Testimonio directo sobre el próximo Beato
Oí hablar de Francisco Nguyen Van Thuan por primera vez en el año 1992. Participaba de un curso de espiritualidad de seis meses en Loppiano, en la Toscana italiana, una de las ciudadelas del Movimiento de los Focolares. Entre los más de 70 sacerdotes de todo el mundo que hacíamos ese curso en la Escuela Sacerdotal, tuve la suerte de compartir grupo durante los tres primeros meses con un joven sacerdote vietnamita.
Era, como todos los orientales, muy comedido. Pero desde el primer día, en los dos encuentros diarios que teníamos del grupo, nos habló de Van Thuan, que para todos los católicos vietnamitas era más que un héroe, era un auténtico referente espiritual. Nos llegó a decir que prácticamente casi todos los sacerdotes vietnamitas simpatizaban con los focolares por el sencillo hecho de que lo hacía su obispo Van Thuan. Recuerdo que este sacerdote de no más de veintiocho años desapareció dos días y, menos el director de la Escuela, nadie sabía dónde estaba. Varias semanas después de su vuelta, supimos que había estado en Roma, porque cuando en Secretaría de Estado supieron de la presencia de un sacerdote vietnamita que había conseguido venir a Europa, lo llamaron para que pudiera ponerle al día al Papa Juan Pablo II y a su secretario de Estado de la situación de la Iglesia en Vietnam, aún perseguida y, por lo vivido con este sacerdote, con una fragilísima comunicación con Roma, a la vez que con una comunión exquisita con ella.
A Van Thuan lo vi por primera vez en julio de 2001, en Castelgandolfo, en un congreso sacerdotal sobre “Los movimientos eclesiales para la nueva evangelización”, también organizado por el Movimiento de los Focolares. En este Congreso participaron la gran mayoría de los fundadores, iniciadores y responsables de los nuevos movimientos eclesiales. Pero la conferencia más esperada, el testimonio que fue escuchado con un silencio estremecedor, fue el de Van Thuan. Participaron una veintena de jóvenes sacerdotes españoles, entre otros los hermanos Munilla. Todos coincidieron en que haber podido ver y oír a Van Thuan había sido haber podido ver y oír a un santo, un santo contemplativo que había estado al borde del martirio y que ahora se moría poco a poco de un cáncer. No nos contó toda su vida. No nos contó que había vivido trece años de cautiverio, los nueve primeros en un campo de concentración, desde que los comunistas lo arrestaron en Saigón en 1975 poco después de que Pablo VI lo nombrará obispo coadjutor de esa ciudad. No nos contó los detalles de esos ni del resto de los años, pero compartió con nosotros su alma, forjada en gran parte por esa experiencia.
En el mes de febrero del año 2002 me llamó por teléfono el nuncio de su Santidad en España, monseñor Manuel Monteiro de Castro. Iba a recibir en la nunciatura a su entrañable amigo de estudios en Roma, que desde hacía un año era cardenal, y que desde 1994 era presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz. Venía a presentar sus dos primeros libros publicados en español: “Cinco panes y dos peces”, y “El Camino de la Esperanza”.
El nuncio, me dijo, no quería convocar, por inusual, una rueda de prensa, pero tampoco dejar pasar la ocasión para que su testimonio llegara a los españoles a través de los medios de comunicación. Hasta los más críticos con la Iglesia, me decía, quedarán impresionados sólo con verle, sólo con mirarle a los ojos. Yo le propuse organizar un café, al que la nunciatura invitaría a algunos amigos para conocer al cardenal. Yo me ocuparía de que entre esos amigos estuviesen los principales responsables de información religiosa de los principales medios de comunicación. “¿Un café, sin más?”, me preguntó el nuncio. “¡Hombre, puede poner también unas pastas!”, le contesté. Y así se hizo.
En una sala pequeña de la nunciatura se sirvió el café. No sé si alguien lo tomó. Las televisiones colocaron sus focos y sus cámaras. Las sillas alrededor de dos sillones. En uno se sentó el cardenal Van Thuan y en el otro, un servidor para presentarle, dirigir el diálogo, y traducirle del italiano. El nuncio prefirió, en su consabida humildad, mezclarse entre los periodistas. Yo no me creía lo que estaba viviendo. Pude hablar un buen rato con él para preparar “el café”, antes de que el nuncio recibiese a los periodistas. Me trató como a un hijo. Estar con él era estar como en una nube. Irradiaba una paz especial. Al querer explicarle un poco cómo era el panorama mediático en España, me interrumpió con una pregunta: ¿Y usted, está contento? ¡No le importaba nada el panorama mediático en España, excepto una cosa: ¡si el delegado de medios de la arzobispado de Madrid, a quien acababa de conocer, estaba contento con esa tarea! Tengo la impresión, tantos años después, de que no aproveché bien esa gracia, la de aprender mucho más de ese hombre de Dios.
En el encuentro informal con los periodistas, habló de sus años de cárcel y aislamiento en Vietnam, del mensaje evangélico, de la paz verdadera de quien en la Iglesia, después del Santo Padre, más que nadie tiene la autoridad para darlo. Pero no sólo la autoridad de su cargo, sino sobre todo la autoridad moral de quien lleva en sus huesos, doloridos por los muchos años de humedad entre cuatro paredes, la huella de la pobreza extrema, de la más radical privación de libertad, humillación, marginación, oprobio y ofensa de la dignidad humana.
Nos contó cómo celebraba la misa en la palma de la mano, cómo contagiaba su fe a sus guardianes que querían saber el secreto de su alegría, cómo apretaba con sus manos la cruz que se hizo con un trozo de alambrada, y en los momentos peores susurraba un himno martirial: “Son abatidos por la espada como si fueran ovejas. No lanzan ninguna protesta ni queja. Con corazón intrépido, su espíritu, plenamente consciente, conserva la paciencia”.
Nos dijo con una voz suave y firme, y con una mirada que envolvía el alma, que "no hay paz sin justicia y sin perdón, pero sobre todo no puede haber paz estable, si no se alcanza la reconciliación, cuando el perdón se pide y se da mutuamente". Conclusión tan rotunda no estaba apoyada en complejos silogismos racionales, que haberlos los hay, y no tan complejos, sino en la experiencia vivida. Tomando en sus manos la cruz pectoral que lleva siempre colgando de su cuello, nos la enseñó diciendo: "esta cruz hecha con la madera que me dejaron cortar los carceleros, y esta cadena, hecha con el alambre que rodeaba la prisión, no es sólo un signo del único sentido de todo sufrimiento, sino también el signo de que un amor así, como el de Cristo en la Cruz, conquista los corazones, y vence al mal, como conquistó mi amor el corazón de aquellos guardias que se jugaban la vida ayudándome a labrar esta cruz".
Se quitó el pectoral, y lo puso en mis manos delante de todos aquellos periodistas y de aquellas cámaras, no sé si para que la enseñase o para que se la pasase a ellos. Pestañeaba cada vez que se disparaba un flash, y en ese momento se dispararon muchos. Miraba sus pequeños ojos al darme ese pectoral. Yo preferí mirarlo a él y escucharle que bajar la mirada para ver esa cruz que, por un instante pensé, sería sin duda la reliquia de un santo. No la solté de mi mano hasta devolvérsela cuando nos levantamos.
Esa cruz, escribí esa misma tarde, era mucho más que el pectoral de un obispo, no sólo porque, previsiblemente, pasará a la historia como la más preciada reliquia de un santo, sino porque es el estandarte, en esta porción de historia de la humanidad en la que nos ha tocado vivir, de la vida que vence a la muerte, de la paz que vence a la violencia, del perdón y la reconciliación que vence a la hostilidad y la venganza, del bien que triunfa sobre el mal, del amor que vence al odio.
El cardenal Van Thuan moriría siete meses después. En el año 2007 el Papa Benedicto XVI publicó su encíclica Spes Salvi. Cuando al leerla vi que hablaba de Van Thuan me emocioné. Nadie podría describir mejor en cuatro líneas, lo que en ese café en la nunciatura, cinco años antes, habíamos experimentado, y que tanto bien me ha hecho releerlo en estos años, sobre todo en los días grises que todo cristiano también padece: “La escucha de Dios, el poder hablarle, fue para él –para Van Thuan- una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la soledad”.