Me llamo Daniel. Tengo 31 años y regento una posada en el centro de Belén. Es un negocio duro, siempre atento a las personas que llegan y piden atención. Muchas veces pienso si merece la pena trabajar de sol a sol atendiendo a hombres y mujeres que están de paso. Pero es el negocio que heredé de mi fallecido padre y me da pudor ponerlo en venta y buscarme otra cosa. Mi mujer Isabel no deja de quejarse y me pide que nos vayamos a Jerusalén, que allí viviremos mejor. Yo no lo creo. No me gusta la ciudad y menos Jerusalén, con su templo y sus hordas de peregrinos, sacerdotes y mercaderes.
Mi día a día siempre es diferente. Trabajar con personas venidas de aquí y allí es lo que tiene. Pero estos días están siendo distintos. La orden del Emperador de censar a todos los habitantes de Judea, está trayendo a Belén a muchos descendientes de antiguos habitantes. Acogerlos a todos está siendo difícil. Ni mi posada ni ninguna de las demás está dando abasto. Todos los días se queda alguien fuera y el pueblo está plagado de personas durmiendo en el suelo, al pie de las casas, bajo los árboles o en las plazas.
Ayer sucedió algo que me ha dejado inquieto. Era media tarde y el sol había comenzado ya a caer. Había jaleo. A la hora de la cena, la mayoría de los huéspedes de la posada vuelven después de pasar el día por ahí. Yo estaba nervioso, entrando y saliendo de la cocina, vigilando las habitaciones y atendiendo a algunos hombres que pretendían acceder bebidos a su aposento. Se me acercó un hombre. No era del pueblo. Parecía muy preocupado. Me pidió alojamiento. Sin mirarle, le dije que era imposible. Insistió. Su mujer estaba a punto de ponerse de parto, habían hecho un largo viaje. Levanté la cabeza y la vi. Me sonrió encima de la mula en la que estaba sentada. Sus manos, sobre su barriga, acariciaban al bebé que llevaba dentro. Algo me desconcertó. En ese momento no me di cuenta pero ahora, pensándolo, creo que fue ese contraste entre la preocupación del hombre y la serenidad de la mujer. Les pegué un grito y les pedí que se fueran. Y seguí a lo mío.
Hoy por la mañana me enteré que un niño había nacido a la afueras del pueblo, en un establo metido entre rocas, propiedad de uno de mis vecinos. Y a la cabeza me vino inmediatamente esta pareja de ayer. Y se me rompió el corazón. Pensar que ese pobre niño había nacido en el frío de la noche, sin más calor que el del manto de su madre y el proporcionado por los animales, me hizo sentir muy mal. ¿Cómo no había podido buscar alguna solución la noche anterior? Podía haber encontrado un hueco para ellos en algún rincón de la posada y sino, en último caso, estoy seguro que a mi mujer Isabel no le hubiera importado tenerlos en casa dada la situación. Pero no quise. El trabajo, el agobio, los nervios, el no querer problemas… ¡yo qué sé! Ni la petición del hombre, ni la mirada dulce de la mujer embarazada, tocaron mi corazón envuelto en mil ruidos y preocupaciones.
He ido a verles. Cogí un poco de queso de la cocina y frutas y me fui directo al establo a la hora de comer, aprovechando que el negocio estaba tranquilo. Allí estaban. Había más pastores. A algunos les conocía. El ambiente era de fiesta. Me costó entender lo que pasaba hasta que pude acercarme a ellos. La mujer me reconoció y, dándome las gracias por haber ido, me entregó al niño. Y empecé a llorar. Y a reír. Y su pequeñez me llenó el corazón de una inmensa paz.
Acabo de llegar a la posada de nuevo. Pudo haber nacido aquí pero yo se lo impedí. Pero ya nada de eso importa. Sólo importa que ya está entre nosotros y que, de alguna manera, ha cambiado mi vida. Y seguramente no será la única vida que cambie.