O por qué el liberalismo es incompatible con la Eucaristía
En un artículo anterior daba cuenta de las reacciones de diversos grupos neoliberales contra la Exhortación apostólica “Evangelii gaudium”, exponía la crítica que el Papa realizaba en el apartado 54 del citado documento a la teoría del “goteo” (trikle-down) y apuntaba que las palabras del Pontífice no se dirigían contra determinados excesos del sistema económico capitalista o contra una teoría en concreto, sino contra algunos de los postulados centrales que son la razón de ser del mismo y, por lo tanto, contra sus fundamentos. Estas tesis nucleares son: la base antropológica del capitalismo y, en consecuencia, la consideración de la economía como una ciencia autónoma. Dedicaremos estas líneas a explicar la primera de ellas.
Cuando nosotros hablamos de las bases antropológicas del capitalismo debemos atender a dos direcciones diferentes. Una de ellas sería la exposición que realiza Max Weber en su clásico La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), en el que defiende que la influencia moralista y ascética del protestantismo contribuyen a un mayor desarrollo de la economía liberal dentro de los países y contextos protestantes. En segundo lugar, y es a este punto al que presta atención la Exhortación apostólica, hay que intentar comprender el denominado “principio de insaciabilidad local”. El nombre puede parecer rimbombante y anunciar complicaciones, pero es algo sencillo y, lo que es más importante, sobre este concepto se apoya la idea, capital para los liberales, de que el hombre es un animal dominado por sus intereses egoístas.
La idea a la que alude dicho principio es que un sujeto siempre va a preferir tener más recursos a tener menos y, movido por ese carácter insaciable de su interés propio, buscará por todos los medios a su alcance un incremento constante de las ganancias. Por supuesto que este ansia por la acumulación de la riqueza puede ser atemperada por consideraciones de índole moral (es a este punto al que Weber quería poner mayor énfasis), pero en todo caso los bienes de la vida aparecen aquí claramente divididos en dos ámbitos muy concretos. Por un lado el hombre, no sólo como animal pasional y apasionado, sino también como “animal racional”, busca siempre su propio beneficio. Su naturaleza, pues, identifica el bien con el bienestar, incluso aunque esa mejora de su situación conlleve que otros semejantes se vean privados de esos recursos ya que, siendo estos limitados, que uno tenga más tiene que significar que otros tengan menos. Por otro lado nos encontramos con que especialmente los creyentes –no sólo- se imponen límites morales para alcanzar otro fin completamente distinto, que es la salvación de su alma. Dos son, pues, los fines de la vida según esta postura: el bienestar y la salvación del alma, y cada uno de ellos se organiza según sus propios supuestos y mecanismos. De esta forma usted, si es un hombre racional, buscará en su vida cotidiana su interés egoísta, porque en ese ámbito Cristo no tiene por qué entrar. Si acaso, su fe le servirá para aplicar a sus relaciones un poco de moralismo: la conciencia es una bibliotecaria regañona y pesada que no tiene nada que ver con su felicidad concreta y actual. He aquí la estructura teológica y antropológica en la que se sostiene el capitalismo.
Algunos afirmarán que una de las tesis que he expuesto en el párrafo anterior es claramente falsa, puesto que el desarrollo económico y tecnológico permite también la proliferación de los recursos. Al respecto habría que señalar varias cosas, pero bastará con destacar dos: el capitalismo apunta hacia un modelo de crecimiento infinito que no es ecológicamente sostenible (porque los recursos pueden crecer, pero no son infinitos ni lo hacen tan deprisa como la demanda inducida por el modelo capitalista)
; y, muy especialmente, que hay que apuntar siempre, hoy día, a una visión global de la economía: que en ciertas épocas no veamos empobrecerse dramáticamente al vecino no debe hacernos olvidar el incremento asombroso de las guerras, la violencia, el hambre y la explotación en el mundo derivados de la pobreza de las regiones que no participan de nuestro bienestar, sino que más bien lo sufren.
Según el principio de insaciabilidad local, es la tesis expuesta por Adam Smith de una manera todavía simple en su clásico La Riqueza de las Naciones, nadie puede esperar que otro le favorezca atendiendo a consideraciones de benevolencia (salvo tal vez esporádicamente), por lo que si se desea tener importancia para otros, si se quiere ocupar un lugar en la sociedad, hay que conseguir que mis conciudadanos estén interesados en mi producto o servicio y dispuestos, por ese interés, a negociar conmigo. Quien no se encuentra en una posición que despierte el interés de otros es sencillamente desechado.
Es precisamente en este punto, ya digo que decisivo para el capitalismo, en el que el Papa Francisco se muestra radicalmente discrepante, lo que significa que no deplora los “errores” o “excesos” del capitalismo, sino el propio modelo como tal. Por eso insiste en que no se trata, como afirma la teoría del “goteo”, de que a partir de los enriquecidos o del estado proliferen acciones caritativas que moderen los desajustes provocados por sociedades que entienden toda su vida económica como trenzada por el interés, sino de cambiar radicalmente la mirada que tenemos hacia el otro y de dirigirnos a él como un igual a mí, como un hermano, como un hijo de Dios. Leemos en el parágrafo 199 de la Exhortación: “Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción o asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo» (…) esto implica valorar al pobre en su bondad propia.”
La renovación de la vida social no puede depender, pues, en último extremo, de una mayor presión legal o de un incremento del moralismo o del “buenismo”. No basta –siendo esto en sí mismo bueno, necesario y hasta obligatorio- con incrementar la red asistencial como contrapeso a la situación dramática que acarrea el capitalismo, que va destruyendo cada vez más sociedades y de una manera más profunda, sino en transformar nuestra mirada del egoísmo al afecto, de la búsqueda del propio interés al compartir la vida. Leemos en el apartado 202: “La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar (…) para sanar [a la sociedad] de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atiendan a ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras.” Y otorga la clave para sanar la sociedad en el parágrafo 205, precisamente citando a Benedicto XVI en su Caritas in Veritate: “Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»”.
Lo que el Papa Francisco está diciendo es que el error central de nuestra economía liberal-capitalista, en el que caen tanto los neoconservadores como los socialistas, es considerar el egoísmo como el motor de las relaciones económicas, con una menor (neoconservadores) o mayor (socialistas) intervención del estado para corregir desequilibrios. Mientras los partidarios de esta postura todavía defienden que una “mano invisible” convierte ese egoísmo en la mejor opción para el bienestar general, asistimos a una situación completamente diferente: cada vez son menos los que se benefician del egoísmo colectivo y más los que, estén a una mayor o menor distancia de nuestras casas, son desechados y expulsados de la vida económica, porque a nadie interesan.
Conquistar una nueva manera de vivir pasa por comprender que no existe ninguna estructura de la naturaleza humana que nos obligue a tratar a los demás desde parámetros egoístas, aparte de la experiencia cotidiana de nuestro pecado. Vivimos una realidad social en la que el interés asociado por los liberales a las relaciones económicas se ha convertido en la estructura de toda relación (incluso de las familiares) transformando, al estilo “Mandeville” (vid. “El panal de abejas de Mandeville y la lección de los niños”, de César Nebot), los vicios privados en vicios públicos.
Es la Eucaristía la que de verdad nos enseña cuál es el núcleo de toda relación humana, y por eso es el acto político por antonomasia: porque nos hace a unos miembros de los otros en una unidad sin disolución como partes del Cuerpo de Cristo, como hermanos, como unos, en Cristo. Todas las relaciones están llamadas a tener esta estructura. Esta es la respuesta revolucionaria y definitiva a la iniquidad del sistema económico actual, denunciada por el Papa Francisco para escándalo de tantos.