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¿Cansado en Navidad?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/12/13
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Que María y José nos regalen su asombro ante el misterio de Dios escondido en nuestra vida familiar

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Las fiestas navideñas son, en primer lugar, fiestas familiares. Por eso en estos días surgen sentimientos encontrados. La Navidad es un tiempo alegre, lo sabemos, nace Jesús en nuestras vidas y viene a caminar con nosotros.
 
Sin embargo, muchas veces estas fiestas están marcadas por el dolor y la nostalgia. La pérdida de seres queridos, la enfermedad de algún familiar, una crisis matrimonial, el dolor por la separación, la crisis económica.
 
Hay muchos motivos para vivir con algo de melancolía y dolor estos días. No todo es perfecto y pleno en la vida de una familia. Siempre hay recuerdos tristes y ausencias que hacen difícil estas fechas tan especiales.
 
Aun así, Jesús se hace carne de nuestra carne y carga con nuestro dolor. No permanece indiferente ante el sufrimiento. No se baja de nuestra cruz, muy al contrario, nos sostiene firmes en ella.
 
Como dice el Papa Francisco: «El nacimiento de Jesús es la manifestación de que Dios ‘tomó partido’ de una vez para siempre por el hombre, para salvarnos, para levantarnos del polvo de nuestras miserias, de nuestras dificultades, de nuestros pecados».
 
Por eso la alegría de Navidad no es una alegría de pandereta. Es algo mucho más profundo. Es la alegría del que sabe que su vida descansa en lo más alto, en el corazón de Dios. Jesús nace en medio de las dificultades de vida familiar.
 
Nos dice el Padre Kentenich: «El amor impulsa al sacrificio y el sacrificio alimenta el amor. Olvidamos que la vida matrimonial es una vida de sacrificio. Cité a Adolf Kolping: – La mesa familiar no es una mesa de placer sino un altar de sacrificio»[1].
 
En familia se comparte el dolor y la pena, la precariedad y la ausencia, el fracaso y la frustración, la pobreza y el desamor.
 
Cristo no viene a nacer en el paraíso, sino en la tierra del hombre que ha caído, en esa tierra muchas veces en penumbra y triste. Es por eso que esa alegría perfecta, exenta de preocupaciones, no existe aquí en la tierra. Salvo que la tratemos de vivir de forma irresponsable e inmadura. Porque siempre la realidad es más fuerte y nos muestra el dolor como parte del camino. Pero eso no nos entristece, porque la vida nos va haciendo más realistas.
 
Comprendemos que nuestra vida familiar no es ese lugar perfecto de risas superficiales, sino el espacio en el que la alegría serena quiere echar sus raíces. Una alegría anclada en Dios, sujeta en lo alto.
 
El belén es el ejemplo más vivo de nuestra realidad familiar. En él hay pobreza, desprecio de los que no dan posada a un matrimonio en necesidad, soledad y frío en un pobre establo. En Belén adoramos a Dios hecho carne y, al mismo tiempo, lo vemos huir por miedo a los asesinos. Belén, en Tierra santa, es esa ciudad amurallada, donde hay miedo y soledad, pobreza y violencia. No es la ciudad idílica que reflejamos en los belenes artesanales. Así es nuestra familia. Cuna de dolor y esperanza, de tristeza y alegría, de frustración y éxito.

Además, en estos días nos reencontramos con familiares a los que no vemos habitualmente. La Navidad es tiempo de reencuentros. Y ocasión para querer y expresar el cariño a los que no vemos tanto.
 
Aun así, estos reencuentros no están exentos de tensiones. La convivencia no siempre es tan fácil. Hay heridas, rencores, recuerdos no tan agradables, experiencias difíciles. La memoria afectiva no olvida.
 
Por eso no es tan cómodo a veces compartir estos días con ciertos familiares. ¿Cómo reaccionamos? ¿Cómo aprendemos a querer en estos días? La Navidad es siempre una ocasión para la reconciliación, para el perdón, para la paz. Por eso nos preguntamos: ¿Tenemos que cambiar en algo? ¿Lo podemos hacer mejor? ¿A quién tendríamos que perdonar en Navidad? ¿Quién nos tendría que perdonar?
 
Es la Navidad un tiempo para la reflexión: «María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón». Nosotros nos preguntamos si nuestro corazón está en paz, si ha perdonado a todos, si no guarda rencor. Nos preguntamos por esas tristezas del alma que nos quitan muchas veces la paz.
 
Una y otra vez compruebo que el corazón no lo olvida todo fácilmente. Pienso que sí, que ya está, que he pasado página y lo olvido. Pero no, el corazón lleva cuenta del mal recibido, de las ofensas y los agravios, de los desprecios y las palabras hirientes. El corazón no se limpia de un plumazo.
 
No basta con querer olvidar, porque el olvido es un don que se recibe de lo alto. Un don que suplicamos en Navidad. Porque, cuando queremos profundizar y descansar en Dios, vienen siempre recuerdos que nos hacen difícil la convivencia y la paz.
 
Es por eso la Navidad un tiempo para aprender a querer sin rencores, a abrazar sin sentimientos de rechazo. Es un tiempo de perdonar y ser perdonados. La paz es posible. Pero se construye sobre la reconciliación, sobre el perdón que exige humildad como punto de partida. Una paz basada en el amor, construida sobre el respeto, en silencio, cada día.

Vivimos en un mundo que va muy deprisa. Tal vez por eso nos cansamos tanto. Es el cansancio de la vida. Corremos, nos esforzamos, nos agotamos. Especialmente en estas fiestas navideñas en las que no paramos.
 
¿Por qué nos cansan tanto las cosas, la vida, las circunstancias, las personas? ¿No será que estamos cansados de vivir, de amar, de entregarnos? ¿O estamos tal vez cansados de nosotros mismos? ¿Qué tipo de cansancio nos pesa más, el físico, el psicológico, el espiritual? ¿La Navidad nos cansa? ¿Nos cansan el trabajo, las personas, la vida misma?
 
Una persona rezaba al Niño Jesús: «Lo más importante debería ser darse a los demás, porque es lo que más nos llena. Dicen que estás en cada persona, y que dándome a los demás, consiguiré esa paz interior que se llama amor. Por lo tanto, en Navidad lo tengo fácil, pero no me doy cuenta».
 
Así de fácil podría ser, pero nosotros nos cansamos. Amar y recibir amor, sufrir y ayudar en el sufrimiento debería ser una vitamina que eliminara el cansancio.
 
Nos dice el Papa Francisco en Navidad: «Él nos trae una energía espiritual, una energía que nos ayuda a no hundirnos en nuestras fatigas, en nuestras desesperaciones, en nuestras tristezas, porque es una energía que caldea y transforma el corazón. El nacimiento de Jesús, en efecto, nos trae la buena noticia de que somos amados inmensamente y singularmente por Dios, y este amor no sólo nos lo da a conocer, sino que nos lo dona, nos lo comunica».
 
Navidad es una llamada a descansar y coger fuerzas. Mejor aún, a vivir sin cansarnos. Es verdad que estar cansados es normal, cuando nos entregamos y desgastamos, cuando servimos hasta el extremo.
 
Cansarnos es hasta bueno, porque quiere decir que lo hemos dado todo, que nos hemos esforzados como aquel administrador fiel del que Jesús dice que ha hecho lo que tenía que hacer. Así quisiéramos vivir nosotros. Darlo todo y saber que hacemos sólo lo que tenemos que hacer, lo que corresponde, lo que es necesario.
 
Pero a veces nos cansamos por culpa de nuestro desorden interior. Es un cansancio distinto. Es la sensación que podemos tener de no estar donde quisiéramos estar, de no estar disfrutando de la vida. Surgen las quejas, el inconformismo, la pena.
 
Nos aislamos en nosotros mismos. Y surge entonces la desazón y la sensación de no estar haciendo las cosas correctamente. ¿Estamos haciendo todo lo que podemos hacer? El cansancio muchas veces no viene por habernos vaciado, sino por no estar actuando con paz, con orden, con armonía, por estar demasiado llenos.
 
El desorden y la suciedad en nuestra vida nos acaban quitando la paz y nos entristecen. Las peleas innecesarias, las críticas y los juicios que envenenan el corazón. La desazón y la falta de ilusión por la vida. ¿Qué nos ilusiona de todo lo que hacemos en el día? ¿Dónde descansa y se alegra nuestro corazón? ¿En nuestra familia?
 
Para superar el cansancio está bien descansar. Pero depende, en realidad, del cansancio del que estemos hablando. Cuando es un cansancio físico, cuando nos hemos desfondado haciendo lo que Dios quiere que hagamos. Cuando amando nos cansamos, ese cansancio tiene fácil arreglo. Basta con dormir para recuperar las fuerzas y despertarnos animados y llenos de vida.
 
Sin embargo, cuando el cansancio está lleno de tristeza y desazón no basta con dormir. En esos momentos lo que necesitamos es otra cosa. Encontrar sentido a nuestra vida, alegrarnos con las pequeñas cosas, aprender a ver el bien en la vida, comenzar a disfrutar con lo que nos toca hacer. Ilusionarnos con lo que tenemos, con la familia que Dios nos ha regalado, con nuestro trabajo.
 
El cansancio peor es el que nos quita la paz, las ganas de vivir y de entregarlo todo. Es el cansancio que nos hace languidecer. Entonces nos dejamos vivir por la vida en lugar de vivirla nosotros, tomando las decisiones correctas.

Dios nace oculto en Belén y una Madre lo cuida, lo abraza y lo envuelve en pañales para que no muera de frío. Dios se hace uno de nosotros. Dios pequeño, más pequeño que nosotros. Es el amor de Dios, que llama, que viene, que sale en medio de nuestro camino llamándonos por nuestro nombre.
 
María respondió a esa llamada con su fiat en Nazaret y con su fiat en Belén. Sí, María acogió el deseo de Dios de nacer en un pesebre. No se turbó, no estaba cansada con ese cansancio lleno de hastío y tristeza. Su cansancio era el cansancio físico de una madre que acaba de dar a luz.
 
Aún así, en su cansancio, feliz, tendría aún fuerzas para cantarle al niño, para abrigarlo con fuerza contra su pecho, para decirle al oído cuánto lo amaba. Lo amaba desde siempre, desde que era niña y buscaba a Dios en el templo, desde que quería entregarle la vida por entero como un jardín sagrado.
 
Sí, amaba a ese Dios cercano que la había cuidado desde pequeña. Amaba a Jesús antes de conocerlo. Lo amaba desde aquella tarde en la que el Ángel conmovió su alma. No comprendía todo, eso era verdad. Pero no es necesario comprenderlo todo para amar con toda el alma.
 
Por eso María esa noche, cansada, estaba plena, feliz. Las circunstancias no serían las ideales, las soñadas por una madre que desea cuidar a su pequeño. Pero era el lugar que Dios había pensado. ¡Qué feliz estaría María con su hijo! ¡Qué feliz Jesús con María!
 
Ella no necesitaba señales para saber que ese niño indefenso era Dios. No necesitaba nada más que la certeza que se hacía fuerte en su corazón. Ya el Ángel le había revelado en lo más íntimo la verdad de lo que ahora veía con sus ojos.
 
Por eso temblaría al sostener al niño Jesús. Temblaría llena de emoción, de ternura, de agradecimiento, consciente de su pequeñez e impotencia. María es así, siempre nos muestra a Jesús en medio de lo cotidiano. Tiembla y lo señala en medio de los hombres. Ésa es su escuela, la escuela de la vida diaria. Y nos regala esa mirada para descubrir a Dios en el mundo. Para descubrirlo en medio del dolor, del absurdo, de las contradicciones, de las desilusiones. María nos trae a Dios que se encarna en nuestra vida, en lo más cotidiano.
 
Una persona rezaba: «Dame un corazon grande para amar y verte en los demas; gracias por hacerte tan pequeño y nacer entre nosotros. Te quiero, Jesus, y en el portal te cojo en mis brazos, te beso, te canto, te acaricio, te contemplo y me dejo iluminar con tu luz y me lleno de tu paz y alegrí.
 
El alma de María es el pesebre donde nace Jesús, es el cáliz donde nos lo entrega, es el jardín que perdieron Adán y Eva por el que podemos pasear con Dios. Su intimidad con Dios, su unión a Él, su obediencia de hija la hacen más niña y nos acercan más a Dios.
 
Ése es nuestro ideal, ser como niños, ser como María, para poder así compartir todo con Dios y preguntarle en cada paso qué es lo que Él quiere. Es el camino de aprender a confiar cuando no entendemos, esperar sus plazos como María esperó los treinta años de vida oculta y sencilla. Es el camino de repetir el sí en la luz y en la oscuridad, en el camino y en la cruz, en el Tabor y en noche.
 
Hoy es el día de la Sagrada Familia. ¡Cuántas veces dejamos de asombrarnos ante el misterio de nuestra propia vida! No vemos que nuestra familia sea sagrada, no creemos que pisamos tierra santa. Y es que nuestra propia historia es sagrada.
 
Se trata de ver a Dios conduciendo nuestra vida. Ver a Dios en nuestros hijos. En nuestra mujer o nuestro marido. En nuestros padres o amigos. Hoy queremos pedirles a María y a José que nos regalen su mirada de asombro ante el misterio invisible de Dios escondido en nuestra vida familiar, de Dios en el corazón de los que nos rodean.
 
Que nos sepamos agachar ante la grandeza del otro, ante el portal de Belén que es nuestra vida, que sepamos adorar a Jesús en nuestro corazón, asombrados, con emoción, de que haya querido venir a él cuando no está limpio, ni ordenado, ni caliente, ni blando. Tan desordenado como aquel establo de Belén.
 
Él quiere nacer en nosotros, en nuestra familia y hacerse pequeño allí, para que también nosotros aprendamos a hacernos pequeños. Decía el Papa Francisco: «Si en Navidad Dios se revela no como uno que está en lo alto y que domina el universo, sino como Aquel que se abaja, desciende sobre la tierra pequeño y pobre, significa que para ser semejantes a Él no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más, abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con los pequeños y pobres con los pobres».
 
El camino es el descenso. Se trata de hacernos pequeños, humildes, necesitados. La vida familiar se construye sobre los cimientos de la humildad, no sobre el orgullo y el amor propio. Nos importa más que se nos respete antes que respetar nosotros a los demás. Que se nos admire antes que admirar, que se nos agradezca antes que agradecer, que se nos alabe antes que alabar. Pero así no llega a ser sagrada nuestra familia. No dejamos que Dios entre por la grieta de nuestra pequeñez. Hoy pedimos esa humildad para construir sobre roca.

Jesús vivió en familia de forma sencilla la mayor parte de su vida. Se habla muy poco de ese tiempo. Está guardado en su corazón. Sólo Lucas dice que después de ir al templo, bajó con José y María hasta Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su Madre conservaba todo en el corazón y él crecía en sabiduría y estatura.
 
¡Cuántas vivencias detrás de estas pocas frases! ¡Cuánto silencio, cuánta vida! ¡Cuántos momentos de intimidad, cotidianos! ¡Cuántas comidas compartidas, cuántas conversaciones entre los tres! Ojalá pudiésemos asomarnos un poco a esos años y escuchar, y saber, y mirar.
 
¡Cuántas veces ya adulto, como nos pasa a nosotros, Jesús recordaría esos años con alegría y ternura, con agradecimiento, quizá a veces con algo de nostalgia! Con José y María aprendió a hablar, a descubrir el mundo, a rezar a Dios Padre, a trabajar la madera. Conoció el amor humano y la alegría de vivir.
 
En José y María siempre podría descansar. De niño compartiría los juegos y, al ir creciendo, ellos le sostendrían en cada paso. Sus gestos serían los de ellos, su manera de hablar, su acento, su forma de caminar y de reírse. Su mirada se parecería a la de María, limpia y profunda. De ellos recibió los primeros abrazos y caricias. Se sintió protegido y cuidado.
 
Dormía cada día sabiéndose velado. Creció sin tener mucho pero seguramente sin necesitar tampoco mucho. En ese hogar de Nazaret habría alegría. Las raíces humanas de Jesús están allí. Como las nuestras en nuestro hogar.
 
Nuestra mirada al mundo tiene que ver con nuestras vivencias de infancia. Miramos con los ojos de los nuestros. El lugar que amamos más quizás no es el más bonito, pero la casa de nuestros padres o el sitio donde veraneamos de niños tiene algo mágico, que nos hace querer volver una y otra vez. Así sería para Jesús también su hogar. Lo que nos hace seguros en la vida es haber recibido el amor de nuestros padres y haber descansado seguros en su amor mutuo.
 
Así creció también Jesús. Jesús recorre el camino humano, incluso esos treinta años que parecen que no cuentan, nos hablan de cómo Jesús vivió lo mismo que nosotros. Son años fundamentales en los que creció sencillamente sin que nadie supiese quién era. Allí aprendió a vivir y creció oculto al mundo.
 
¡Qué importante debe ser la familia para que Jesús pasase en ella la mayor parte de su vida! Esos años fueron fundamentales para comenzar después su misión y darse por entero. Nuestra familia es el lugar donde descubrimos nuestra identidad, quiénes somos, nuestro nombre.
 
Jesús nos enseña no sólo con sus milagros, con sus palabras, con su pasión. Nos enseña con su vida oculta en Nazaret, una vida sencilla, alegre y cotidiana. Lo más humano es el camino que Dios usa para llegar a nosotros.
 
La familia es el lugar donde Jesús creció seguro, donde, como nosotros, se asomó al mundo y aprendió a conocerse y a descubrir quién era y su misión. ¡Qué importante es dejar espacio a los hijos para que descubran para lo que están hechos, su misión, su camino, su originalidad! ¡Qué difícil a veces no marcar demasiado, no proyectar sueños que tenemos o ideas preconcebidas de cómo debe ser cada hijo!
 
Siempre me imagino a José y a María profundamente respetuosos con Jesús, con su misión, acompañándole en la medida que iba descubriendo todo su mundo interior. A veces sin comprenderlo todo. Así de sagrado debe ser cada hijo para nosotros. Porque los hijos son de Dios. Cada uno es diferente, cada uno es sagrado y único.
El ideal de asemejarnos a la Sagrada Familia se muestra hoy con más claridad. Las pequeñas virtudes familiares las escuchamos en la primera lectura: «Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados». Eclesiástico 3, 2-6. 12-14.
 
Si supiéramos amar de esta forma sería todo más fácil. Sin embargo, nos olvidamos. No respetamos, no nos alegramos con facilidad, nuestra casa no siempre es lugar de descanso y alegría. No tratamos a nuestros padres con respeto, cariño y cercanía. Falta muchas veces la alegría en nuestro hogar. Hay peleas, discusiones, faltas de amor.
 
Como decía el Papa Francisco en la Exhortación: «La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder porque la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría».
 
No nos reímos tanto, no descansamos los unos en los otros. No somos causa de alegría para los que nos rodean. Guardamos quejas y reproches. No nos expresamos con cariño. No tratamos a los otros con ternura.
 
En la segunda lectura nos habla San Pablo de las virtudes que construyen la vida familiar: «Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos».Colosenses 3, 12-21.
 
La familia se levanta sobre estos pilares fundamentales. ¡Qué pena que a veces nos olvidemos tan fácilmente de ellos! Bondad, misericordia, humildad, dulzura, comprensión, paciencia, perdón, paz. Son muchos desafíos.
 
¿Por qué nos cuesta tanto vivir de esta manera? Nos encerramos en nuestro mundo. Queremos imponer nuestros deseos. No compartimos nuestra vida con nuestra familia y vivimos volcados hacia fuera. No somos lugar de descanso para los nuestros.
 
La fiesta de hoy nos lleva a reflexionar sobre nuestra vida familiar. Se trata de nuestros vínculos familiares. Somos padres, madres, esposos, esposas, hijos, hermanos, abuelos, nietos. Le damos gracias a Dios por lo que tenemos. La vida familiar tiene mucha riqueza y muchos desafíos abiertos.
 
Decía el Padre José Kentenich: « ¡Hay que salvar a la familia! El apostolado más grande es el apostolado de la familia»[2]. Es el desafío de los cónyuges en su vocación de construir una familia santa y sana.
 
Nuestra salud mental y la de nuestros hijos dependerán del tipo de familia que estemos construyendo. Anhelamos una familia en la que lo espiritual y lo más humano y carnal están íntimamente unidos. Una familia en el que el amor de los esposos redunde en amor a los hijos. Una familia que quiera responder al ideal, de la Sagrada Familia.
 
Hoy nos preguntamos en primer lugar si estamos siendo fieles a nuestro amor conyugal. El respeto, el cariño, la cercanía, la paciencia, la pasión. ¿Cómo lo estamos cultivando? ¿Qué espacios nos dejamos para el diálogo, para crecer en nuestro amor? Sin un amor conyugal firme y sólido, todo lo demás se tambalea.
 
Somos, al mismo tiempo, padres y madres. ¡Qué importante es el papel de los padres para un sano crecimiento de nuestros hijos! Los padres son la roca segura sobre la que el hijo construye. Por eso, cuando esa firmeza falta, todo se tambalea.
 
Decía el Padre Kentenich: «Si más tarde se desilusiona de su padre será como si todo a su alrededor comenzara a tambalearse. ¡Cuán grande y pesada es la responsabilidad que asumimos cuando hay hombres que nos aman como un niño a su padre! En general esa gente se desilusionará de mí, es natural, porque no soy Dios, sino sólo un pequeño reflejo suyo. Quien me conozca con mayor exactitud se desilusionará de mí continuamente. Parte de la razón de ser criaturas es desilusionarnos. Con humildad y gratitud aceptaré que las personas que hasta ayer casi me adoraron, hoy me vuelvan más y más la espalda al irme conociendo mejor»[3].
 
Los hijos se desilusionan de los padres, es lo normal cuando crecen. Pero queremos que el proceso sea natural y no provocado por nuestros escándalos. ¿Escandalizamos a nuestros hijos con nuestros comportamientos? A veces exigimos lo que no hacemos. La mentira de nuestra vida es motivo de desesperanza para los que nos aman.
 
Si nuestra vida es honesta y el amor conyugal es visible, nuestros hijos crecerán con un amor sano. Se desilusionarán, porque es parte de la vida, pero no perderán la esperanza. Somos reflejo de lo que hemos vivido en nuestra familia. Nuestros hábitos, nuestra forma de amar, nuestros gestos. Todo lo hemos aprendido en nuestra sagrada familia.
 
Por eso es tan importante cuidar el tesoro que tenemos. ¿Cómo nos cuidamos? ¿Cómo cuidamos a nuestros padres? ¿Cómo nos comportamos con nuestros hijos? La fiesta de hoy nos confronta con nuestra realidad, con la vida familiar que tenemos. ¿Se parece a ese ideal que San Pablo nos presenta?
 
Nuestra familia es santa. Pero, ¿Dios está en ella presente? ¿Tenemos un lugar especial ante el cual rezamos como familia? ¿Él está presente en todas las decisiones familiares? ¿Nos conduce?
José obedece y huye con María y el niño: «Cuando se marcharon los magos, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: – Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: – Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto. Cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: – Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño. Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno». Mateo 2, 13-15. 19-23.
 
José escucha al Ángel en sueños en dos ocasiones. Y comienza un nuevo camino, un éxodo. No regresa a Nazaret por el camino conocido. La primera decisión es no regresar a Nazaret, sino huir a Egipto. La segunda decisión, aguardar con paciencia en Egipto hasta que vea que puede volver a Nazaret.
 
En la vida nos suelen desconcertar los contratiempos, los cambios de planes, los rumbos nuevos que toma la vida y nos inquietan. No los esperamos. Nos incomodan. Queremos hacer nuestro camino, no queremos que otros nos marquen un camino desconocido. Hace falta mucha altura, mucha profundidad, mucha intimidad con el Señor, mucha fe, para aceptar los caminos de Dios como algo evidente, sin rebelarnos.
 
Decía el Padre Kentenich: «Dios es Padre, Dios es bueno y bueno es todo lo que Él hace. Todo parece estar a punto de derrumbarse y sólo quien sea un niño podrá mantener su aplomo y serenidad»[4]. En el corazón de José habría esa noche muchos miedos, dudas, temor. Huir no es una palabra fácil. Huir y esconderse para que no mataran al niño. ¡Qué difícil!
 
Pero José confía. José actúa sin dudar, sin preguntar plazos. Dos veces dice: «Se levantó y cogió al niño y a María». Es decir, cambió sus planes, obediente, se puso en camino, con su incertidumbre pero agarrado a Dios.
 
Tomar decisiones sabias es el desafío constante en nuestra vida. Elegir el rumbo correcto. Dar los pasos adecuados. Habrá momentos de dudas e incertidumbre muchas veces. Tenemos que aprender a decidir con Dios, de su mano. Descifrando las señales, interpretando los deseos del corazón. ¿Cómo tomamos decisiones en nuestra vida, en nuestra familia?
Dios descansaba en José porque confiaba en él, en su corazón puro y noble. Sabía de su obediencia, de esa renuncia de su corazón a tener hijos propios con María. La renuncia lo había hecho más fuerte.
 
Dios le confía a Jesús, su hijo y a María, su hija querida. María y Jesús confiaban en José. José confiaba en Dios, se fiaba de Él. ¡Qué pobre y pequeño se sentiría José ante Jesús y María! En cambio, Dios, cuenta con él para proteger a su familia. Es impresionante esa confianza. Al ver que Dios confiaba en él seguro que sacó lo mejor de su corazón.
 
La confianza saca cosas que quizás no sabíamos que teníamos dentro. Siempre que confían en nosotros surge el deseo de responder. En la familia, a veces, al conocernos más, dejamos de confiar, dejamos de creer en el otro, no creemos que pueda cambiar y pueda hacer un camino distinto del que siempre ha hecho. Encasillamos y limitamos al otro y no dejamos que saque todo lo que tiene, lo más auténtico.
 
La confianza que ponemos en el otro saca lo mejor de él. La desconfianza no permite que salga nada. Dios confía en José. Le dice a él que deben huir. Pone su familia en sus manos. Aunque es muy humano lo que dice el Evangelio: «Tuvo miedo».
 
Como nosotros tantas veces. Miedo de no ser capaces de sostener a nuestra familia, miedo de que les pase algo a nuestros hijos, miedo a equivocarnos y a tomar decisiones que no son tan buenas, miedo de no poder defender a los que amamos de todo lo malo que pueda ocurrirles.
 
Sí, José tenía miedo de que les pasase algo a Jesús y a María. Él quería custodiarlos. Seguramente a María no le dijo nada para no preocuparla. Y María descansaba en José. Esa delicadeza de ella hacia José le daría ánimos. Y José entregaría su propio miedo a Dios, confiando, sabiendo que Dios siempre les ayudaría. José creía en Dios, en su poder, en su amor infinito.
 
Me impresiona siempre este pasaje en que Dios habla al más débil de los tres, a José, y le entrega la misión más grande, proteger a María y al niño. Ese niño que era Dios y que misteriosamente, crecía en un hogar como otro cualquiera.
 
Esa misión imposible confiada a un hombre pobre, limitado, pero dócil. Un hombre obediente y con corazón de niño. Un corazón puro y fiel, audaz y valiente.


[1] J. Kentenich, homilía 8 de abril de 1961
[2] José Kentenich, “Lunes por la tarde”, T. 20. Pg. 23
[3] J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 451-452
[4] José Kentenich, “Niños ante Dios”, 141

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