Jesús nos pide que amemos hasta dar la vida, pero no es tan sencillo: el amor tiene sus peligros
A veces vamos por la vida cumpliendo normas, respetando límites, haciendo lo que esperan de nosotros. Nos da miedo fallar, que nos multen, que nos castiguen o regañen. Perder el cariño de alguien, recibir críticas en lugar de elogios, que nos tachen de incumplidores cuando no satisfacemos expectativas. Que nos olviden y dejen de considerarnos. Que nos pongan en una lista negra o de invisibles, que es casi lo mismo. Así es muchas veces. Tratamos de cumplir, de llegar a un mínimo, de cubrir lo exigido.
Pero nos olvidamos de la magnanimidad. El alma se empobrece y no aspiramos a lo más grande. No hacemos las cosas por amor, por generosidad, sino por cumplir.Por eso nos gusta que nos marquen los límites del campo, que nos digan lo que tenemos que hacer y lo que no corresponde.
¿Cuánto tenemos que dar, sin exagerar, sin llegar al máximo? ¿Hasta dónde podemos llegar sin caer en el pecado, sin ofender a Dios ni al hombre? ¡Cuánta seguridad nos da saber bien los límites, conocer las barreras que no podemos franquear en ningún caso!
Vivimos bordeando los límites. Rozando el riesgo. Mucha gente se incomoda si los límites no están claros. Y viven la vida tratando de no incumplir, de no pecar, de no infringir normas. Así es triste vivir. El horizonte se vuelve estrecho, sin vida, sin luz.
Algunos que seguían a Jesús, porque tenían hambre, le preguntan inquietos: «Y, ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?». Juan 6,22-29. Nos gustaría saber siempre qué tenemos que hacer. Y nos da miedo caminar por el campo abierto, tolerar la cizaña junto al trigo, permitir que podamos confundirnos, cometer errores, caer, ser acusados.
Nos da miedo no hacer siempre lo que Dios quiere. Somos los peores jueces con nosotros mismos. No nos permitimos licencias. Nos falta misericordia ante las caídas.
Tal vez por eso nos gustan las ovejas. Seguras en un recinto. No temen. No se preguntan qué pueden hacer y qué cosas no. Sólo obedecen al pastor, siguen su voz, se atienen a lo mandado.
¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Es la pregunta que nos saca de la incertidumbre, del miedo, de la duda. Decía el Papa Francisco: « ¿Amamos, como quiere Jesús, a aquellos hermanos y hermanas más necesitados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús?». Seguimos sus pasos y su camino no es seguro. Y en ese camino nos damos cuenta de los riesgos.
Podemos equivocarnos, podemos no llegar a hacer lo que Dios quiere, podemos amar y no hacerlo todo correctamente. Sabemos que Jesús nos pide que amemos hasta dar la vida. Pero no es tan sencillo. El amor tiene sus peligros.
Decía el Padre José Kentenich: « ¿Dónde existe en el mundo entero alguna cosa que el hombre, dotado de libertad y cargado con el lastre del pecado original, esté en condiciones de tomar en sus manos sin peligro alguno? Eso vale especialmente cuando se trata de transitar por territorios nuevos en la medida original en que lo hacemos nosotros. No en vano se habla del riesgo o de la aventura del amor»[1].
Es la aventura del amor. De ese amor humano que Dios ha sembrado como un deseo y como una promesa en el corazón del hombre. Nos ha hecho capaces de amar. Capaces de dar la vida por amor. Pero, ¡qué difícil resulta aprender a amar bien! ¿Hasta dónde? El cuerpo y el alma se unen en la entrega.
No tenemos que ver siempre el límite en todo. No podemos vivir siempre temiendo la caída. No podemos cultivar nuestra relación conyugal separando los campos, el alma y el cuerpo. Estamos llamados a integrar, a unir.
Le pedimos a Dios que armonice en nosotros lo que humanamente nos parece imposible. Dios puede ayudarnos a amar bien. En María se unen perfectamente naturaleza y gracia. Ella, sin pecado, supo amar integrando. No separó, unió. ¡Qué paz tendríamos en el corazón si hubiera más armonía en nuestros amores!
Le pedimos a Ella, en este mes de las flores, que eduque nuestro corazón. Que eduque esos sentimientos que nos entristecen, esas tentaciones que nos alejan del ideal. Le suplicamos que se quede en nuestro corazón y lo haga suyo.
Ella es llamada en la tradición de la Iglesia la divina Pastora. Porque ella pastorea también nuestras vidas. Se preocupa por nosotros. Nos cuida, nos ata a su corazón de Madre, educa nuestro mundo interior tan caótico. Ella pone orden en el desorden y hace que seamos magnánimos en la entrega.
Carta al P. Menningen, 1956