo tan sencillo. En realidad, creo que casi nunca es posible. Aquellas heridas del corazón, los rencores que nos pesan, son experiencias no olvidadas. ¡Cómo olvidar aquello que nos ha marcado para siempre! Es realmente muy difícil. Forma parte de nuestra historia de amor. Es como olvidar algo que nos constituye. Es parte de nuestra misma identidad.
 
Cuando olvidamos suele ser porque la herida ha sido superficial y la ofensa no ha sido grande

. Son experiencias negativas que han quedado perdidas en el pasado y no les hemos dado tanta importancia.
 
La memoria es nuestro equipaje de mano, siempre va con nosotros. Y nos sirve para enfrentar la vida, para aprender del pasado, para conocer nuestra historia y agradecer y ofrecer lo que Dios nos ha regalado. La memoria nos ayuda a ir más allá de los prejuicios que el dolor construye. Necesitamos perdonar. Pero olvidar no es imprescindible.
 
Recuerdo heridas de mi vida. Algunas sangran a veces. Son parte de mi camino. Recuerdo el día, el momento. Si me pongo a recordarlas, las recuerdo con nitidez, y me duele. He perdonado, pero sigue doliendo. No olvido lo ocurrido. No es tan necesario. Además, no lo controlo. Por más que quiero formatear el disco duro de la memoria, no lo logro.
 
Entonces, si no puedo olvidar, lo que sí puedo hacer es que esos recuerdos no determinen mi forma de tratar al que me ha ofendido. No puedo encasillarlo en su falta y pensar que siempre va a hacer lo mismo. No puedo condicionar mi actitud ante él, mi cariño o mi rechazo.
 
No puedo tratarle con un cierto desprecio o lejanía. No puedo desconfiar siempre de nuevo de sus intenciones y pensar que no va a cambiar y siempre va a hacer lo mismo. No puedo juzgarlo y alejarme de su presencia. No puedo desear que sufra lo que yo mismo he sufrido. Tengo que construir sobre esa roca, sobre mi historia.
 
No puedo decidir que desaparezca el recuerdo. Pero puedo decidir cómo voy a actuar, cómo voy a tratar a quien Dios pone en mi camino de nuevo, cómo voy a confiar en él aunque una vez me haya fallado. No es fácil, pero es el camino de la paz y de la unidad.
 
Decía el Padre José Kentenich: «Hay pinchazos que nunca cicatrizan; hay puntos en mi vida que, aunque me acuerde de ellos vagamente, todo se despierta en mí. Y aquí quisiera decir: ¡Hay que sacarse de encima esos puntos! ¿Dónde está el punto que no he logrado superar todavía?»[1].
 
¡Cuántas divisiones se hacen hondas porque no sabemos volver a empezar! ¡Cuántas veces la unidad no es posible porque nos falta humildad para perdonar! Nos falta valor para tratar al otro como si nada hubiera pasado, sin recordarle continuamente lo que hizo, sin echarle en cara sus miserias.
 
Hay puntos de nuestra historia que nos cuestan. Heridas que no acabamos de aceptar. Se lo queremos entregar todo a María.

 


[1] J. Kentenich, 1952
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