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¿Cuál es mi debilidad? Por ahí puede entrar el demonio

Iglesia agrietada

© Mario Modesto Mata

Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/03/14

Conocernos significa ponerle nombre a nuestra debilidad, a nuestra herida, saber dónde tenemos que cuidar nuestra alma para que no caiga

Siempre somos tentados con cosas atrayentes. El Tentador nos tienta con lo que desea el alma. Nos tienta para que no podamos levantar el vuelo.

Hoy escuchamos: «La mujer vio que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable, porque daba inteligencia; tomó del fruto, comió y ofreció a su marido, el cual comió». Génesis 2, 7-9; 3, 1-7.

El árbol era atrayente y deseable. A veces nos quieren hacer ver que el demonio no existe, que no tienta, que no está cerca. Pero sí que está cerca, tentándonos en cada momento de nuestra vida. Aprovechándose de nuestras debilidades. Eso no nos amarga, tampoco nos angustia. Dios es más fuerte que el mal y está de nuestro lado. No tenemos que temer porque Dios vence en nosotros ese hombre viejo que nos aleja del ideal.

Pero las tentaciones siempre van a existir. El mismo Cristo fue tentado. ¡Cuánto más nosotros! Cuando renunciamos voluntariamente en estos días a algo, cuando cumplimos el ayuno y la abstinencia en los que se une toda la Iglesia, aunque nos cueste, será cuando más tentaciones tengamos. Siempre vienen por nuestro punto débil.

¿Cuál es nuestra debilidad? ¿Cuál es nuestro pecado más común? ¿Dónde solemos faltar más a la caridad?Conocernos significa ponerle nombre a nuestra debilidad, a nuestra herida, saber dónde tenemos que cuidar nuestra alma para que no caiga. Es allí donde el Tentador querrá hacerse fuerte, será la grieta por la que penetre para debilitar nuestra fortaleza. No consiste entonces en ocultar nuestra debilidad, sino más bien en ponerle nombre, reconocerla y entregarla. Saber de qué pie cojeamos para evitar así las ocasiones en las que podamos caer.

Hoy el Evangelio nos presenta las tres grandes tentaciones que sufrió Jesús en el desierto. La tentación real, que quizás está escondida en los tres ejemplos, es la de usar el poder para algo diferente que para el amor. Está en juego el poder de Dios, el poder de hacer milagros y solucionar las cosas.

A veces nosotros buscamos ese Dios, el Dios los milagros. Buscamos que nos haga las cosas como nosotros queremos, que haga el milagro que necesitamos. ¿Acaso no lo puede todo? Sin embargo, el gran misterio de Jesús terminó de desvelarse en esos días de desierto. Siendo Dios, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos y así, vivió como un hombre cualquiera.

Jesús actúa por amor, por compasión, nos viene a hablar de un Dios enamorado y apasionado por el hombre, viene a caminar con nosotros asumiendo todas nuestras limitaciones humanas menos el pecado.

No conoce el futuro, pasa hambre, tiene preguntas que no se resuelven al momento, sufre por amor, siente el fracaso y la nostalgia, disfruta mirando un paisaje, escucha, toca, acaricia, llora, espera, abraza. Ése fue el camino que Él hizo.

Se hizo hombre, para que nosotros nos hiciésemos hijos de Dios. Se hizo niño frágil e impotente, hombre necesitado de otros y dedicó su vida a hacer el bien, a partirse, a derramarse. Hizo la voluntad del Padre, porque para eso vino. Fue hijo y aprendió, sufriendo, a obedecer.

Lo que el demonio le dice es que Él es Dios, que lo puede todo, que no tiene por qué someterse al Padre. En realidad, en las tres tentaciones, eso es lo que está detrás. El poder. Jesús podía todo sin tener que contar con el Padre. El demonio se burla de su obediencia al Padre. Pero Jesús ya sabe quién es, se fía de su Padre. En todas sus respuestas habla de Dios, habla de obediencia.

En realidad, el desierto es el lugar de encuentro con su Padre y consigo mismo. Las tentaciones forman parte de ese proceso de búsqueda y discernimiento.

Para decir «sí», muchas veces tenemos que decir «no» a otras cosas.

Jesús dijo «no» al camino fácil de usar su poder para solucionar la vida, «no» a usar su poder para desobedecer al Padre, «no» a tomar decisiones sin contar con su Padre. «Sí» al Padre y a su plan. Se fía, se entrega, confía, aunque no sabe.

Su «sí» fue probado, y siguió probándose toda su vida. ¡Qué paz tendría Jesús al terminar sus días de desierto! Había luchado en su alma. Eso siempre deja una paz duradera, que no pasa. ¡Qué feliz estaría el Padre al ver volver a su Hijo fiel y obediente!

Esos días de desierto fueron roca en la vida de Jesús. Ojalá, en estos cuarenta días de camino hasta la cruz, nosotros también vayamos al desierto con Jesús, a mirar nuestro interior, a encontrarnos ahí con Dios, con su mano. A dejar cosas que nos despistan para hacer silencio.

Ojalá busquemos momentos de desierto en que ponernos solos frente a Dios. Es el lugar del amor, no sólo de la tentación. María va con nosotros, como hizo con Jesús, nos cuida y nos sostiene. Nos enseña a decir «sí».

La primera tentación que contemplamos es la del pan. Hace referencia al placer, al hecho de disfrutar de la vida: «El tentador se le acercó y le dijo: – Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero Él le contestó, diciendo: – Está escrito: – No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».

Muchas veces nos gustaría convertir las piedras en alimento, en pan, en algo que sacie nuestra hambre. No hay nada malo en el placer, lo sabemos. Dios lo ha puesto en el corazón del hombre: «El Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que había modelado». Creó un Edén. Creó el mundo para el hombre, para satisfacer sus apetitos y deseos. Un mundo tan maravilloso como el que tenemos.

En el mundo creado los animales comen por necesidad, por instinto, mientras que el hombre disfruta la comida, la bebida, la vida. Es un don de Dios esa capacidad que tenemos para disfrutar, cada día que Dios nos regala, de las cosas y de la vida. 

Es un regalo, pero a veces pensamos que el placer siempre es pecaminoso. Hay personas que han perdido la capacidad de disfrutar las cosas. Es como si nunca vieran algo bueno en todo lo que el mundo ofrece.

Es cierto que la tentación habitual del hombre es querer disfrutar siempre de todo y estar dispuestos a dar cualquier cosa con tal de no perder lo que le alegra. Pero no podemos pensar que el placer siempre es pecado. La belleza del mundo nos atrae y no la rechazamos.

Pero la tentación es querer tener siempre, disfrutar de todo y en todo momento. Tenemos hambre y el hambre nos hace mendigos. El hambre duele y nos hace inconformistas. Lo queremos todo. Nos negamos a renunciar. Surge la tentación. Queremos que las piedras sean pan. Que el dolor sea alegría y la ausencia presencia. No queremos renunciar.

El Señor nos hace mirarle a Él. No vivimos sólo de pan. No sólo del placer y de aquello que nos hace disfrutar de la vida. El amor es más hondo, más profundo, más pleno. 

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