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Días especiales: Por qué celebrarlos pase lo que pase

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/01/22

Cuánto necesitamos detenernos en aniversarios y grandes acontecimientos y ver a Dios en ellos para definir nuestra vida con alegría y sin nostalgia

Hay días consagrados a Dios, días en los que doy gracias por lo que el cielo me regala. Me alegran esos días en los que pienso que Dios me ama de forma especial. Dice la Biblia:

“Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios: No estéis tristes ni lloréis. Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza”.

Son esos días sagrados, días de alianza con Dios, con María. Días en los que reconozco de forma especial el paso de Dios por mi vida.

Soy consciente de cómo Dios teje una historia santa a mi lado. No me suelta de la mano, no me deja solo, no me abandona y me recuerda que me ha elegido, me ha amado para siempre.

Ese regalo de Dios me consuela, me llena de paz.

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Mirar al cielo, dar gracias…

Saber que en esos días su amor es más fuerte, más hondo, más claro, me llena de paz. Hay días especiales en el año.

Días en los que miro al cielo y agradezco por lo que tengo. Días de aniversario en los que siento que el cielo se abre y me regala gracias especiales.

Me gusta vivir el tiempo como un don. Una gracia que Dios me regala para vivir en presente. Apreciando todo lo que tengo. Valorando lo que he recibido.

… y escuchar la Palabra de Dios

En ese día de gracias quiero escuchar la palabra de Dios, lo que tiene que decirme. Esdrás lee el libro sagrado:

“En aquellos días, el día primero del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura de la ley”.

En ese día de gracias el Señor me habla, Su palabra llega a mi corazón:

“Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable”.

Escucho la palabra de Dios. Esa palabra que es un cuchillo de doble filo que abre mi alma para que entienda.

Entender a Dios y creerle

Me gustaría saber escuchar. Entender lo que Dios tiene que decirme. Su voz llega a mi corazón y me toca por dentro.

Jesús también, en un día especial, llega a la sinagoga de Nazaret y lee la palabra de Dios:

“En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías”.

Me cuesta estar atento y concentrado. A menudo no soy capaz de retener lo que escucho.

No logro acoger lo que me dice Dios con sus palabras sagradas. Ni entiendo su lenguaje.

No acabo de creer que su palabra se haga vida en mí. Me falta fe y profundidad para interpretar esas palabras.

Las palabras e imágenes que impactan mi alma

Me cuesta escuchar porque tengo los oídos llenos de palabras, los ojos llenos de imágenes, el corazón lleno de emociones no digeridas.

Escuchar no es lo mismo que oír. Oigo muchas cosas que no retengo. Hay muchos ruidos que no quedan grabados en el alma.

Las palabras tienen fuerza. Sobre todo aquellas que me juzgan o critican. Se quedan dentro de mí haciéndome daño, llenando de dolor. 

Los gritos me hieren, me rompen. Igual que los insultos o las agresiones verbales. Una palabra puede matar mi ánimo, me hiere muy dentro. Y al recordar lo que me han dicho me siento triste. Me enojo.

También sucede al revés. Cuando me dicen algo bonito, me cuentan algo alegre, me elogian o enaltecen, sonrío y me lleno de vida, se acaba la tristeza en mi ánimo.

Lo que digo es muy importante. Igual que lo que leo o escucho. Las imágenes que guardo dentro del alma.

La Palabra de Dios se hace vida en mi corazón y me llena de esperanza. Acaba con las amarguras y elimina las tristezas. Me llena de esperanza en medio de tiempos tristes.

El otro día escuchaba una teoría. Dicen que el día más triste del año es el tercer lunes de enero, blue monday.

Valoran distintos índices. El clima, la distancia de la navidad. El haber fracasado en propósitos tomados al principio del año. El bajo sueldo y los bajos niveles de motivación. Todo hace señalar a ese lunes como el más triste.

Me llamó la atención. Hay días tristes, igual que hay años o momentos tristes en mi vida. Nunca había pensado cuál era el día más triste.

Puede ser que en mi camino haya días más nublados que otros, más oscuros, con menos vida o ilusión.

Al mismo tiempo hay otros que están llenos de esperanza. Algunos días en los que recuerdo el amor que vivo, o miro atrás agradecido por la fidelidad de Dios en mí.

Algunos días en que tomé decisiones importantes, y días en los que un abrazo cambió mi alma para siempre, el abrazo de Dios o de alguien.

Otros en los que tuve éxito y sentí que el mundo se desplegaba a mis pies cargado de vida. Días grandes, gordos, llenos de luz. Días en los que agradecer por lo vivido, por lo sufrido.

Me detengo con la mano en el pulso del tiempo para buscar a Dios en mis días.

Me detengo a acariciar las palabras que me llenan de alegría. Las palabras de Dios que resuenan en mi alma.

Las palabras de las personas que amo y las que yo mismo escribo para definir mi vida con alegría y sin nostalgia.

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