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Esos Papas y santos que lucharon en la Gran Guerra

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La Nuova Bussola - publicado el 28/07/14
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Los católicos, aún contrarios a la intervención, cumplieron con su deber como los demás
El papa san Pío X tuvo sólo tiempo de escuchar tronar los “cañones de agosto” antes de morir en 1914. Su sucesor, Benedicto XV, hizo de todo para que al menos Italia se quedara fuera de la que se reveló bien pronto una (palabras suyas) “masacre inútil”. Pero la Santa Sede tenía jurisdicción sólo espiritual sobre los católicos, y estos militaban bajo gobiernos laicistas (Francia e Italia) o luteranos (Alemania) o simplemente antipapistas (Inglaterra, Estados Unidos, Rusia). El único gobierno oficialmente católico era el austríaco y, de hecho, el emperador Carlos I (que ha sido ya beatificado) se batió (inútilmente) por la paz al lado del Papa en una guerra que no había querido sino solo heredado.
 
En lo que respecta a Francia e Italia, aunque pobladas en un 99% por católicos, estaban en manos de minorías anticlericales que no permitían exenciones al clero del servicio militar. Ya fue mucho, cuando las cosas se pusieron peor, que permitieran la presencia de capellanes entre los soldados. Pero esto se debió más bien a la obstinación de los comandantes en jefe, el francés Foch y el italiano Cadorna, personalmente muy religiosos. El primero, incluso, hizo consagrar l’Armée al Sagrado Corazón, cosa que sus soldados ya hacían, por su cuenta, a millones, en la hora más oscura del conflicto (y al cabo de pocas semanas Alemania pidió el armisticio). En Italia las cosas estaban, si es posible, aún peor: el ministro de exteriores Sidney Sonnino, judío y fanático anticlerical, en el pacto secreto de Londres con el que Italia daba la vuelta a las alianzas y se colocaba al lado de la Entente, se empeñó en que la Santa Sede fuera excluida de las posteriores negociaciones de paz.
 
Italia entró por tanto en guerra en 1915 y los católicos, aún contrarios a la intervención, cumplieron con su deber como los demás. Los sacerdotes y religiosos tuvieron que vestir el uniforme verdegrís y ya fue mucho que a muchos les concedieran el privilegio de servir en la Sanidad sin tener que empuñar las armas. Pero, como se ha dicho, el generalísimo Luigi Cadorna hizo que de los veinticinco mil sacerdotes enrolados se extrajera un cuerpo de 2.400 capellanes militares mandados por un “ordinario castrense”, es decir, un obispo con grado de general. No pocos de los curas-soldado fueron condecorados al valor militar (el famoso don Minzoni, después víctima de un agguato squadrista, tuvo una medalla de plata). Y no pocos combatientes católicos de esa guerra, también laicos, fueron elevados después por la Iglesia a los honores de los altares. Del beato Carlos de Augsburgo, último emperador austrohúngaro, ya hemos hablado.
 
Laico era también san Riccardo Pampuri, que en ese tiempo era el teniente Erminio y que mereció una medalla por una acción heroica durante la desastrosa retirada de Caporetto. Y también Padre Pío tuvo que entrar en la guerra, aunque ya era fraile. Aún no tenía los estigmas, pero estaba tan enfermo que, en el reconocimiento, el médico militar lo definió un “muerto ambulante”. Entre tanto, sin embargo, lo habían declarado , “desertor” porque no se presentó voluntariamente (sus fiebres misteriosas hacían estallar los termómetros) y habían mandado a los carabinieri a capturarlo. Pero la Patria no escuchaba razones y el capuchino Francesco Forgione (verdadero nombre de Padre Pio, ndt.) acabó en uniforme. Dadas sus condiciones lo pusieron a hacer de enfermero, pero pronto tuvieron que desistir porque el enfermo era él, y al final lo devolvieron al convento.
 
Es así: la Patria no atendía razones. He visto personalmente la fotocopia de un documento de la época, la sentencia con la que el Tribunal militar condenaba al fusilamiento a un pobre hombre que se había incorporado al campamento dos días después de terminar su licencia. Fue, esa, la guerra descrita en la película Senderos de gloria de Stanley Kubrick, con las represalias por motivos cualquiera, las ejecuciones por “cobardía” cuando la metralla no permitía siquiera salir de la trinchera, los carabinieri que tenían órdenes de disparar a los compañeros que no avanzaban. Otro film, Joyeuse Noël, tuvo una versión italiana por parte de Vincenzo Lojali, Siervo de Dios. Capitán de los Arditi (dos medallas de plata, una de bronce y dos menciones solemnes al valor militar), la noche de Navidad de 1916 hizo entonar en la trinchera “Tu scendi dalle stelle” (conocido villancico italiano, ndt.) y los austríacos les respondieron con el coro de Stille Natch (Noche de paz, el conocido villancico de origen austriaco, ndt.). Herido en acción y quedado cojo, de hizo sacerdote y en 1938 fue obispo de Amelia. Su reducida pensión iba toda a los pobres. Una vez el Rey, viéndolo desfilar con las decoraciones en el pecho, rompió el protocolo para estrecharle la mano.

 
 
En el frente francés, el beato Daniel Brottier, antes misionero en África, se enroló como capellán voluntario e hizo toda la guerra en primera línea. Estuvo presente también en la terrible carnicería de Verdún. Fue el quien fundó la Union National des Combattants de France. Otro capellán beato es Giulio Facibeni, medalla de plata al valor. Terminado el conflicto fundó la Opera Madonnina del Grappa para los huérfanos de guerra. Escribió: “Dejar la sotana para llevar el uniforme del soldado no era una interrupción del ministerio sacerdotal; un poco de esa misteriosa relación que hay entre la vida del sacerdote y la del soldado, ambos empeñados en esta entrega de sí por los hermanos, hasta la inmolación suprema”.
 
Dos siervos de Dios, el barnabita Giovanni  Semeria (amigo de Cadorna, fue el primero en pedir ser capellán voluntario) y Agostino Gemelli, que entonces era oficial: juntos promovieron la consagración de los soldados al Sagrado Corazón. El padre Semeria fundó después la Opera del Mezzogiorno d’Italia para los huérfanos de los caídos, especialmente en las regiones meridionales que de la Italia unida sólo habían visto al oficial de reclutamiento y al cobrador de impuestos. Cumplía así una promesa que había hecho a muchos soldados moribundos. Le gustaba decir: “Se puede ser buenos católicos siendo buenos italianos”.
 
Fue el beato Pirro Scavizzi, hijo de un alto funcionario gubernamental, quien convenció a Cadorna de volver a establecer los capellanes militares que el gobierno liberal había abolido en el siglo XIX. Él mismo fue capellán de la Orden de Malta y prestaba servicio en un tren-hospital. Fue después prelado doméstico del Papa y autor del famoso canto «Inni e canti sciogliamo, fedeli, al divino eucaristico Re». El venerable Egidio Laurent era fraile laico en los Canónigos Regulares Lateranenses. Se enroló como alpino y lo mandaron a combatir en el Pasubio. Ofreció su vida a Dios para que cesaran los horrores de la guerra y murió de pulmonía (quien haya visitado uno de los museos de la Grande Guerra habrá visto las ropas de simple fieltro con que los soldados debían protegerse del hielo en las altas cotas).
 
En esa guerra estaba también san Juan XXIII, que fue primero sargento de infantería y después capellán en el hospital militar de Bérgamo. Así anotó en su diario: “De todo estoy agradecido al Señor, pero particularmente le doy gracias porque a los veinte años quiso que hiciera el servicio militar y después, durante toda la Primera Guerra Mundial, lo renovase como sargento y como capellán”.
 
Artículo de Renato Camillieri publicado por La Nuova Bussola y traducido por Aleteia

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