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Espiritualidad
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Meditaciones para el Vía Crucis escritas por Papa Francisco (Texto)

Passion Of Jesus - Wooden Cross With Crown Of Thorns

Romolo Tavani | Shutterstock

I.Media - publicado el 29/03/24

Por primera vez desde 2003, las meditaciones para el Vía Crucis del Viernes Santo han sido escritas por el propio Papa. Consulta aquí el texto completo para meditarlo

Por primera vez desde Juan Pablo II en 2003, las meditaciones para el Vía Crucis del Viernes Santo han sido escritas por el propio Papa. Desde 2013, Francisco tiene la costumbre de confiarlas a personas que han vivido experiencias dolorosas, en particular familias con problemas, presos, migrantes o víctimas de la guerra.

Como es habitual, la meditación del pontífice está estructurada en catorce “estaciones”, las etapas que recuerdan la Pasión de Cristo desde el momento en que fue arrestado hasta su muerte en la Cruz y sepultura. Los textos, en los que el Papa se dirige directamente a Cristo, van acompañados de extractos de los Evangelios y breves oraciones, y concluyen con una oración final, compuesta por catorce invocaciones del nombre de Jesús.

Coincidiendo con el Año de la Oración que ha decretado para 2024, el Papa ha decidido centrar sus meditaciones en el “camino de oración” que Cristo vivió a lo largo de su Pasión. Este texto será pronunciado esta noche, durante el tradicional Vía Crucis en el Coliseo.

Texto completo del Vía Crucis 2024

Introducción

Señor Jesús, miramos tu cruz y comprendemos que lo diste todo por nosotros. Te dedicamos este tiempo. Queremos pasarlo cerca de ti, que oraste desde Getsemaní hasta el Calvario. En este Año de oración, nos unimos a ti en tu camino de oración.

Del Evangelio según san Marcos (14, 32-37)

Llegaron a un lugar llamado Getsemaní. […] Entonces tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir miedo y angustia. Les dijo: “Quedaos aquí y velad”. Yendo un poco más allá, se postró en tierra y oró […]: “Abba… Padre, todo te es posible. Aparta de mí este cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”. Luego volvió y encontró a los discípulos dormidos. Dijo a Pedro: “¿No tuvisteis fuerzas para permanecer despiertos una sola hora?

Señor, has preparado cada uno de tus días con la oración y ahora, en Getsemaní, preparas la Pascua. ¡Abba! Padre. Todo te es posible -dices-, porque la oración es sobre todo diálogo e intimidad; pero es también lucha y petición: ¡Aparta de mí este cáliz! Y es confianza y don: Sin embargo, no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Por eso entraste en la oración por la puerta estrecha de nuestro sufrimiento, y la atravesaste hasta el final. Sentiste “miedo y angustia” (Mc 14,33): miedo ante la muerte, angustia bajo el peso de nuestro pecado que cargaste sobre ti, mientras te abrumaba una amargura infinita. Pero en medio de la batalla, oraste “más intensamente” (Lc 22,44): así transformaste la vehemencia de tu dolor en ofrenda de amor.

Sólo nos pediste una cosa: que nos quedáramos contigo, que veláramos por ti. No nos pides lo imposible, sino que estemos cerca de ti. Y, sin embargo, ¡cuántas veces me he alejado de ti! ¿Cuántas veces, como los discípulos, he dormido en vez de velar? ¿Cuántas veces no he tenido tiempo ni ganas de rezar, porque estaba cansado, anestesiado por la comodidad, con el alma dormida? Jesús, repítemelo a tu Iglesia: “Levántate y ora” (Lc 22,46). Despiértanos, Señor, despiértanos del letargo de nuestros corazones, porque también hoy, especialmente hoy, necesitas de nuestra oración.

1
Jesús es condenado a muerte

Entonces el sumo sacerdote se levantó delante de todos y preguntó a Jesús: “¿No vas a responder nada? ¿Qué dices a las pruebas que tienen contra ti? Pero él guardó silencio y no respondió nada. [Pilato volvió a preguntarle: “¿No vas a decir nada? Mira todas las acusaciones que hacen contra ti”. Pero Jesús no respondió más, de modo que Pilato se quedó atónito (Mc 14,60-61; 15,4-5).

Jesús, tú eres la vida y te condenan a muerte; tú eres la verdad y te someten a un juicio falso. Pero, ¿por qué no te quejas? ¿Por qué no alzas la voz y explicas tus razones? ¿Por qué no refutas a los sabios y a los poderosos como siempre has hecho con tanto éxito? Tu reacción es sorprendente, Jesús: en el momento decisivo, no hablas, callas. Porque cuanto más fuerte es el mal, más radical es tu respuesta. Y tu respuesta es el silencio. Pero tu silencio es fecundo: es oración, es mansedumbre, es perdón, es el camino para remediar el mal, para convertir lo que sufres en un don que ofreces.

Jesús, me doy cuenta de que sé poco de ti porque no conozco lo suficiente tu silencio; porque en el frenesí de correr y hacer, absorbido por las cosas, atrapado por el miedo a no salir a flote o por la manía de ponerme en el centro, no encuentro tiempo para detenerme y quedarme contigo para dejarte actuar, Palabra del Padre que actúa en silencio. Jesús, tu silencio me estremece: me enseña que la oración no nace de labios que se mueven, sino de un corazón que sabe escuchar: porque orar es ser dócil a tu Palabra, es adorar tu presencia.

Oremos diciendo: Habla a mi corazón, Jesús

Tú que al mal respondes con el bien

Habla a mi corazón, Jesús

Tú que apagas la inquietud con dulzura

Habla a mi corazón, Jesús

Tú que odias hablar y quejarte

Habla a mi corazón, Jesús

Tú que me conoces en lo más profundo

Habla a mi corazón, Jesús

Tú que me amas más que a mí mismo

Habla a mi corazón, Jesús

2
Jesús carga con la cruz

Él mismo cargó con nuestros pecados en su cuerpo, sobre el madero, para que, muertos a nuestros pecados vivamos para la justicia. Por sus heridas hemos sido curados. (1 P 2, 24).

Jesús, también nosotros llevamos cruces, a veces muy pesadas: una enfermedad, un accidente, la muerte de un ser querido, una decepción afectiva, un hijo en apuros, un trabajo que falta, una herida interior que no cicatriza, el fracaso de un proyecto, otra expectativa que no da nada… Jesús, ¿cómo rezamos en estos casos? ¿Qué hago cuando me siento aplastado por la vida, cuando un peso pesa sobre mi corazón, cuando estoy bajo presión y ya no tengo fuerzas para reaccionar? La respuesta está en una sugerencia: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). ¡Venid a mí! Yo, en cambio, me encierro en mí mismo: cavilo, le doy vueltas a las cosas, lloro sobre mí mismo, me hundo en el victimismo, campeón de la negatividad. Ven a mí: no te ha bastado con decírnoslo, así que ahora vienes a nosotros y cargas nuestra cruz sobre tus hombros, para quitarnos el peso de encima. Esto es lo que quieres: que te confiemos nuestras penas y tormentos, porque quieres que nos sintamos libres y amados por ti. Gracias, Jesús. Uno mi cruz a la tuya, te traigo mis trabajos y mis miserias, arrojo en ti todas las cargas de mi corazón.

Oremos, diciendo: Vengo a ti, Señor

con mi historia

Vengo a ti, Señor

Con mis penas

Vengo a ti, Señor

Con mis limitaciones y fragilidades

Vengo a ti, Señor

Con mis miedos

acudo a ti, Señor

Poniendo toda mi confianza en tu amor

acudo a ti, Señor

3
Jesús cae por primera vez

En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24).

Jesús, has caído: ¿qué piensas, cómo rezas, con el rostro en el polvo? Y, sobre todo, ¿qué te da fuerzas para levantarte? Mientras estás boca abajo en el suelo y ya no puedes ver el cielo, te imagino repitiendo en tu corazón: Padre, que estás en los cielos. La mirada amorosa del Padre sobre ti es tu fuerza. Pero imagino también que, mientras abrazas la tierra seca y fría, piensas en el hombre, sacado de la tierra, en nosotros, que estamos en el centro de tu corazón, y que repites las palabras de tu testamento: “Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros” (Lc 22,19). El amor del Padre por ti y el tuyo por nosotros: el amor es el resorte que te hace levantarte y avanzar. Porque el que ama no se queda abajo, sigue adelante; el que ama no se cansa, corre; el que ama vuela. Jesús, siempre te pido muchas cosas, pero sólo necesito una: saber amar. Me caeré en la vida, pero con amor sabré levantarme de nuevo y seguir adelante, como hiciste tú, que eres un experto en caídas. De hecho, tu vida fue una caída continua hacia nosotros: de Dios a hombre, de hombre a siervo, de siervo a crucificado, hasta la tumba. Caíste a la tierra como una semilla moribunda; caíste para levantarnos de la tierra y llevarnos al cielo. Tú que nos levantas del polvo y nos das esperanza, dame la fuerza para amar y volver a empezar.

Oremos, diciendo: Jesús, dame fuerzas para amar y volver a empezar

Cuando vence la desilusión

Jesús, dame fuerzas para amar y volver a empezar

Cuando los juicios de los demás caigan sobre mí

Jesús, dame fuerzas para amar y recomenzar

Cuando las cosas no van bien y me impaciento

Jesús, dame fuerzas para amar y volver a empezar

Cuando sienta que ya no puedo más

Jesús, dame fuerzas para amar y volver a empezar

Cuando me abruma la idea de que nada cambiará

Jesús, dame la fuerza para amar y empezar de nuevo

4
Jesús encuentra a su madre

Cuando Jesús vio a su madre y al discípulo a quien amaba junto a ella, dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa (Jn 19,26-27).

Jesús, los tuyos te han abandonado, Judas te ha traicionado, Pedro te ha negado: te has quedado solo con la cruz. Pero aquí está tu madre. No hacen falta palabras; bastan sus ojos, que saben mirar de frente al sufrimiento y hacerse cargo de él. Jesús, en la mirada de María, llena de lágrimas y de luz, recuerdas la ternura, las caricias, los brazos amorosos que siempre te acogieron y te sostuvieron. La mirada materna es la mirada de la memoria, que nos arraiga en la bondad. No podemos prescindir de una madre que nos da a luz, o de una madre que nos devuelve a nuestro lugar en el mundo. Tú lo sabes, y desde la cruz nos das a tu propia madre. Dices al discípulo, a cada uno de nosotros: Aquí tienes a tu madre. Después de la Eucaristía, nos das a María, el último regalo antes de morir. Jesús, tu camino ha sido confortado por el recuerdo de su amor; también mi camino necesita enraizarse en el recuerdo de lo que es bueno. Pero me doy cuenta de que mi oración es pobre en recuerdos: rápida, apresurada, una lista de necesidades para hoy y mañana. María, detén mi carrera, ayúdame a recordar, a conservar la gracia, a recordar el perdón y las maravillas de Dios, a reavivar mi primer amor, a saborear de nuevo las maravillas de la providencia, a llorar de gratitud.

Oremos, diciendo: Señor, reaviva en mí el recuerdo de tu amor

Cuando resurgen las heridas del pasado

Señor, reaviva en mí la memoria de tu amor

Cuando pierdo el sentido de la orientación y el hilo de las cosas

Señor, reaviva en mí la memoria de tu amor

Cuando pierdo de vista los dones recibidos

Señor, reaviva en mí la memoria de tu amor

Cuando pierdo de vista el don que soy

Señor, reaviva en mí el recuerdo de tu amor

Cuando me olvido de darte las gracias

Señor, reaviva en mí la memoria de tu amor

5
Jesús es ayudado por el Cirineo

Mientras [los soldados] se lo llevaban, tomaron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y le pusieron la cruz para que la llevara detrás de Jesús (Lc 23,26).

Jesús, ¡cuántas veces, ante los desafíos de la vida, nos imaginamos que lo conseguiremos solos! ¡Qué difícil es pedir ayuda, por miedo a dar la impresión de que no estamos a la altura, nosotros que siempre buscamos aparecer y hacernos notar! No es fácil confiar, y mucho menos confiar en alguien. Pero quien reza sabe que está necesitado, y tú, Jesús, estás acostumbrado a confiar en la oración. Por eso no desprecias la ayuda del Cirineo. Le expones tus debilidades a él, un hombre sencillo, un campesino que vuelve del campo. Gracias porque, al ser apoyado en tu momento de necesidad, borras la imagen de un dios invulnerable y distante. Tu poder es ilimitado, pero eres invencible en el amor, y nos enseñas que amar es ayudar a los demás precisamente ahí, en las debilidades de las que se avergüenzan. Entonces las debilidades se convierten en oportunidades. Le sucedió al Cirineo: tu debilidad cambió su vida y recordará, un día, que rescató a su Salvador, que fue redimido por la cruz que llevaba. Para que mi vida también cambie, te ruego, Jesús: ayúdame a bajar mis defensas y a dejarme amar por ti, allí donde más me avergüenzo de mí mismo.

Oremos y digamos: ¡Sáname, Jesús!

De toda presunción de autosuficiencia

¡Sáname, Jesús!

De pensar que puedo hacerlo sin ti y sin los demás

¡Sáname, Jesús!

Del perfeccionismo

¡Sáname, Jesús!

De la reticencia a confiarte mis miserias

¡Sáname, Jesús!

De rehuir a las personas necesitadas que encuentro por el camino

¡Sáname, Jesús

6
Jesús es consolado por la Verónica, que le enjuga el rostro

Bendito sea Dios […], Padre amoroso, Dios de quien procede todo consuelo. Él nos consuela en todas nuestras angustias; así podemos consolar a todos los que están angustiados […]. Porque así como participamos en gran manera de los padecimientos de Cristo, así también por Cristo somos consolados en gran manera (2 Co 1,3-5).

Jesús, muchos siguen el espectáculo bárbaro de tu ejecución y, sin conocerte ni conocer la verdad, emiten juicios y condenas, llevándote al desprecio y a la ignominia. Esto sucede todavía hoy, Señor, y ni siquiera es necesaria una procesión macabra: basta un teclado para insultar y publicar sentencias. Pero mientras muchos gritan y juzgan, una mujer se abre paso entre la multitud. Ella no habla: actúa. No insulta: compadece. Va contracorriente: sola, con el valor de la compasión, se arriesga por amor, encuentra la manera de pasar entre los soldados sólo para dar a tu rostro el consuelo de una caricia. Su gesto pasará a la historia como un gesto de consuelo. ¡Cuántas veces te pido consuelo, Jesús! Pero Véronique me recuerda que tú también lo necesitas: tú, Dios cercano, pides mi cercanía; tú, mi consolador, quieres ser consolado por mí. Amor no amado, hoy sigues buscando entre la multitud corazones sensibles a tu sufrimiento, a tu dolor. Buscas verdaderos adoradores que, en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23), permanezcan contigo (cf. Jn 15), Amor abandonado. Jesús, enciende en mí el deseo de estar contigo, de adorarte y consolarte. Y que yo sea consuelo para los demás en tu nombre.

Oremos, diciendo: Hazme testigo de tu consuelo

Dios de misericordia, cercano a los que tienen el corazón herido

Hazme testigo de tu consuelo

Dios de ternura, que te mueves por nosotros

Hazme testigo de tu consuelo

Dios de compasión, que odias la indiferencia

Hazme testigo de tu consuelo

Tú que te entristeces cuando señalo con el dedo a los demás

Hazme testigo de tu consuelo

Tú que no viniste a condenar sino a salvar

Hazme testigo de tu consuelo

7
Jesús cae de nuevo bajo el peso de la cruz

Entonces se volvió hacia sí mismo y se dijo: […] “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti’. Se levantó y fue a ver a su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre le vio y se compadeció de él; corrió, se echó a su cuello y le colmó de besos. El hijo le dijo: “Padre, he pecado […]. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”. Pero el padre […]: “Este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado””. (Lc 15, 17-18.20-22.24).

Jesús, la cruz es pesada: lleva el peso de la derrota, del fracaso, de la humillación. Lo comprendo cuando me siento aplastado por las cosas, atormentado por la vida e incomprendido por los demás; cuando siento el peso excesivo y estresante de la responsabilidad y del trabajo, cuando me oprime el yugo de la ansiedad, asaltado por la melancolía mientras me repite un pensamiento asfixiante: no saldrás de ésta, esta vez no volverás a levantarte. Pero la cosa empeora. Me doy cuenta de que toco fondo cuando vuelvo a caer: cuando vuelvo a caer en mis errores, en mis pecados, cuando me escandalizo de los demás y me doy cuenta de que yo no soy diferente. No hay nada peor que sentirse decepcionado de uno mismo, aplastado por la culpa. Pero tú, Jesús, caíste muchas veces bajo el peso de la cruz para estar cerca de mí cuando yo volviera a caer. Contigo, la esperanza nunca termina; me levanto de nuevo después de cada caída, porque cuando cometo un error, no te cansas de mí, sino que te acercas más a mí. Gracias por esperarme; gracias por perdonarme infinitamente, siempre, cuando sigo recayendo. Recuérdame que las caídas pueden convertirse en momentos cruciales del camino, porque me hacen darme cuenta de lo único que importa: que te necesito. Jesús, inscribe en mi corazón la certeza más importante: sólo resucito de verdad cuando resucitas tú, cuando me liberas del pecado. Porque la vida no vuelve a empezar con mis palabras, sino con tu perdón.

Oremos, diciendo: ¡Levántame, Jesús!

Cuando, paralizado por la desconfianza, siento tristeza y desánimo

¡Levántame, Jesús!

Cuando vea mi incapacidad y me sienta inútil

Levántame, Jesús

Cuando la vergüenza y el miedo a no tener éxito prevalecen

Levántame, Jesús

Cuando sienta la tentación de perder la esperanza

Levántame, Jesús

Cuando olvido que mi fuerza está en tu perdón

Levántame, Jesús

8
Jesús se encuentra con las mujeres de Jerusalén

Le seguía una gran multitud de gente, así como mujeres que se golpeaban el pecho y se lamentaban por Jesús (Lc 23,27).

Jesús, ¿quién te sigue hasta la cruz? No los poderosos que te esperan en el Calvario, no los espectadores que se quedan lejos, sino la gente sencilla, grande a tus ojos y pequeña a los ojos del mundo. Son las mujeres a las que has dado esperanza. No tienen voz, pero se hacen oír. Ayúdanos a reconocer la grandeza de las mujeres que, en Pascua, te fueron fieles y cercanas, pero que todavía hoy son rechazadas y sufren insultos y violencia. Jesús, las mujeres que encuentras se golpean el pecho y lloran por ti. No lloran por sí mismas, sino que lloran por ti, lloran por el mal y por el pecado del mundo. Su oración llena de lágrimas llega a tu corazón. ¿Sabe llorar mi oración? ¿Lloro ante ti, crucificado por mí, ante tu amor tierno y herido? ¿Lloro por mi falsedad e inconstancia? Ante las tragedias del mundo, ¿se hiela o se derrite mi corazón? ¿Cómo reacciono ante la locura de la guerra, ante los rostros de los niños que ya no pueden sonreír, ante las madres que los ven desnutridos y hambrientos y a las que no les quedan lágrimas que derramar? Tú, Jesús, lloraste sobre Jerusalén, lloraste sobre la dureza de nuestros corazones. Sacúdeme por dentro, dame la gracia de llorar mientras rezo y de rezar mientras lloro.

Oremos, diciendo: Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que conoces los secretos del corazón

Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que te entristeces por la dureza de las almas

Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que amas los corazones humildes y contritos

Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que enjugaste las lágrimas de Pedro con el perdón

Jesús, ablanda mi corazón endurecido

Tú que conviertes las lágrimas en canción

Jesús, ablanda mi corazón endurecido

9
Jesús es despojado de sus vestiduras

“Señor, ¿cuándo te vimos…? ¿Tenías hambre y te dimos de comer? ¿Tenías sed y te dimos de beber? ¿Eras forastero y te acogimos? ¿Estabas desnudo y te vestimos? Estabas enfermo o en la cárcel… ¿Cuándo acudimos a ti?”. […] Él les responderá: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. (Mt 25, 37-40).

Jesús, éstas son las palabras que dijiste antes de la Pasión. Ahora comprendo tu insistencia en identificarte con los necesitados: fuiste encarcelado; fuiste forastero, sacado de la ciudad para ser crucificado; estuviste desnudo, despojado de tus vestidos; estuviste enfermo y herido; tuviste sed en la cruz y hambre de amor. Déjame verte en la gente que sufre y déjame ver a la gente que sufre en ti, porque tú estás ahí, en el despojado de su dignidad, en los Cristos humillados por la dominación y la injusticia, por las ganancias injustas obtenidas sobre la piel de los demás en medio de la indiferencia general. Te miro, Jesús, despojado de tus ropas, y comprendo que me invitas a despojarme de muchas exterioridades. Porque tú no miras las apariencias, sino el corazón. No quieres oración estéril, sino caridad fecunda. Dios desnudo, desnúdame a mí también. Porque es fácil hablar, pero ¿te amo de verdad en los pobres, en la carne herida? ¿Rezo por los que están despojados de su dignidad? ¿O rezo sólo para cubrir mis necesidades y revestirme de seguridades? Jesús, tu verdad me desenmascara y me lleva a centrarme en lo que importa: tú crucificado, y tus hermanos crucificados. Haz que lo comprenda ahora, para que no se me encuentre despojado de amor cuando me presente ante ti.

Oremos, diciendo: Aparta de mí, Señor Jesús

Del apego a las apariencias

Despojame, Señor Jesús

De la armadura de la indiferencia

Aparta de mí, Señor Jesús

De creer que ayudar a los demás no me concierne

¡Despojame, Señor Jesús!

Del culto a la respetabilidad y a la exterioridad

¡Despojame, Señor Jesús!

De la convicción de que la vida está bien si está bien para mí

¡Despojame, Señor Jesús!

10
Jesús es clavado en la cruz

Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera (o Calvario), crucificaron a Jesús, con los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 33-34).

Jesús, te atraviesan los brazos y las piernas con clavos que desgarran la carne y, en este mismo momento, cuando el dolor físico es más insoportable, de tus labios brota la oración imposible: perdonas a los que te clavan los clavos en las muñecas. Y no sólo una vez, sino a menudo, como nos recuerda el Evangelio, con este verbo que indica una acción repetida: dijiste “Padre, perdona”. Así, contigo, Jesús, también yo puedo encontrar el valor para elegir el perdón que libera el corazón y restaura la vida. Señor, no te basta con perdonarnos, también nos justificas ante el Padre: No saben lo que hacen. Tú asumes nuestra defensa, te haces nuestro abogado, intercedes por nosotros. Ahora que tus manos, con las que bendecías y curabas, están clavadas, y tus pies, con los que traías la buena nueva, ya no pueden caminar, ahora, impotente, nos revelas la omnipotencia de la oración. En la cumbre del Gólgota, nos revelas la grandeza de la oración de intercesión que salva al mundo. Jesús, que rece no sólo por mí y por los que están cerca de mí, sino también por los que no me aman y me hacen mal; que rece, según los deseos de tu corazón, por los que están lejos de ti; que repare e interceda por los que, ignorándote, no conocen la alegría de amarte y de ser perdonados por ti.

Oremos, diciendo: Padre, ten piedad de nosotros y del mundo entero

Por la dolorosa pasión de Jesús

Padre, ten piedad de nosotros y del mundo entero

Por el poder de sus llagas

Padre, ten piedad de nosotros y del mundo entero

Por su perdón en la cruz

Padre, ten piedad de nosotros y del mundo entero

Por los que perdonan por tu amor

Padre, ten piedad de nosotros y del mundo entero

Por la intercesión de los que creen, adoran, esperan y te aman

Padre, ten piedad de nosotros y del mundo entero

11
Jesús grita su abandono

Desde la hora sexta (es decir, el mediodía), las tinieblas cayeron sobre toda la tierra hasta la hora novena. Hacia la hora novena, Jesús gritó a gran voz: “Elí, Elí, ¿lema sabactani?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,45-46).

Jesús, ésta es tu oración inaudita: clamas al Padre por tu abandono. Tú, el Dios del cielo, no clamas pidiendo respuestas, sino que preguntas ¿por qué? En el momento culminante de la Pasión, sientes la distancia con el Padre y ya ni siquiera le llamas Padre, como de costumbre, sino Dios, hasta el punto de que apenas puedes identificar su rostro. ¿Por qué haces esto? Para sumergirte en las profundidades del abismo de nuestro sufrimiento. Lo hiciste por mí, para que cuando sólo vea tinieblas, cuando experimente el derrumbe de las certezas y el naufragio de la vida, deje de sentirme solo y crea que estás ahí conmigo: tú, el Dios de comunión que siente el abandono para no dejarme más rehén de la soledad. Cuando gritaste tu “por qué”, lo hiciste con un salmo: de este modo, pusiste en oración incluso la desolación más extrema. Eso es lo que hay que hacer en las tormentas de la vida: en vez de callar y guardarse para uno mismo, hay que gritarte. Gloria a ti, Señor Jesús, porque no huiste de mi confusión, sino que habitaste en ella hasta el final; alabanza y gloria a ti que, asumiendo toda distancia, te hiciste cercano a los que están más lejos de ti. Y yo, en la oscuridad de mis razones, te encuentro, Jesús, luz en la noche. Y en el grito de tantas personas solas y excluidas, oprimidas y abandonadas, te vuelvo a ver, Dios mío: haz que te reconozca y te ame.

Oremos, diciendo: Jesús, haz que te reconozca y te ame

En los niños no nacidos y abandonados

Jesús, haz que te reconozca y te ame

En muchos jóvenes, que esperan al que escucha su grito de sufrimiento

Jesús, haz que te reconozca y te ame

En tantos ancianos dejados de lado

Jesús, haz que te reconozca y te ame

En los presos y en las personas solas

Jesús, haz que te reconozca y te ame

En los pueblos más explotados y olvidados

Jesús, haz que te reconozca y te ame

12
Jesús muere encomendándose al Padre y dando el paraíso al buen ladrón

[Uno de los criminales colgados en la cruz] dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu Reino”. Jesús le dijo: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. [Jesús gritó con fuerza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y dicho esto, expiró (Lc 23,42-43.46).

Jesús, ¡un malhechor en el cielo! Él se encomienda a ti y tú lo encomiendas al Padre contigo. Dios de lo imposible, tú conviertes a un ladrón en santo. Y no sólo eso: en el Calvario cambiaste el curso de la historia. Convertiste la cruz, emblema del tormento, en icono del amor; el muro de la muerte en puente hacia la vida. Transformaste las tinieblas en luz, la separación en comunión, el sufrimiento en danza, e incluso el sepulcro, última etapa de la vida, en punto de partida de la esperanza. Pero estos cambios los realizas con nosotros, nunca sin nosotros. Jesús, acuérdate de mí: esta oración sincera te permitió obrar maravillas en la vida de este malhechor. ¡El increíble poder de la oración! A veces pienso que mi oración no es escuchada. Al contrario, lo esencial es perseverar, ser constante, acordarse de decirte: “Jesús, acuérdate de mí”. Acuérdate de mí y mi dolor ya no será un final, sino un nuevo comienzo. Acuérdate: vuelve a ponerme en tu corazón, incluso cuando me alejo, cuando me pierdo en el torbellino de la vida. Recuérdame, Jesús, porque ser recordado -como muestra el Buen Ladrón- es entrar en el cielo. Sobre todo, recuérdame, Jesús, que mi oración puede cambiar la historia.

Oremos, diciendo: Jesús, acuérdate de mí

Cuando la esperanza se desvanece y reina la desilusión

Jesús, acuérdate de mí

Cuando soy incapaz de tomar una decisión

Jesús, acuérdate de mí

Cuando pierdo la confianza en mí mismo y en los demás

Jesús, acuérdate de mí

Cuando pierdo de vista la grandeza de tu amor

Jesús, acuérdate de mí

Cuando pienso que mi oración es inútil

Jesús, acuérdate de mí

13
Jesús es colocado desde la cruz en brazos de María

Simeón […] dijo a María su madre: “He aquí que este niño causará la caída y el levantamiento de muchos en Israel. Será signo de contradicción, y tú, tu alma será atravesada por una espada” (Lc 2, 34-35).

María, después de tu “sí”, el Verbo se hizo carne en tu seno; ahora su carne magullada reposa sobre tu pecho. El niño que tuviste en tus brazos es un cadáver maltrecho. Y, sin embargo, en el momento más doloroso, brilla tu ofrenda: una espada atraviesa tu alma y tu oración sigue siendo un “sí” a Dios. María, somos pobres en “síes” y ricos en “si”: si hubiera tenido mejores padres, si hubiera sido más comprendida y amada, si mi carrera hubiera sido mejor, si no hubiera habido este problema, si ya no sufriera, si Dios me escuchara… Siempre preguntándonos por qué las cosas son como son, nos cuesta vivir el presente con amor. Tienes muchos “si” que decirle a Dios, pero sigues diciendo “sí”. Fuerte en la fe, crees que el dolor, atravesado por el amor, da frutos de salvación; que el sufrimiento con Dios no tiene la última palabra. Y mientras sostienes en tus brazos a Jesús sin vida, resuenan en tu interior las últimas palabras que te dirigió: Aquí tienes a tu hijo. Madre, ¡yo soy este hijo! Acógeme en tus brazos e inclínate sobre mis heridas. Ayúdame a decir “sí” a Dios, “sí” al amor. Madre de misericordia, vivimos tiempos despiadados y necesitamos compasión: tú, tierna y fuerte, úngenos con dulzura: deshaz la resistencia del corazón y los nudos del alma.

Oremos, diciendo: Tómame de la mano, María

Cuando cedo a la recriminación y a la victimización

Tómame de la mano, María

Cuando deje de luchar y acepte vivir con mis falsedades

Tómame de la mano, María

Cuando me demoro y no encuentro el valor para decir “sí” a Dios

Tómame de la mano, María

Cuando soy indulgente conmigo mismo e inflexible con los demás

Tómame de la mano, María

Cuando quiero que la Iglesia y el mundo cambien pero no lo hago

Tómame de la mano, María

14
Jesús es depositado en el sepulcro de José de Arimatea

Cuando se hacía tarde, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús. Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. [José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en el sepulcro nuevo que había cavado en la roca (Mt 27,27-60).

José: el nombre que, junto con María, marca el alba de la Navidad, marca también el alba de la Pascua. José de Nazaret tuvo un sueño y, con valentía, se llevó a Jesús para salvarlo de Herodes. Tú, José de Arimatea, tomas su cuerpo sin saber que un sueño imposible y maravilloso se va a realizar allí, en el sepulcro que diste a Cristo cuando pensabas que ya no podía hacer nada por ti. Al contrario, todo don dado a Dios recibe una recompensa mayor. José de Arimatea, tú eres el profeta del valor audaz. Para hacer tu regalo a un muerto, fuiste a ver al temido Pilato y le rogaste que te permitiera ofrecer a Jesús la tumba que te habías hecho construir.

Tu oración es tenaz y las obras siguen a las palabras. José, recuérdanos que la oración hecha con insistencia da fruto y atraviesa incluso las tinieblas de la muerte; que el amor no queda sin respuesta, sino que permite nuevos comienzos. Tu sepulcro, que -único en la historia- será fuente de vida, era nuevo, recién excavado en la roca. Y yo, ¿qué cosas nuevas le voy a dar a Jesús en esta Pascua? ¿Un poco de tiempo para estar con Él? ¿Un poco de amor a los demás? ¿Mis miedos y miserias enterradas, que Cristo espera que yo ofrezca, como tú hiciste con el sepulcro? Será verdaderamente Pascua si doy algo que me pertenece a Aquel que dio su vida por mí: porque es dando como recibimos; porque encontramos la vida cuando la perdemos y la poseemos cuando la damos.

Oremos, diciendo: Ten piedad, Señor

por mí, perezoso de convertirme

Ten piedad, Señor

Por mí, que amo recibir mucho y dar poco

Ten piedad, Señor

Por mí, incapaz de entregarme a tu amor

Ten piedad, Señor

Por nosotros, listos para usar las cosas pero lentos para servir a los demás

Ten piedad, Señor

Por nuestro mundo, lleno de tumbas de egoísmo

Ten piedad, Señor

Invocación final (el nombre de Jesús, 14 veces)

Señor, te rogamos como los necesitados, los débiles y los enfermos del Evangelio, que te invocaban con la más sencilla y familiar de las palabras: con tu nombre.

Jesús, tu nombre salva, porque tú eres nuestra salvación.

Jesús, tú eres mi vida, para que no me pierda en el camino. Necesito que me perdones y me levantes, que cures mi corazón y des sentido a mi sufrimiento.

Jesús, tú has cargado con mi dolor y, desde la cruz, no me señalas con el dedo, sino que me abrazas. Tú, manso y humilde de corazón, me curas del rencor y del resentimiento, me liberas de la sospecha y de la desconfianza.

Jesús, te miro en la cruz y veo abierto ante mis ojos el amor, el sentido de mi ser y la meta de mi camino. Ayúdame a amar y a perdonar, a vencer la intolerancia y la indiferencia, y a no quejarme.

Jesús, en la cruz, tienes sed, y es la sed de mi amor y de mi oración. La necesitas para llevar a cabo tus planes de bien y de paz.

Jesús, te doy gracias por los que responden a tu invitación y tienen la perseverancia de orar, la valentía de creer y la firmeza de seguir adelante ante las dificultades.

Jesús, te presento a los pastores de tu pueblo santo: que sus oraciones sostengan al rebaño; que se tomen el tiempo de estar ante ti, que alineen su corazón con el tuyo.

Jesús, te bendigo por los contemplativos cuya oración, oculta al mundo, te es grata y custodia a la Iglesia y a la humanidad.

Jesús, traigo ante ti a las familias y a las personas que esta tarde han rezado en casa, a los ancianos, especialmente a los que están solos, a los enfermos, tesoros de la Iglesia que unen su sufrimiento al tuyo.

Jesús, que esta oración de intercesión llegue a las hermanas y hermanos que, en muchas partes del mundo, sufren persecución por causa de tu nombre; a los que padecen la tragedia de la guerra y a los que, sacando fuerzas de ti, cargan con pesadas cruces.

Jesús, con tu cruz nos has hecho a todos uno: fortalece a los creyentes en la comunión, difunde sentimientos de fraternidad y paciencia, ayúdanos a colaborar y a caminar juntos. Mantén a la Iglesia y al mundo en paz.

Jesús, juez santo que me llamas por mi nombre, líbrame de los juicios temerarios, de las murmuraciones y de las palabras violentas e hirientes.

Jesús, antes de morir, dijiste: “Consumado es”. Yo, en mi incompletud, no podré decirlo. Pero confío en ti porque eres mi esperanza, la esperanza de la Iglesia y del mundo.

Jesús, quiero decirte una palabra más y seguir repitiéndola: ¡Gracias! Gracias, Señor mío y Dios mío.

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