La obra religiosa de Quevedo es conocida, se ha publicado en las obras completas y en las antologías del escritor barroco, pero sigue siendo poco estudiada. Algunos autores afirman que esto se debe a que en su conjunto es de calidad desigual. También algunos observan que, así como sus poemas morales son de una gran profundidad humanística, al escritor la religión no parece darle esperanza.
Antonio Carreira, por ejemplo, señala en un artículo académico que propone el Instituto Cervantes: “Quevedo ha escrito docenas de poemas morales espléndidos, los mejores de los cuales se obstinan, se empecinan, en mostrar la nulidad del mundo, la omnipresencia de la muerte, y algo menos sobado: la amargura resultante, la certidumbre terrible de que no haya remedio ni esperanza”. Todo esto es muy propio de la vida en una España en crisis (1580-1645).
Sin embargo, continúa, “sorprende que un humanista cristiano, biblista y neoestoico, en la primera mitad del siglo XVII, se limite a constatar y lamentar que el mundo y la vida no sean nada”.
Dejando esta cuestión al estudio de los filólogos, lo cierto es que de Quevedo podemos leer versos que hablan de Cristo y, sobre todo, del hombre pecador, en esa visión negra del poeta. Identifica el corazón del hombre con una roca durísima, habla de la ceguera del mundo para las grandezas de Dios… Son poemas que llevan a la meditación.
Una vida agitada y agitadora
La vida de Quevedo -inteligente, mordaz y cáustico por demás- fue de continua agitación. En lo personal, vivía sin casarse con Lisi, a quien amó y le fue fiel hasta el fin de sus días (un tema que tratar al estudiar su excelente poesía amorosa). En lo literario, lanzó numerosos poemas satíricos pero también fue blanco de críticas (Góngora lo llegó a llamar Francisco de Quebeboy le recordó que era cojo)…
Y en lo político, fue desterrado por ser hombre de confianza del Duque de Osuna cuando este cayó en desgracia. Pero una vez levantado el castigo, trabajó como autor de libelos (libros en que se denigraba y calumniaba a otros) para el Conde Duque de Olivares… Sin olvidar que padeció tuberculosis ósea.
Los poemas religiosos de Quevedo tienen la finalidad de mover a la penitencia o de recordar la doctrina (catequizar), dos aspectos que en el siglo XVII, en plena Contrarreforma, se subrayaban. Tampoco podemos olvidar que la España de Quevedo era la de un imperio que se estaba empobreciendo, en el que abundaba el hambre, la violencia y la muerte. Esto, por contraste, cristalizará en una literatura de primera magnitud: el Siglo de Oro.
El poeta nació el 14 de septiembre de 1580 en Madrid y murió el 8 de septiembre de 1645 en Villanueva de los Infantes. Aunque no fuera lo central en su obra, compuso versos religiosos a lo largo de toda su vida. Estos son algunos ejemplos:
En la muerte de Cristo
Pues hoy derrama noche el sentimiento
por todo el cerco de la lumbre pura,
y amortecido el sol en sombra oscura
da lágrimas al fuego y voz al viento;
pues de la muerte el negro encerramiento
descubre con temblor la sepultura,
y el monte, que embaraza la llanura
del mar cercano, se divide atento,
de piedra es, hombre duro, de diamante
tu corazón, pues muerte tan severa
no anega con tus ojos tu semblante.
Mas no es de piedra, no; que si lo fuera,
de lástima de ver a Dios amante,
entre las otras piedras se rompiera.
Vinagre y hiel para sus labios pide…
Vinagre y hiel para sus labios pide,
y perdón para el pueblo que le hiere:
que como sólo porque viva, muere,
con su inmensa piedad sus culpas mide.
Señor que al que le deja no despide,
que al siervo vilo que le aborrece quiere,
que porque su traidor no desespere,
a llamarle su amigo se comide,
ya no deja ignorancia al pueblo hebreo
de que es Hijo de Dios, si, agonizando,
hace de amor, por su dureza, empleo.
Quien por sus enemigos, expirando,
pide perdón, mejor en tal deseo
mostró ser Dios, que el sol y el mar bramando.
En otro poema, muestra el contraste entre Jesús y Adán:
Adán en Paraíso, Vos en huerto;
él puesto en honra, Vos en agonía;
él duerme, y vela mal su compañía;
la vuestra duerme, Vos oráis despierto.
Él cometió el primero desconcierto,
Vos concertastes nuestro primer día;
cáliz bebéis, que vuestro Padre envía;
él come inobediencia, y vive muerto.
El sudor de su rostro le sustenta;
el del vuestro mantiene nuestra gloria:
suya la culpa fue, vuestra la afrenta.
Él dejó horror, y Vos dejáis memoria;
aquel fue engaño ciego, y esta venta.
¡Cuan diferente nos dejáis la historia!
En el siguiente poema se centra en la figura de san Pedro en la Pasión del Señor para recordarnos a todos de qué somos capaces:
¿Adónde, Pedro, están las valentías
que los pasados días
dijistes al Señor? ¿Dónde, los fuertes
miembros para sufrir con él mil muertes,
pues sola una mujer, una portera,
os hace acobardar desa manera?
A Dios negastes; luego os cantó el gallo,
y otro gallo os cantara a no negallo;
pero que el gallo cante
por vos, cobarde Pedro, no os espante:
que no es cosa muy nueva o peregrina
ver el gallo cantar por la gallina.
A estudiosos como Carreira este último poema le parece muy malo por el juego de palabras que Quevedo, grandísimo poeta conceptual, se permite con el concepto del “gallo”. Pero quién sabe, creo que encaja muy bien con su carácter burlón y con el acento satírico de poemas como el soneto “A un nariz”, que comienza así: “Érase un hombre a una nariz pegado”. O con aquella sorprendente anécdota que se cuenta de él, que fue capaz de decirle a la reina con un calambur:
«Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad es-coja».
Llamar a san Pedro “gallina” y emplear la expresión “otro gallo os cantara” no lo hace más vulgar sino más efectivo para la lección de catequesis. Un poema así no se olvida, que es de lo que se trata.
Volvamos a un poema que nos habla de la dureza del corazón del hombre. Es el soneto 151, “A la muerte de Cristo, contra la dureza del corazón del hombre”:
Pues hoy derrama noche el sentimiento
por todo el cerco de la lumbre pura,
y amortecido el sol en sombra obscura
da lágrimas al fuego y voz al viento;
pues de la muerte el negro encerramiento
descubre con temblor la sepultura,
y el monte, que embaraza la llanura,
del más cercano se divide atento;
de piedra es, hombre duro, de diamante
tu corazón, pues muerte tan severa
no anega con tus ojos tu semblante.
Mas no es de piedra, no, que si lo fuera,
de lástima de ver a Dios amante,
entre las otras piedras se rompiera.