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Las lágrimas sanan, las sonrisas levantan

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/06/14
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Son esas lágrimas que salvan el corazón cuando más sufre, y las sonrisas como un bálsamo

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A veces, en el camino de la vida, no entra la luz. Todo parece opaco: la vida, el mundo, los sueños. No hay ilusión ni esperanza. A veces, si somos sinceros, es verdad, el alma se muestra algo espesa, oscura, triste. Sin entender las razones.
 
Bueno, algunas razones tiene. No entiende los sinsentidos. Quiere saberlo todo ya, de golpe, de repente. Y sufre. El alma sufre al no poseer para siempre los sueños, al no descifrar claramente los signos.
 
No satisfacen el corazón las alegrías de los sentidos. Como decía el Padre José Kentenich: «Las alegrías que realmente confortan son las alegrías del alma y no tanto las de los sentidos»[1]. Sufrimos al no poseer lo que pensamos nos hará felices.
 
Pero son alegrías temporales. Por eso, al no tener seguro el futuro incierto, sufrimos y nos agobiamos. Pero, ¿qué importa realmente si toda la vida es un don? Pero nos pesa e hipotecamos la felicidad pensando que poseyendo lo que no tenemos, seremos más dichosos. Luego lo logramos y no lo somos.
 
¿Quién nos libra de la enfermedad o de la muerte? Nadie. Y el corazón tiembla. Quiere poseer y pierde. Quiere retener y se le escapan los sueños. Es extraño.
 
En la sala oscura del Cenáculo, donde se encuentran los discípulos reunidos con María, no hay esperanza. En la sala del Cenáculo igual que en nuestra vida. Allí, sólo María brilla, elevada sobre los hombres, acogiendo a todos bajo su manto.
 
Sí, sólo Ella. Que aprendió a vivir sin certezas, abrazada a un amor que se hizo carne en su seno, confiando en unas palabras que expresaban sólo misterios. Sí, sólo Ella, firme, segura, confiada. Como lo estuvo al pie de la cruz. Sin retener las lágrimas, porque el llanto libera el dolor y le pone nombre. Las lágrimas son un río de vida que sana heridas. Las heridas de Jesús crucificado. Las heridas de Juan herido por el abandono.
 
Como nosotros que caminamos encorvados por el peso del dolor, sin entender de dónde procede. Un dolor a veces sin colores. Un dolor extraño, sin nombre, sin origen, sin final.
 
Sí, las lágrimas nos sanan. Las propias y las de quienes nos aman. Son esas lágrimas que salvan el corazón cuando más sufre. Las lágrimas de María al pie de la cruz sostuvieron a su hijo como un río, como un mar seguro, como una cascada de esperanza.
 
María ahora en el Cenáculo tal vez no llora. Ya ha llorado mucho. Ahora sonríe. Hacen también bien las sonrisas. Son como una bálsamo que levanta. Como un canto de aliento. Como un grito contra el silencio de la noche.
 
Sí, María calla, sonríe, llora, confía. Sí, su sonrisa nos levanta. Los levantó a ellos esa noche. Cuando estaban divididos. Les hizo confiar y creer. Ese vínculo los sanó.
 
Como dice el Padre Kentenich: «Si poseo una fuerte vinculación a María, todas las palabras del ámbito religioso que escuche cobrarán vida enseguida. La verdad, la palabra abstracta, se hará vida. María es un medio poderoso para transmitir la vida de Cristo, para llevar a Cristo»[2].
 
En esos momentos amaron a María y todo lo que habían escuchado, todas las palabras guardadas, todo lo que Jesús les dijo, cobró vida en su corazón. María los sostuvo, engendró a Cristo en sus almas.
 
Cuando no confiaban los unos en los otros los unió con lazos íntimos de amor. Cuando las envidias y los celos por el amor recibido y entregado crecían, María sembró paz. ¡Qué difícil desentrañar los misterios a oscuras, sin ayuda, solos!
 
María tiene una luz en sus manos. Una luz tenue, la de una vela encendida. Una simple luz que corre el riesgo de apagarse si no se encienden otras llamas en el corazón. Los discípulos esperaban palabras de aliento, una mirada para abrir las puertas y salir a proclamar a Cristo. El miedo seguía arraigado en el alma. No confiaban en nadie. Tal vez sí en María.
 
Ella era su madre, Ella tenía que saber más que ellos, Ella había esperado treinta años sin certezas, sin ver cumplidas las promesas. Ella había permanecido firme en la cruz cuando todos ellos habían huido. Sí. Sólo Ella lo sabía todo y confiaba. Y ellos creían por Ella. 

 


[1] J. Kentenich,
Las fuentes de la alegría
[2] J. Kentenich,
Kentenich Reader, Tomo III
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